sin esperanza
#Corecore: la última tristeza de Occidente
El subgénero estético de la Generación Z nos presenta una nueva tristeza que se posa sobre un malestar más profundo –o intenso– y geológico
Rafael SM Paniagua / Diego Baena 16/03/2024
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Es un hombre. Lleva varios días escuchando en bucle una mixtape de doomers cave, un perfil de YouTube que doomifica canciones pop de los ochenta, noventa y dosmiles, es decir, las abisma, las ralentiza, las sumerge en reverberantes tinieblas, sometiéndolas, mediante una serie de filtros, a una presión y a una carga tan plomiza que deja un cerco negro en torno a todas las cosas que le rodean. Esta marca oscura sobre el mundo material es una imagen contraurática, una eximagen, una imagen negra, que se autoabsorbe, que se vuelve sobre sí. Como el rostro de Wojak, que con los años se ha ido haciendo cada vez más y más oscuro. I know it is over still I cling on canta Morrissey a una velocidad de hielo o de lava, muy lento y muy denso, como al escuchar la fiesta que suena en el piso de arriba, o de abajo, o de al lado o desde los baños. Una fiesta en la que nuestro amigo no está. Él no sabe quién es Morrissey, le suena a la música que escuchaban sus padres cuando era pequeño.
Pasa mucho tiempo en casa porque teletrabaja desde la pandemia. Se dedica a hacer deliveries administrativos, backoffice, logística, programación, gestiona seguros telefónicos. Da igual. Le rodean algunas latas de cerveza y ceniceros otra vez porque vapear no es para él. Tiene dinero suficiente para sobrevivir, sexo frecuente con desconocidos, vive en un barrio relativamente cerca de la ciudad. Comparte piso con otro chico que hace lo mismo que él, pero en otro turno. Juega al Fornite, cada vez con menos interés. Toma metros, buses, comuta. Es decir, comparte su tiempo con centenares de personas con las que no interacciona realmente, aunque a veces a su cuerpo, de manera accidental, le tocan cinco cuerpos a la vez. Llora. No tiene problema en hacerlo. En su habitación hay un póster del Delorean de Michael J. Fox y otro de Reservoir Dogs. No acabó con su vida cuando la propia vida le llevó a planteárselo siendo joven, durante una depresión que quizá nunca se fue y ha terminado soldada con su self. Alguien de su curso sí se quitó la vida, primero en el instituto y luego en la universidad. Él todavía tiene personas cerca que, aunque no les guste, le quieren. Una madre, un hermano pequeño, una abuela… no podría hacerles daño. No puede añadir más sufrimiento al mundo, no podría vivir con eso. El puente, la pistola, las pastillas, la bombona de gas, las vías del metro, están a la misma distancia que un abrazo y sin embargo ni una cosa ni otra llega. I know datfeel bro. La presión cotidiana de muerte que todo lo atraviesa es el hecho diferencial de su vida cotidiana.
Nuestro aficionado a doomers cave y otras listas que el algoritmo le propone no le desea el mal a nadie. No está resentido como lo estuvo hace unos años y le echaba la culpa a los chicos guapos y a las chicas guapas de su clase. Odia ser visto como alguien peligroso o idiota, como a menudo sucede y sufre. Tiene conciencia de que el mal y el daño ya están hechos y que todo se ve ya muy absurdo a estas alturas de la humanidad. Sexta extinción, colapso energético, económico, celular… todo lo artificial se ha desatado y no parece que la inteligencia nos trajera hasta aquí. Las moscas no salen de la órbita de vuelo del tarro en el que nacieron, aunque estén ya fuera del tarro.
Sí, suena muy dramático, pero cada día él le pone la tristísima banda sonora que en verdad todavía hace que algo brille cuando indiscutiblemente todo se encuentra en trayectoria de declive. Las velas a punto de apagarse, los meteoritos a punto de entrar en la atmósfera. Sin duda hay un candor último, una lucidez final, un brillo: un darse cuenta de que ya no tiene remedio y sólo queda continuar un poco más y vivir, el último sorbito de complicidad y amor. This is fine. Everything is just fine. Porque él no es un témpano. Se emociona por ejemplo cuando atardenochece y, sin necesidad de verlas, siente que las carreteras se llenan otra vez de automóviles y trabajadores de vuelta a casa o camino del turno de noche. Sus móviles están saturados de notificaciones y cookies que ignorarán, porque está sonando una canción que les hace ver la realidad aún un poco más nítida. Es una sensación amalgamada en mil escenas de series demoledoras, pero hermosas y bellas, de gente que está en la mierda y lo saben y buscan a cualquier prójimo, cualquier cosa que les haga sentir reales, vivos, perder el miedo, descansar. Las vio todas. Euphoria; The Last of Us; The Bear… la lista es interminable. Queda la duda de si este pequeño arte corecore ha logrado describir con precisión celular el perseguidísimo zeitgeist de nuestra época o más bien su consumo ha llegado a producirlo.
Era un niño en el cambio de siglo, un adolescente durante la crisis financiera, universitario zoomer durante la pandemia y recién ha conseguido su primer trabajo serio. Es joven, pero acaba de abandonar su juventud y es inevitable que eso le produzca melancolía, como cuando se acababa el verano. Está llegando a la mitad de su vida. Quizá por eso del playlist le conmueve más que ninguna otra canción, Forever Young y su denso muro de sonido imbailable, slowed and reverb. No sabe quién es Alphaville, no importa. No tiene nada de rarito, y de serlo es tanto como todos los demás. Su padre falleció de un cáncer prematuro, pero él siguió trabajando. Dejó a su novia porque se sentía incapaz de hacerla feliz, no alcanzar a ser lo suficientemente bueno y real para ella y ella se fue con una mujer. No es misógino. Está solo. Como WALL-E, el robotito-Chaplin de oficio trapero. Ese robotito semichiflado al que le encargaron limpiar todos los trastos que dejaron tras de sí los últimos sujetos del capitalismo antes de tener que migrar/irse de vacaciones al espacio. Al él también le fascinan los iPods y los tocadiscos rotos, los desechos de los que se fueron y también de los que se tuvieron que quedar sobre una tierra cada vez más enterrada bajo la ruina. Aficionado de las cosas y de los géneros musicales obsoletos. Amigo de las cucarachas. Esperando quizá también, a pesar de todo, un amor.
Únicamente le está pasando lo que a todo el mundo: le está pasando el capitalismo
Podría, pero no tiene perro, ni gato. Quizá una pecera y un par de plantas que le trajo su madre. No tiene a nadie a quien echarle la culpa del estado de las cosas, pero tampoco busca hacerlo. Se compadece de los incel y le estremecen sus carnicerías de instituto. A veces baila como el Joker en el Gotham existencial que es su apartamento. Sale a respirar a las montañas, que son todavía hoy el viejo refugio del alma que siempre fueron. No es un perfil sociológico sino una onda expansiva sentimental transcultural, transfronteriza con capacidad de volverse también transgeneracional. Únicamente le está pasando lo que a todo el mundo: le está pasando el capitalismo. No tiene miedo a pronunciar o escribir esta palabra en un hashtag. Se compadece de todo lo que le rodea. Por fin, lo ha comprendido. Y me parece que este es el afecto estético más sofisticado de la época. Esta es quizá la última tristeza de occidente.
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Todo su algoritmo se ha inclinado, como las sedientas plantas de su salón en busca de la luz, hacia publicaciones #corecore y le ha encontrado el punto a estos videopoemas, hecho con jirones de internet de aspecto random, musicalizados con reiterativos y melancólicos loops de Aphex Twin. Sintetizan una emotividad muy muy difícil de asir, pero que es la suya y la de tantos otros, da igual en qué parte del extrarradio global se encuentren. Ha sentido curiosidad y ha buscado en Google la etiqueta. Comenzó a hablarse de ella a finales de 2022. Ahora todas las revistas trendy norteamericanas ya han publicado su artículo sobre la nueva aesthetic de internet y hay youtubers que han hecho lúcidos análisis sobre el corecore. Resulta que es la definitiva: el core de todos los core, la estética de todas las estéticas.
Nuestro joven creador de la generación Z pronto parece darse cuenta de que está experimentando la subdivisión en sí misma
El punk y el metal ya eran en sí sub o infragéneros musicales occidentales, por populares, por menores. Con las décadas se fueron distanciando del pop/rock y segregando y subsegregando y recombinando entre sí para producir toda clase de taxonomías y genealogías y quimeras. Primero, el hardcore, y luego el post punk, el straight edge, el thrash, el grunge. Nirvana y tantos otros sacaban sus discos en la disquera Sub Pop. Luego vino el post grunge, el vegan core, el eco core, el feminist core, el queercore, el metalcore, el grindcore, el crossover, el post core y una larga serie de etcéteras y post mortems. La utopía se juega a escala del matiz. Nuestro joven creador de la generación Z pronto parece darse cuenta de que está experimentando la subdivisión en sí misma, la interrupción de la eterna búsqueda de un matiz, de un subgénero o identidad que ‘realmente’ le contenga como existencia. La mera apariencia de posibilidades infinitas entre las cuales ‘elegir’ –como en los perfiles de las aplicaciones de citas, como en los boletos electorales– le llevó al abismo del ensimismamiento. Corecorees un corte en esta lógica, a partir de una política de los afectos fraguada en un momento histórico muy significativo en que nuestra conciencia y tolerancia del abuso y el destrozo tecnocapitalista es muy difícil de disimular o ignorar.
Los demás core, los demás nichos, están reservados para aquellos cuyo algoritmo les ha provisto de un gusto, una estética según lo que supuestamente ya les debía de haber gustado desde el principio. Una estética distinta a la de los demás, personalizada, auténticamente suya, propia. Ante el vacío creado por esta llamada identidad –que no es nada más que la conversión de la personalidad en propiedad–; ante el imperativo de sentirse auténtico ante la mirada de otros pocos o muchos con gustos idénticos al tuyo (y por lo tanto igual de manufacturados que el tuyo); o de sentirse idéntico a cierto tipo de prójimo en ausencia de cualquier otro tipo de igualdad o vínculo entre los seres humanos, ante todo ello el corecore reúne, en una especie de island of misfit toys, a todos los demás que se sienten exiliados o alienados de sus nichos respectivos. Es la impropiedad que llega a este punto, habiendo sufrido mucho. Core core puede ser el último refugio de los que no puedan o se nieguen a ‘identificarse’, el commons –subcommons– de una imaginación humana que a pesar de todo ha sobrevivido a ambas tiranías: la de las macroculturas totalitarias del pasado –con sus ministerios de cultura y aparatos ideológicos y represivos– y también la de las infinitas microculturas (algo)rítmicas del presente genocida. Es la sustancia subgenérica de todos los otros subgéneros y subgustos, decantada a su mínima (máxima) expresión. Una miríada de creaciones digitales que la generación Z devuelve al mundo que le ha venido dado. Contienen dentro de sí toda la fiebre de nuestro tiempo, el tic tac del doomsday clock que anuncia lo irreparable del mundo; el llanto acumulado de todos los hombres maduros que han experimentado su derrota, que han sido vencidos por su propia enfermedad. Este afecto es un hito en la historia de la tristeza occidental, el milestone más pesado de nuestra historia sentimental. La humanidad ha alcanzado un nivel de inhumanidad nunca visto.
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Su protagonista es la estrella cultural desde el neolítico, quizá antes. Él también es un hombre blanco, heterosexual, occidental… una subjetividad implementada en el resto de razas y géneros, pero ahora definitivamente consciente acaso de todo lo irreparable que hombres como él le han hecho, queriendo o sin querer, al mundo. Recuerda su infancia. No quería hacerse rico sino ayudar a la gente a sentirse bien. Pero todo ha salido mal. No solo a él, no se engañen. Lo compadece todo. Siente compasión por todo, comenzando por sí mismo. Lo inesperado es que eso ha terminado fraguando un nuevo gozo extraño, áureo, completo y sin lamento, como diría Hölderlin. Basta con ver uno solo de estos vídeos etiquetados como #corecore, o #nichetok o #sadcore para ver pasar ante sus ojos todo internet en solo unos segundos, para tomarle la temperatura al universo entero y a toda la historia de la humanidad. Éramos ingenuos e inocentes. Es un hito porque su tristeza es lo único que queda y está aprendiendo a vivir con ello, a aceptar que las cosas no fueron, ni son, ni serán como esperábamos y menos como ÉL esperaba. Sólo busca, algo REAL. Be somebody’s something.
¿Será también quizá el último materialismo? “Homeless”. “More homeless.” “More and more homeless…” son las palabras que va tecleando en un generador de imágenes. La inteligencia artificial le ofrece una serie de imágenes que divagan, primero, entre la materialidad más material de la existencia del desahuciado (sucio, barbudo, vagabundo, olvidado, tumbado en un callejón de mala muerte, cercado por los distintos fármacos al que es estereotípicamente adicto, sin medios de cualquier tipo, despreciado y desaparecido y maltratado por todos y por el todo…) y la aparente trascendencia de su condición sub o infraterrestre, para al final pasar a ser, primero, el único superviviente del apocalipsis (héroe de su propia película de Mad Max) y eventualmente transformarse o disolverse en el todo intergaláctico (en una especie de homenaje-parodia al extraterrestre/superhombre de 2001).
No astronauta, ni tampoco turista espacial que paga el precio de varias viviendas para subir al cosmos en los cohetes impúdicamente fálicos de Jeff Bezos, Richard Branson o Elon Musk, sino un verídico star child homeless y de los homeless. Un pilar de la creación, confundiendo sus partículas con las de la madre nebulosa. Recordándonos que todos, incluso los vagabundos, están hechos del mismo material cósmico que nosotros, o como diría el viejo Carl Sagan: the same ‘star stuff’. El superhombre homeless ya está aquí: el superhombre de aquellos que desde pequeños se nos enseñaba a percibir como fracasados e inferiores a nosotros, invisibles, pero que a la vez son como todos nosotros: fracasados, invisibles, y cada vez más probablemente desahuciados de la única vivienda que compartimos. Sin la tierra cuyos espacios habitables finitos se nos destruyen a paso frenético en nombre de la plusvalía infinita, homeless seremos todos. There is no planet B. Mirando cada uno su propia pantalla, escarbando en las mismas ruinas. Este es el viaje mental, afectivo, sensorial que hacen quienes corecorean.
La casa ya sí se está quemando y hay, de facto, muchos como el susodicho perrito del meme que ya responden, algunos irónicamente y otros no: This is fine. O sus variantes: So it goes, en palabras de Kurt Vonnegut o It’s the end of the world as we know it (and I feel fine) con REM. Ahora, bien, si esa es la realización, que esto se acaba y me siento bien, todavía nos quedaría la pregunta de cómo vivir también con la paradójica tristeza de esa realización: y no por ello nos faltará necesariamente el poder de imaginar otros mundos posibles, ni la capacidad de actuar políticamente. El doomerismo no es, quizá, como se lleva ya algunos años proponiendo, una falta de imaginación (e)utópica, o su clausura, sino la realización de que vivimos en una realidad que no permite que nuestra imaginación trascienda a lo meramente imaginario. Y por más que se nos dice y comprobamos que lo imaginario hace mundo, no terminamos de comprender su alquimia.
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Otros hombres en Europa o Norteamérica estuvieron antes tristes como él. Dice Camille de Toledo de aquellos hombres en El haya y el abedul. Ensayo sobre la tristeza europea que:
“Cuando el muro cayó, estuvimos pendientes de la alegría antitotalitaria, celebramos el fin de la opresión, pero pasamos por alto las consecuencias de una desaparición de la figura del otro. Nos olvidamos de hablar de la pérdida, del atontamiento de los rostros a los que de repente les faltaba la tierra de la esperanza, el muro en el que poder pintar o contra el cual poder darse cabezazos. Nadie se preguntó si el ser al perder de vista el horizonte de una libertad posible, alcanzable, la tierra prometida de la reconciliación, podría continuar su búsqueda. Y se derrumbó. En Europa, entonces, se vieron seres resquebrajados, partidos en dos, obligados a mudar a pesar de la inercia de sus cuerpos, de sus recuerdos. Se vieron esperanzas de libertad defraudadas, violentamente defraudadas, que antes de ponerse en contra de las ilusiones, las quimeras que el deseo del otro había sustentado, se replegaron en la sospecha y la duda, y en una forma populista de detestar las mentiras de la libertad. Se vio también planeando por encima de todas las sociedades europeas, esa doble figura del desencanto del Este y Occidente, que acabó metiéndose hasta las raíces mismas de la esperanza, hasta en las necesidades espirituales de la ultratierra […] Deseamos de nuevo el recurso de una tierra de la completitud y, según el contenido que queramos darle, un horizonte en que la libertad o la justicia estarán por fin a nuestro alcance. Pero la memoria, lo común de nuestras humillaciones, se opone a ello. Hemos aprendido, a finales del siglo XX, que estas tierras, estos refugios, son quimeras, que los mundos mejores no se pueden exigir. Como mucho, nos mantenemos en el deseo, en la aspiración, igual que los espejismos del desierto […] la visión de un palmeral delante de nosotros que nos ayuda a soportar la sed y el hambre de todos los días.
La caída del muro, la desaparición de ese otro mundo donde tantas vidas depositaron sus esperanzas nos dejó despojados de la posibilidad de una utopía y muchos hombres tuvieron que lidiar con el desencanto o la derrota. Esta nueva tristeza, que posiblemente nada sabe de aquella vieja utopía, se posa sobre un malestar más profundo –o intenso– y geológico. Pues ya no es solo la posibilidad de una vida bella sobre la tierra misma lo que parece estar decayendo, sino la posibilidad de la vida en la tierra misma. Y por eso, también, es la última. Pero a él, ya no le asustan las ruinas.
Es un hombre. Lleva varios días escuchando en bucle una mixtape de doomers cave, un perfil de YouTube que doomifica canciones pop de los ochenta, noventa y dosmiles,...
Autor >
Rafael SM Paniagua
(Madrid, 1979) es docente, investigador y artista.
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/
Autor >
Diego Baena
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