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Respuestas a un intento de asesinato
Sobre ‘Cuchillo’ de Salman Rushdie
Roberto Valencia 25/05/2024
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Se pregunta César Aira en su libro Continuación de ideas diversas si no será la lectura de novelas “lo que preforma la lectura de un diario”. Y puede que sí. Puede que, debido a esta inercia, el lector tienda a asignarle el estatus de personaje de ficción a todo sujeto que aparece en unas páginas literarias. Pero también puede ocurrir que el propio género biográfico sea el que pone en juego similares estructuras narrativas que en la ficción. Sea una cosa o la otra, lo que sugiere Aira en su reflexión es que tendemos a leer los textos biográficos (testimonios, diarios, memorias o autobiografías) como si fueran intrigas convencionales. Nos preocupa y nos ocupa el destino de sus autores reales (que también ejercen como narradores y personajes protagonistas), como si sus vidas fragmentarias, azarosas o contingentes formaran parte de ciclos narrativos acotados, redondos o autoconclusivos.
Cuando en 2012 terminé el libro Joseph Anton, me pregunté qué ocurriría en adelante con el Salman Rushdie que había burlado los complots planificados para matarle –hasta seis– y que se habían inspirado en la fetua dictada por Jomeini a raíz de la publicación, en 1988, de su novela Los versos satánicos. Joseph Anton era un libro despojado y sincero, la liberación desatada por Rushdie para contar –narrar– la durísima prueba de una vida secreta y en alerta, en la que cambiaba de residencia cada pocos días, se ocultaba permanentemente y entregaba las ruinas de su agenda al celo de los servicios secretos ingleses. Rushdie aprovechaba la oportunidad de exponer el testimonio de su tortura personal para reflexionar sobre su poética literaria; para pasar a limpio sus meditaciones sobre la libertad de expresión y el singular modo en que el desempeño literario la explota; para dignificar a las personas que defendieron su libro –también para señalar a los que le dieron la espalda– y para otros menesteres. Joseph Anton es un libro total, uno de los mejores de su autor, donde los numerosos episodios biográficos se combinan con reflexiones de índole literaria, política y social, dejando clara la fusión de vida y escritura en Rushdie. La literatura, en su caso, se había convertido en una poderosa herramienta de reapropiación de los distintos acontecimientos de su atormentada vida.
Esta suerte de biografía terminaba con un alivio para su autor: la perspectiva esperanzadora de que, después de más de veinte años de ocultamiento social, la alarma respecto a su seguridad se había relajado, de modo que podía retomar la senda de la libertad. Desde entonces han pasado algunos años en los que, se supone, Rushdie ha podido vivir como cualquier ciudadano, pero, como todo el mundo sabe, el 12 de agosto de 2022 sufrió un violento atentado que lo dejó al borde de la muerte. Superviviente de un ataque de quince cuchilladas en distintas zonas vitales de su cuerpo, Rushdie decidió tras su convalecencia contar este nuevo episodio de su vida en Cuchillo, su nuevo libro, que tiene un subtítulo nada ambiguo: Meditaciones tras un intento de asesinato. “Para ser sincero, este era y es un libro que yo hubiera preferido con mucho no tener la necesidad de escribir”, dice en un momento del mismo. Activar de nuevo ese truco de magia literaria que lo convierte por segunda vez en un personaje de su propia obra, le ha supuesto a su autor un agónico deambular por la oscuridad de las unidades de cuidados intensivos, las operaciones quirúrgicas, la convalecencia hospitalaria, la rehabilitación y, por supuesto, nuevos episodios de ocultación y secretismo. Tal y como ocurría en Joseph Anton, el texto participa de esa amalgama de narración, biografía, reflexión e invención literarias. No alcanza la envergadura de aquel, porque está redactado inmediatamente después de los acontecimientos, pero permite conocer la “parte de la narración” que nos falta a sus lectores. Esto es, el mencionado ataque, el nuevo romance de su autor con una escritora estadounidense y el modo en que este episodio de felicidad en su vida –que él confiaba definitivo– fue puesto a prueba por el atentado.
De todo el libro, lo más interesante, a mi juicio, está en las nuevas reflexiones sobre la libertad, o sobre la falta de la misma, que matizan y complementan las que ya expuso anteriormente. Las más literarias tienen que ver con el encasillamiento literario que Rushdie ha sufrido. En Joseph Anton, explicaba por activa y por pasiva que, si bien la dimensión escéptica de su familia de origen pesaba en el imaginario que fecundó Los versos satánicos, jamás tuvo conciencia de estar produciendo un agravio que pudiera desatar, no ya el odio fundamentalista, sino una leve herida en la sensibilidad creyente. Su rico imaginario en el que se combinan narraciones religiosas, históricas y mágicas, no perseguía una tesis atea o una demolición del pensamiento religioso sino generar ese “sueño de la vigilia” (son palabras del autor) que es el arte. En Cuchillo, Rushdie reconoce lo estéril de la pugna: su imagen pública y la lectura de su obra están singularmente condicionadas por su relación con la comunidad musulmana y, además, su propia vida ha sido determinada por la persecución fundamentalista. Es en este asfixiante contexto donde Rushdie se pregunta si se puede experimentar la libertad.
Muchos pensadores han coincidido en sostener que, en situaciones represivas, por mucho que al cuerpo lo ate una cadena a la pared, la libertad personal le permite al ser humano pensar lo que uno desee. Lo que significa que hay libertad de pensamiento, hay margen interior para ello (de hecho, la rebelión personal en tiempos represivos confía en ese tesoro). Pero lo que nada ni nadie garantiza es que se pueda dulcificar el humor con el que se asume la persecución. Es decir, el modo de amortiguar la ira, la frustración y la depresión. Virginia Woolf, en Un cuarto propio, asegura preferir la obra de Jane Austen a la de Charlotte Brönte, a pesar del mayor talento de esta última, porque las circunstancias represoras en ella condicionaron su escritura. Decía Woolf que Brönte escribió con rabia en lugar de serenamente, y sobre ella misma en lugar de centrarse en sus personajes. Como consecuencia de ello, nunca consiguió “una expresión total de su genio”.
La parte más sorprendente de Cuchillo –no la más lograda– es el diálogo inventado entre el Rushdie de ficción y su atacante, también ficcionado
La parte más sorprendente de Cuchillo –no la más lograda– es el diálogo inventado entre el Rushdie de ficción y su atacante, también ficcionado. Una suerte de dialéctica socrática destinada a abrir un panorama de duda en el clásico inmovilismo del fundamentalismo. A Rushdie le urge plantear las aporías clásicas contra la vertiente más agresiva del fenómeno religioso, y le urge también caracterizar a su agresor como un pobre desdichado que está a la altura de su crimen. Esto es, como alguien banal. Al principio del libro ya habíamos leído que el propósito del mismo es “comprender a qué se debió” el ataque. El resultado del diálogo con su atacante de ficción revela la imposibilidad de alcanzar ese fin. Hanna Arendt inventó la teoría de la banalidad del mal como un modo de explicar que los crímenes de Eichmann contra la comunidad judía los facilitaba la lejanía respecto a sus víctimas con la que aquel siniestro funcionario nazi trabajaba. Cuando Eichmann firmaba las órdenes para deportar a miles de judíos europeos, lo hacía desde un despacho alejado (no solo en kilómetros) de la tragedia que estaba ocasionando. El atacante de Rushdie parece concentrar en sí mismo otro tipo de lejanía: apenas había leído dos páginas de Los versos satánicos, apenas sabía nada de su autor (y apenas sabe defenderse legalmente tras ser puesto a disposición de la justicia).
Pero apuntábamos antes la duda sobre cómo se lidia contra el dolor del acoso y la agresión. Cuchillo recuerda que, en favor de la víctima, acuden los consuelos temporales: la mera supervivencia es uno. Otro es el reconocimiento que la víctima se hace a sí misma sobre la superioridad de una vida –la suya– que tiene las manos limpias con respecto a las del terrorista y que, por tanto, será vivida en una gracia que le será negada a éste en su condena carcelaria (quizás esto explica la expedición que Rushdie hace en el libro a la cárcel en la que su agresor cumple pena). Pero, sobre todo, el mayor consuelo que encontramos en el libro es una reflexión sobre la dimensión filosófica de la libertad. Rushdie cuenta cómo, en un momento dado y a pesar del miedo, decidió hacerse visible. Sin pruebas ni simulacros, sin experiencias piloto. Sin red de seguridad. Simplemente decidió que debía conducirse como un hombre libre, esto es, que, si así lo deseaba, podía salir a cenar a un restaurante o participar en un acto literario público sin haber avisado previamente a un equipo de seguridad. Esto revela algo que ya sabíamos: la libertad no es una virtud dianoética –que se transmite a través del estudio teórico, diríamos– sino lo contrario. A ser libre no se aprende leyendo tratados, porque la libertad no es un concepto sino una conducta que se realiza. Que se ejerce.
A ser libre no se aprende leyendo tratados, porque la libertad no es un concepto sino una conducta que se realiza. Que se ejerce
El tópico (o la sabiduría antigua o lo que sea) dice que los conflictos con los que uno lidia lo conforman como persona, y que la clave para una vida sabia pasa por la adaptación. También que la libertad no se regala: la pelea en su favor deja secuelas en el mejor de los casos. Ahora bien, siendo todo eso cierto, puede resultar contraproducente edulcorar el balance de una vida perseguida con concesiones intelectuales que, de soslayo, podrían desnaturalizar la gravedad de un ataque terrorista. Adonde quiero llegar es a señalar algo que no debe hacer olvidar la necesidad de sanar heridas, y es que, a veces, aunque sea parcialmente, los fundamentalismos ganan. Si se mira el fenómeno desde la perspectiva general de los ciclos históricos, podemos dibujar la ilusión de que terminan disolviéndose en favor de regímenes o movimientos más justos y libres. Pero eso no es correcto, porque la historia se mueve en ciclos, no en direcciones ascendentes de virtud. Viniendo al caso concreto que nos ocupa –que no constituye el más grave de la represión fundamentalista–, el escritor extravió parte de su vida y algunas personas murieron como consecuencia de la fetua. Ahí vemos una carrera literaria condicionada, una existencia llevada al extremo, un inacabable afluente de sufrimiento. Salman Rushdie declara en un momento del libro que no perdonará a su agresor, y con eso parece decir: “dejadme tranquilo con mis secuelas y que la justicia penal cancele el asunto”. En este balance sobre quién gana, si el terrorismo o la literatura, me parece importante remarcar la naturaleza irreversible de unos daños irreparables: nadie revivirá a Hitoshi Igarashi, traductor de Los versos satánicos, asesinado en 1991; nadie le restituirá a Rushdie los años en los que penó por todos los escondites del Reino Unido; nadie le devolverá su ojo derecho; nadie borrará el sangriento ensañamiento de quince cuchilladas sobre su cuerpo a la edad de 73 años. Pero igualmente hay que señalar la decisión con la que este admirable escritor ha hecho frente a la amenaza: en Cuchillo dice que lo mejor que puede hacer para mitigarla es “hacer de la literatura –y de la imaginación– su hogar e intentar escribir lo mejor posible”. Su decisión de no conceder el perdón a su agresor parece señalar que, establecido este terrible combate contra la sinrazón, tal cosa constituiría un gesto decorativo en estos tiempos de dura resistencia.
Se pregunta César Aira en su libro Continuación de ideas diversas si no será la lectura de novelas “lo que preforma la lectura de un diario”. Y puede que sí. Puede que, debido a esta inercia, el lector tienda a asignarle el estatus de personaje de ficción a todo sujeto que aparece en unas páginas...
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Roberto Valencia
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