sionismo
Colonos judíos se robaron mi casa. No es mi culpa que sean judíos
Estoy cansado de la falsa equivalencia entre violencia semántica y violencia sistémica
Mohammed El-Kurd (Mondoweiss) 23/05/2024
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Cuando éramos chicos en la Jerusalén ocupada, los que querían expulsarnos de nuestro vecindario eran judíos, y sus organizaciones solían tener el adjetivo “judío” en el nombre. También lo eran quienes se robaron nuestra casa, lanzaron nuestros muebles a la calle y quemaron la cuna de mi hermana cuando era una bebé. Los jueces que con sus mazos fallaban a favor de nuestra expulsión también eran judíos, y lo eran igualmente los legisladores que facilitaban y hacían sistemático nuestro despojo.
El burócrata que expedía (y a veces revocaba) nuestras tarjetas de identidad azules era judío, y a ese lo detestaba particularmente, porque entre mi padre y la ciudad de su tatarabuelo había solo un trazo de su pluma. En cuanto a los soldados que nos cacheaban para comprobar nuestras tarjetas de identidad, algunos eran drusos, otros musulmanes, la mayoría judíos; todos, según mi abuela, eran “bastardos sin Dios”. Los que administraban los rifles y las esposas, los que creaban los meticulosos y asesinos planes urbanísticos eran… sí, adivinaron.
Esto no era un secreto. Vivíamos bajo el mandato del autoproclamado “Estado judío”. Los políticos israelíes han gastado esa idea, y sus homólogos internacionales han asentido en coro. El ejército se ha autoproclamado como ejército judío y marcha bajo lo que ha llamado una bandera judía. Los concejales de Jerusalén han alardeado de “tomar casa tras casa” porque “la Biblia dice que este país pertenece al pueblo judío”, y miembros de la Knéset han dicho cosas similares. Esos legisladores no son ni marginales ni de extrema derecha: la ley del Estado-nación israelí salvaguarda la “colonización judía” como “valor nacional… a fomentar y promover”.
Y sin embargo, aunque no era un secreto, se nos enseñaba a tratarlo así, a veces por parte de nuestros padres, otras por parte de activistas bienintencionados. Se nos enseñaba a ignorar la Estrella de David de la bandera israelí, y a distinguir a judíos de sionistas con precisión quirúrgica. No importaba que tuviéramos sus botas en la nuca, ni que sus balas y sus garrotes nos llenaran de moretones. Nuestra falta de hogar y de patria eran triviales. Lo que importaba era cómo hablábamos sobre nuestros captores, no las condiciones en las que nos tenían –bloqueados, rodeados de colonias y puestos militares– o el mismo hecho de que nos tuvieran capturados.
El lenguaje era un campo minado peor que la frontera entre Siria y los Altos del Golán ocupados, y de nosotros, en ese entonces unos niños, se esperaba que saltáramos entre las minas, con la esperanza de que no cayéramos sobre un tropo explosivo que nos desacreditara. Usar las “palabras incorrectas” tenía la mágica habilidad de hacer desaparecer las cosas: las botas, las balas, los garrotes y los moretones se volvían invisibles si decías cualquier cosa en broma o con rabia. Incluso peor: creer en las “cosas equivocadas” te hacía merecedor de tal brutalidad. La ciudadanía y el derecho a la movilidad no eran los únicos privilegios de los que se nos despojaba: la simple ignorancia era también un lujo.
Como palestinos, entendemos desde muy jóvenes que las décadas de violencia material y sistémica perpetrada contra nosotros son insignificantes al lado de la violencia semántica que ejercemos con nuestras palabras. Un dron es una cosa, pero una figura retórica… una figura retórica es inaceptable. Aprendemos a interiorizar el bozal.
Así que atendí al llamado (¿qué más puede hacer un niño de diez años?) y aprendí sobre Hitler y sobre el Holocausto, aprendí sobre el estereotipo de la nariz, sobre los pozos envenenados, los banqueros, los vampiros, las serpientes y los lagartos (hace poco supe del pulpo), y aprendí que, cuando hablara con los diplomáticos que visitaban el zoológico que era nuestro barrio, los colonos que estaban ocupando parte de nuestra casa debían ser un punto secundario de mi presentación, posterior a una denuncia efusiva del antisemitismo global. Y cuando mi abuela octogenaria hablaba con esos visitantes extranjeros, la interrumpía para corregirla cuando se refería a los colonos judíos de nuestra casa como… bueno, judíos.
Una década y algunos años después no mucho ha cambiado. Las botas siguen ahí, al igual que las balas y los garrotes (y sería un descuido no mencionar la innovadora genialidad de las armas robotizadas y controladas por IA que recientemente entraron a engrosar el arsenal del Estado Judío).
Los jueces todavía usan sus mazos para asegurar la continuación de esa Nakba; todavía fallan a favor de la supremacía judía
El gobierno titula su proyecto en Galilea como “la judaización de Galilea”, al igual que sus cuasiinstituciones. En cuanto a los concejales que prometieron tomar “casa tras casa”, aparte de su éxito en despojar viviendas en Sheikh Jarrah, la Ciudad Vieja, Silwan, y en muchos otros lugares, marchan cotidianamente por nuestros barrios con banderas y megáfonos, cantando “queremos una Nakba ya”. Los jueces todavía usan sus mazos para asegurar la continuación de esa Nakba; todavía fallan a favor de la supremacía judía. Y aunque en discrepancia con la Suprema Corte en varios aspectos, los parlamentarios legislan de acuerdo con esa actitud supremacista. Algunos afirman abiertamente que las vidas judías son simplemente “más importantes que [nuestra] libertad” (y a veces son incluso tan amables como para disculparse con los presentadores de televisión árabes cuando profieren esas duras verdades).
Una década y algunos años después el statu quo sigue siendo el mismo. Y nosotros –cómo se me rompe el corazón por nosotros–, nosotros seguimos bailando en un campo de minas. Seguimos apostando por la moralidad y la humanidad, mientras ellos apuestan por sus armas.
El año pasado, dieciséis policías israelíes apagaron sus cámaras corporales e hicieron una marca con la forma de la Estrella de David sobre la mejilla de Orwa Sheikh Ali
El año pasado, dieciséis policías israelíes apagaron sus cámaras corporales y marcaron, es decir, hicieron una marca física con la forma de la Estrella de David sobre la mejilla de Orwa Sheikh Ali, un joven de 22 años que arrestaron en el campo de refugiados de Shuafat.
También el año pasado, MEMRI, una organización que vigila los medios de comunicación, cofundada por un exoficial de inteligencia militar israelí, publicó un video en el que el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas, decía que los europeos “habían luchado contra los judíos por su rol social” y su “usura”, “no por su religión”.
En respuesta, un grupo de reconocidos intelectuales palestinos, muchos de los cuales admiro y respeto, publicó una carta abierta en la que “condenaban de modo inequívoco…” (adivinen)… los “comentarios moral y políticamente reprochables” de Abbas.
Se podría decir que ese comunicado es un movimiento “estratégico” para contradecir la creencia de que los palestinos nacemos siendo unos fanáticos intolerantes. Otros podrían argumentar que es la muestra de un “código moral consistente”. Estoy seguro de que algunos de los firmantes creen que nuestra “autoridad moral” nos obliga a deplorar el revisionismo histórico “en cuanto al Holocausto”, y a ser un ejemplo del rechazo de todas las formas de racismo, por retóricas que sean.
Aquí estamos, atrapados nuevamente en una crisis discursiva, respondiendo con premura a crímenes que no hemos cometido
Sea lo que sea, cuando leí la carta, tuve una sensación de déjà vu. Aquí estamos, atrapados nuevamente en una crisis discursiva, respondiendo con premura a crímenes que no hemos cometido. Históricamente, la estrategia de defendernos de cargos infundados de antisemitismo nos ha acercado más a él. Y más aún, tal impulso eleva inadvertidamente la historia del sufrimiento judío –ciertamente estudiado, cuando no honrado– por encima de nuestro sufrimiento actual, un sufrimiento negado y disputado.
Aunque los firmantes de la carta (algunos de los cuales han criticado a la Autoridad Palestina desde antes de que yo naciera) denunciaban el “gobierno cada vez más autoritario y draconiano de la Autoridad Palestina”, y aunque señalaban las “fuerzas occidentales y pro-Israel” que apoyan el caduco mandato presidencial de Abbas, ninguna de esas cosas sirvió como catalizador de lo que puede ser el primer comunicado conjunto en condena de Mahmoud Abbas. La carta no llevaba en su titular la colaboración con el régimen sionista, ni su brutalidad contra manifestantes y prisioneros políticos, ni mucho menos el asesinato de Nizar Banat.
El catalizador aquí fueron las palabras. Simples palabras. Y siempre lo son. De nuevo, un dron es una cosa, pero una figura retórica traspasa los límites.
Irónicamente, tanto la carta como el discurso de Abbas buscaban distanciarse del antisemitismo. Hacia el final del video, Abbas quiso “aclarar” que dijo lo que dijo (que “los judíos de Europa no tenían nada que ver con el semitismo”) porque debíamos “saber a quién acusar de ser nuestro enemigo”.
Qué impulso tan agobiante. No solo vivimos bajo el miedo del desplazamiento a manos de un colonialismo que se profesa a sí mismo como judío, no solo nuestra gente es bombardeada por un ejército que marcha bajo lo que él mismo declara que es una bandera judía, y no solo los políticos israelíes enfatizan una y otra vez la judeicidad de sus operaciones: se nos ordena restarle importancia a la Estrella de David en su bandera –la Estrella de David que marcan sobre nuestra piel.
El académico palestino Khalil Sakakini tachó un fragmento de una frase que decía: “…la lucha entre árabes y judíos”, y lo reemplazó por “la lucha entre nosotros y los invasores”
Este impulso tiene décadas, si no un siglo, de existencia. En el manuscrito de un discurso que dio en El Cairo, en octubre de 1948, el académico palestino Khalil Sakakini tachó un fragmento de una frase que decía: “…la lucha entre árabes y judíos”, y lo reemplazó por “la lucha entre nosotros y los invasores”. Académicos palestinos, el Instituto de Estudios Palestinos, y el Centro de Investigación de la OLP (saqueado y bombardeado repetidamente durante los ochenta), han dedicado artículos, libros y volúmenes al estudio del antisemitismo, sus raíces europeas y sus manifestaciones –europeas o no–, así como sobre su amalgamamiento con el antisionismo.
El pueblo palestino ha aclarado profusa y consistentemente que nuestro enemigo es la ideología racista y colonialista del sionismo, no los judíos. Nuestra capacidad para establecer tal distinción es admirable e impresionante, considerando la forma burda en que el sionismo intenta hacerse sinónimo del judaísmo.
Sin embargo, esa distinción no es nuestra responsabilidad, y personalmente, no es mi prioridad. La percepción del resentimiento de cualquier palestino no cuenta con el respaldo de la Knéset para codificarlo y tranformarlo en ley. Las figuras retóricas no son drones, ni se pueden convertir teorías de la conspiración en armas nucleares. Hace mucho que no estamos en los 1900. Las cosas son diferentes, los poderes han cambiado. Las palabras no son asesinatos.
El pueblo palestino ha aclarado profusa y consistentemente que nuestro enemigo es la ideología racista y colonialista del sionismo, no los judíos
En los días que transcurrieron entre que esos dieciséis policías marcaran la cara de un hombre con la Estrella de David, y la publicación de la carta abierta, un soldado israelí mató a un joven discapacitado cerca del puesto militar de Kalkilia; otro le disparó en la cabeza a un niño en Silwan; un joven, a quien previamente le habían disparado durante una invasión israelí al campo de refugiados de Balata, murió a causa de sus heridas; en Beita, un francotirador le disparó a un joven palestino en la cabeza; un joven de diecisiete años fue asesinado a tiros en el sur de Yenín; otro joven sucumbió a sus heridas, después de una invasión a un campo de refugiados; las familias de los palestinos cuyos cuerpos están detenidos por las autoridades de la Ocupación, marcharon con los ataúdes vacíos en Nablus; un soldado mató a un hombre cerca de Hebrón; la policía ejecutó a un niño de catorce años en Sheikh Jarrah, a lo que cientos de colonos respondieron con aplausos; después, la policía lanzó gases lacrimógenos a su familia en Beit Hanina; un palestino fue asesinado después de embestir a un grupo de soldados israelíes en Beit Sira y matar a uno de ellos; al norte de Jericó, un palestino fue asesinado y un soldado resultó herido en un intercambio de disparos; un soldado disparó en la cabeza a un hombre en Tubas y lo mató –y esto es solo un fragmento de la punta del iceberg–.
De todo esto, ¿qué causó un gran debate? Nada. Hubo mucho ruido cuando Itamar Ben-Gvir dijo en televisión que las vidas judías son “más importantes que la libertad palestina”, mucho menos ruido alrededor de la marca de la Estrella de David, y, por supuesto, Mahmoud Abbas recibió la reacción más ruidosa de todas. (Esto es cierto en general, no solo en el caso de la carta abierta).
Esos tres ejemplos tienen que ver con la estética. Las declaraciones de Ben-Gvir son factuales y verdaderas: las vidas judías valen más que las nuestras bajo el mandado israelí, pero fue esa frase explícita la que produjo indignación, más que las políticas institucionalizadas que han convertido sus comentarios racistas en una realidad material. Incluso la deformación física de la cara de un palestino fue notoria por lo que la marca simbolizaba, no por la marca en sí –si los soldados hubieran hecho marcas insignificantes en su mejilla, dudo que hubiera llamado siquiera algo la atención–.
En cuanto a las muertes palestinas: son cotidianas y triviales. Si tenemos suerte, nuestros mártires son comunicados en cifras en las páginas de los reportes de cierre de año. El “revisionismo”, por otro lado, merece una condena cacofónica.
Las muertes palestinas son cotidianas y triviales. Si tenemos suerte, nuestros mártires son comunicados en cifras en las páginas de los reportes de cierre de año
Desde aquí veo las cosas. Hay un judío que vive –a la fuerza– en la otra mitad de mi hogar en Jerusalén, y lo hace por “decreto divino”. Otros residen –a la fuerza– en casas palestinas, mientras sus dueños permanecen en campos de refugiados. No es mi culpa que sean judíos. Tengo nulo interés por memorizar o pedir disculpas por figuras retóricas creadas por europeos hace siglos, o por darle a la semántica más importancia de la que merece; sobre todo cuando millones de nosotros nos enfrentamos a una opresión real, tangible, al vivir tras muros de cemento, o bajo sitio, o en el exilio; y vivimos con penas enormes, imposibles de resumir. Estoy cansado de ese impulso de distanciarme preventivamente de algo de lo que no soy culpable, y particularmente cansado del prejuicio de que soy inherentemente un intolerante. Estoy cansado de la impostada pretensión de que, en caso de que existiera esa animosidad, su existencia sería inexplicable e injustificada. Sobre todo, estoy cansado de la falsa equivalencia entre violencia semántica y violencia sistémica.
Sé que este ensayo es en sí mismo un campo minado. Que será sacado fuera de contexto y difundido, pero no seré nunca una víctima perfecta: no hay escapatoria a la acusación de antisemitismo. Es una batalla que siempre perderemos, y, sobre todo, una cortina de humo muy espesa. Y es hora de que reevaluemos esa táctica. Hay cosas mejores por hacer: tenemos ataúdes que cargar. Tenemos parientes en cámaras mortuorias israelíes que debemos enterrar.
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Este ensayo está inspirado en el destacado artículo de James Baldwin, de 1967: “Negroes Are Anti-Semitic Because They’re Anti-White.”
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Mohammed el-Kurd (@m7mdkurd) es un escritor y poeta palestino que a menudo documenta y relata la vida de los palestinos bajo la ocupación en Jerusalén Este y el resto de Cisjordania. En 2021, el-Kurd y su hermana melliza Muna fueron detenidos durante unas horas por la policía de Israel. Es editor cultural de Mondoweiss.
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Este artículo se publicó en inglés en Mondoweiss. La traducción es de Jose Castellanos.
Cuando éramos chicos en la Jerusalén ocupada, los que querían expulsarnos de nuestro vecindario eran judíos, y sus organizaciones solían tener el adjetivo “judío” en el nombre. También lo eran quienes se robaron nuestra casa, lanzaron nuestros muebles a la calle y quemaron la cuna de mi hermana cuando era una...
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