ADUANA
Morir con consciencia
Sobre Péter Nádas, escritor, periodista, fotógrafo, y uno de los autores vivos más importantes de la literatura húngara
Roberto Valencia 24/03/2024
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Nadie sabe qué es morirse. Cualquier vaticinio que inventemos será de poca ayuda, porque, llegado el momento, la muerte nos vuelca en un instante hacia ese lado de la nada del que nadie regresa para contar la experiencia. Un instante mudo, sin retrospección. El filósofo francés de origen ruso Vladimir Jankélévitch dejó escrito que la muerte constituye una tragedia metaempírica: es tragedia porque destruye algo único y valioso; y es metaempírica porque el estado de muerte en el que nos sume está más allá de lo que permite evaluar la experiencia de los sentidos. Podemos decir que, a efectos de la conciencia, la muerte no existe porque existimos nosotros, los vivos (Epicuro). Sin embargo, esta imposibilidad del conocimiento no ha frenado los intentos de narradores, pintores y poetas, muchos poetas que han tratado de conducir a sus lectores por las tenebrosas –es un decir: quién sabe si carecen de luz– sendas de la muerte. Intentos vanos, entonces, que no hablan de la vida sino del modo en que imaginamos lo inefable desde este lado. Más que el hecho probado de nuestra mortalidad, la escritura sobre la muerte revela nuestros límites cognitivos.
Péter Nádas (Budapest, 1942) es uno de los que han desafiado el fracaso. En 1993 sufrió un infarto y años después, en 2002, llevó a la ficción lo ocurrido. La propia muerte es un texto seco, de esos que algunos críticos gustarían de calificar como contenido, en la probable estimación de que la austeridad conforma un valor literario per se (lo que es falso: hay ejemplos de mala literatura contenida y también buena literatura barroca). Pero esta sequedad de estilo no le sustrae complejidad al texto, que parece más un frondoso árbol que un desierto. Un árbol desde el que parten y se integran todas las dimensiones relevantes que han de confluir en el hecho de la muerte. Dicho en castellano: a Nádas no le interesa narrar el fallecimiento de un personaje en primera persona con los instrumentos de la ficción (personajes, escenario, traumas, emociones reconocibles, etcétera). Lo que le interesa es fundar un texto filosófico y testimonial en el que logre la proeza de aventurar qué ocurre en el momento preciso del óbito. Para eso ya digo que prescinde del atrezzo literario: apenas sabemos nada del protagonista ni de sus circunstancias vitales, el escenario es escueto y no hay narración, nudo y desenlace –bueno, un poco sí: el nudo llega cuando desfibrilan al narrador–. Lo único que Nádas pone a disposición de sus lectores es el hecho ya citado de que el protagonista se está muriendo.
Quien haya reflexionado sobre el asunto, o haya leído a Vladimir Jankélévitch, reconocerá cómo en La propia muerte van apareciendo los temas que deberían fundamentar un análisis riguroso del ignoto acontecimiento. Y son: el papel del cuerpo en el fenómeno de la vida y de la muerte; la vergüenza de ser reventado por la muerte en público; el desvanecimiento del tiempo y aun del espacio; la objetualización a la que nos someten los médicos en las horas fatales; lo inaprensible del momento exacto de la pérdida de la vida; la desintegración de la conciencia; la súbita desaparición de la realidad circundante; la trascendencia y la existencia de Dios. Quizás haya alguno más.
La filosofía viaja por debajo del relato que la voz narradora hace de sus percepciones agónicas
Para alivio del lector de narrativa, el tratamiento de estas abstracciones no conforman densos bloques de pensamiento conceptual sino que fluyen vehiculadas por el monólogo interior del narrador. Hay que decir que son temas imposibles de apresar con las palabras comunes de la ficción. Su tratamiento exigiría un aparato conceptual propio –¿pero cuál?– con el que arañar unos pocos milímetros de la capa de misterio que barniza un acontecimiento como la muerte, y en general toda la realidad. Pero a Nádas esta carencia no parece retraerle: su lenguaje seco y pausado –casi desganado– se basta y se sobra. Parece acudir a la filosofía, sí, pero evitando la terminología técnica, eludiendo citar autores y conceptualizaciones clásicas o contemporáneas que desmantelen la verosimilitud narrativa. La filosofía viaja por debajo del relato que la voz narradora, una suerte de trasunto del propio autor del que desconocemos hasta su nombre, hace de sus percepciones agónicas. Y es, claro, un relato de estupefacciones, que describe cómo se va experimentando la paulatina descomposición de todo lo que hasta ahora era firme. La conciencia, por ejemplo. El narrador explica con asombro cómo, en el momento del infarto, los objetos percibidos se están retirado: ya no hay percepción posible, ya no hay estímulos para los sentidos, así que la conciencia tiene que contentarse con el examen de su propio funcionamiento (Husserl estaría de acuerdo con que esto no puede ser otra cosa que la muerte). Con el tiempo y el espacio ocurre otro tanto. El narrador empieza a perder su sostén temporal y espacial, y sus pensamientos quedan alojados en una dimensión imposible de situar (aquí es Kant el que deduciría que alguien está falleciendo). También hay adecuaciones valiosas respecto a las sensaciones corporales (formulándose la cuestión clásica de la dualidad cuerpo-espíritu) y respecto a la disolución de la vivencia del presente en una dimensión plana, eterna, vacía.
Hay más tratamientos filosóficos tratando de abordar un tema imposible, pero, como digo, aquí aparecen sumergidos en una extraña naturalidad meditativa. Están como en su casa. ¿Será porque la muerte, cuando llega, a pesar de su extrañeza, discurre por un cauce de normalidad? Quién sabe.
Podemos preguntarnos si La propia muerte consigue un triunfo literario. Es decir, si este texto dice cosas que nadie ha visto sobre este tema. Cosas que sólo alguien que regresara del otro lado podría atestiguar. Pero no. En el relato, el protagonista salva su vida porque los médicos consiguen reanimarle, con lo que el cuento ya no narra una muerte sino, una vez más, los vaticinios ciegos ante el momento fatal. El humor que, en algunos momentos, destila el texto, me reafirma en la idea de que hablar de la muerte es un acto de pura vida. Quienes hemos vivido experiencias como la descrita lo sabemos demasiado bien.
Nadie sabe qué es morirse. Cualquier vaticinio que inventemos será de poca ayuda, porque, llegado el momento, la muerte nos vuelca en un instante hacia ese lado de la nada del que nadie regresa para contar la experiencia. Un instante mudo, sin retrospección. El filósofo francés de origen ruso Vladimir...
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Roberto Valencia
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