En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Un niño suele ser sensible al misterio. En vasos y tarros alineados por libreros y anaqueles, mi padre acumulaba plumillas, tiralíneas, compases, un vernier, cortadores de vidrio con punta de diamante, afilados y temibles buriles, lápices grasos a los que se sacaba punta desprendiendo una espiralita de papel. Y un prisma. Una barra de cristal, de diez o doce centímetros de largo y perfil triangular, que en condiciones de luz un tanto impredecibles arrojaba de pronto a la pared los colores del arcoíris. No en arco, no; el prisma los proyectaba en una breve franja, intensos, nítidos, perfectamente definidos. Los siete. Nombrables. Se me permitía jugar con el prisma sólo tras mendigar un permiso formal y bajo promesa solemne de tener mucho cuidado.
Todo ello para aclarar que, cuando él y mi madre nos anunciaron que saldríamos de fin de semana con los Ruiz a visitar “Los Prismas Basálticos”, la excursión –al menos para mí– iba léxicamente preñada de expectativas.
–Están en una antigua hacienda del Estado de Hidalgo; son grandes formaciones de piedra, completamente naturales, que intrigan por su regularidad –nos explicó, parco, mi padre.
Lo que pesaba en la balanza del atractivo nombre era, claramente, “prisma”. No sé cuántos años tendría yo. Amparado en referencias contextuales, calculo que unos ocho, lo cual situaría el presente del relato hacia 1978, 1979... En México, por supuesto, donde pasé mi infancia. Dotado ya entonces de una vida interior desaforada y muda, me figuraba los enigmáticos “Prismas” como ciclópeos pilares de cuarzo brotando directamente del suelo en una vasta llanura. Algo así como unas Torres de Ciudad Satélite translúcidas, resplandecientes; una viñeta en un cómic de ciencia ficción.
Pasaríamos por los Ruiz a su departamento, desde donde partiríamos en dos coches: nosotros en la Rambler; ellos en su Renault.
Bolívar Ruiz era una presencia imponente. Un coloso, moreno y de facciones toscas –de fábrica, o bien adquiridas: cuando joven había sido campeón universitario de box–. La cabellera, entre blanca y plata, la llevaba peinada hacia atrás. Suyo es el vozarrón más profundo y rasposo que me devuelve la infancia. Entre Bolívar, gran abogado, y mi padre, artista óptico-cinético, –hombres de carácter los dos– existían afinidades innegables. Hoy me pregunto de dónde les brotó la idea; qué pretendían con esa excursión en concreto... Acaso nada más entretener a sus proles –aunque prefiero creer que había algo más profundo: abonar en los hijos el gusto por la aventura, el amor al país–.
El caso es que tras un tedioso trayecto en carretera –dos autos penando por no perderse de vista– llegamos a la ciudad de Pachuca. Llenos de entusiasmo, Bolívar y mi padre nos arriaban Pachuca arriba y Pachuca abajo, que a ver la torre del reloj o una ventosa plaza o el mercado; que a degustar empanadas rellenas de papa y carne o cocoles de anís y piloncillo.
Yo, a cada tanto, me impacientaba:
–¿Y a “Los Prismas” cuándo vamos a ir?
“Los Prismas” figuraban, sí, sí, en el programa, pero hasta el día siguiente: pasaríamos la noche en un hotel campestre, cerca de allá, y saldríamos muy de mañana.
Entre Pachuca y nuestro impreciso punto de pernocta, la carretera despachaba curva tras curva tras curva. Llegamos a la hacienda de San Juan Hueyapan en plena noche, tras algún confuso rodeo puntuado de reversas y alguna vuelta en U. Llovía. Se aporreó un portón en la negrura. Durante largo rato aguardamos, expectantes, hasta que el mozo salió a abrirnos. En la vetusta recepción se negociaron dos habitaciones, una por familia.
Durante un par de siglos, Juan Hueyapan había sufrido metamorfosis sucesivas: de antigua hacienda a selecta quinta de lujos porfirianos, reencarnada luego en una especie de retiro religioso donde unas monjitas fabricaban rompope. La noche en que llegamos, el casco de la hacienda ya otra vez era hotel, un hotel deslucido y sin boatos, de una sola planta y jardines desaliñados.
De San Juan Hueyapan a “Los Prismas”, se nos previno ya de mañana, durante el desayuno, sería poco más de dos horas en carreta.
Las carretas resultaron ser carros de un eje, sobre neumáticos, con algún rudimentario sistema de suspensión, plataforma para carga, y una banca al frente para el cochero y dos pasajeros. Cada carreta iba tirada por una mula sin nombre. Nuevamente los adultos negociaron dos –una carreta por familia–, y un único cochero y guía; las riendas de los Ruiz se confiaron a Bolívar-chico. De unos 14 años, Bolívar-chico era un adolescente atrabancado, divertido y procaz, absolutamente impredecible, a quien yo, desde mis mansos 8, miraba con admiración y pavor.
Se ayudó a las señoras a subirse al pescante. Los muchachos –David, el menor de los Ruiz, prefirió venir con los Mallard– nos acomodamos encima de la recia plataforma. Arrancamos mansamente. El ancho camino de tierra –un camino sin cuneta– se confundía con el llano, un amplio valle salpicado de magueyes y de ralos arbustos. Recuerdo un cielo bajo y plomizo; en la lejana grisura, amenazas de llovizna.
–Esto va a ser eterno– se quejaron, al cabo de algunos minutos, David y mi hermano Michel.
En la otra carreta se debió pensar lo mismo: en cuanto Bolívar-chico cogió un ápice de confianza, empezó a chasquear las riendas. La mula, azuzada, partió primero al trotecillo. Y luego al trote. La carreta se apartó del camino y, con Bolívar-chico maniobrando al ras de los magueyes, la llanta se trabó con uno, pequeño, que arrancó de cuajo y lanzó en gimnásticas “ruedas de carro” sobre sus pencas espinudas. ¡Al fin el día despertaba a la aventura!
Bolívar-chico enderezó el rumbo. La carreta de los Ruiz volvió al camino.
Las conversaciones, las gracejadas, se daban a voz en cuello de un carro al otro. Bastó con que alguien –no sé si Bolívar o mi padre– evocara las cuadrigas del final de Ben-Hur para que el paseo se tornara de súbito, a golpes de fusta y sonoros “¡arre!”, en una carrera despiadada. Ancho, el camino de terracería daba cabida a ambas carretas, que avanzaban lado a lado sin darse tregua. Como en la noche había llovido, no se alzaba polvo. Nuestro cochero, nos parecía, guiaba la carreta sin suficiente ímpetu. A pesar de los tumbos, lo animábamos desde la plataforma; él, taciturno y adusto, parecía desaprobar y llevaba nuestra mula con tiento. Pronto –para mi desesperación– Bolívar-chico nos aventajaba con dos cuerpos.
El camino de terracería se estrechaba en embudo para el paso sobre un arroyo –un paso que ni a puente llegaba: no tenía pretiles–: era de tierra apisonada en talud sobre un gran caño de hierro, reliquia de la industria minera. Abajo –un metro, acaso un poco más– fluía con desgano un palmo de agua sobre un lecho sembrado de lajas.
Bolívar-chico azuzó su mula y tiró bruscamente de una rienda para cerrarnos el camino y ganarnos el paso. Su carreta subió por el talud y la llanta, mordiendo apenas el borde del herrumbroso tubo, bruscamente cayó: aún logro ver cómo la gran mole que es Bolívar-padre vuela fuera del carro, a izquierda del pescante, y desaparece. No consigo visualizar a los demás: sólo está esa carreta desbarrancada, colgando en un ángulo improbable, y la bestia tumbada de costado que pega desesperadas coces en el aire.
Intuyo que salté de nuestra carreta y corrí hasta el arroyo. Ahí la imagen recobra su cabal nitidez: veo a Bolívar abajo, tendido de espaldas, inmóvil sobre el lecho del río. Como dormido sobre unas lajas negras y pulidas. –Así que esto es la muerte– me digo. En torno a su colosal cabeza, el agua va tiñéndose de un rojo tenue que la corriente, casi de inmediato, deslíe...
Bolívar abrió de súbito ambos ojos. Me asusté. Con torpeza y tozudez –un paquidermo herido– se puso primero de rodillas y comenzó lentamente a incorporarse. Para cuando, aturdido, ensangrentado, logró ponerse en pie y sentarse en una gran piedra –con los zapatos todavía en el agua– mi madre había bajado ya el talud y estaba a su lado. Recuerdo claramente que tomó con firmeza a Bolívar del mentón, le atrapó la mirada, se dirigió a él por nombre y apellido y comenzó a hacerle preguntas. Por lo evidentes que ahí, entonces, me resultaban las respuestas, me pareció algo de lo más enigmático. Bolívar se desabotonó la empapada y lodosa guayabera, que arrojó sin vigor hacia la orilla. Acto seguido, mi madre le lavó la herida con lo que tenía a mano: el agua, cristalina y helada, del arroyo.
A unos cuantos metros, la mula se debate. El carretero y mi padre batallan, no sé si para liberar a la asustada bestia, o para alzar la carreta y sacarla del atolladero.
Ya al poco mi hermano, corto de aliento, estaba de regreso: había sido enviado al coche y vuelto a la carrera con el neceser y un par de toallas. Del neceser, mi madre extrajo una botellita de alcohol, una compresa de gasa, el frasquito de merthiolate, el kit de manicura.
–Ahí te voy, Bolívar: te va a arder...
–Dale, Eugenia; aguanto.
Bolívar frunció con fuerza los carnosos labios, entrecerró los párpados, no masculló nada.
Yo sostuve las curitas para que, con las menudas tijeras de las uñas, mi mamá cortara vendoletes con qué mantener la herida cerrada: un tremendo tajo que arrancaba en la sien y se perdía en la maraña plateada. Improvisando, mi madre se desató el gran paliacate rojo-vino con el que solía aplacarse la melena, lo dobló en diagonal, y lo ciñó fuertemente en torno a la frente de Bolívar.
–¡Aquí está Don José María Morelos y Pavón, cabrones! –vociferó éste, rotundo y sonriente con el puño en alto y una gran toalla verde sobre los hombros.
Morelos. Héroe de la Independencia, Siervo de la Nación. Inconfundible: todo retrato suyo en la épica nacional –de tres cuartos en un libro de Historia patria, de perfil en una moneda, de frente en un mural de Diego Rivera, colosal en la estatua de la isla de Pátzcuaro– lo pinta con la poderosa cabeza envuelta en una pañoleta.
Bolívar se puso en pie, probó su equilibrio, y subió el modesto terraplén hasta el camino. Luego, sólo veo a Clemencia y sus hijos apiñados, abrazándose largamente al padre, muertos de susto.
Ya para entonces, la carreta estaba una vez más en la terracería, inclinada cual balanza, con las dos varas apuntando al cielo. Suelta, sosegada, la mula pastaba con el collerón puesto. La fui a ver, cautamente. Me ignoró. No lucía mayormente lastimada.
Volví y pregunté sin malicia:
–¿Y “Los Prismas”? ¿Ya no vamos a ir?
A pesar de que Clemencia, su mujer, estaba descompuesta, Bolívar insistía en que sí, que fuéramos, que siguiéramos...
–No, Bolívar, de ninguna manera –lo pararon en seco mis padres–: hay que llevarte a un hospital, que te saquen una radiografía y te desinfecten como dios manda. Vas a necesitar varias puntadas.
–Será alta costura... –bromeó todavía Bolívar.
En mi memoria, el asunto se resuelve de manera un tanto expeditiva: nos repartimos en los coches, mi padre al volante del Renault de los Ruiz, con el Generalísimo del Ejército insurgente Don José María Morelos y Pavón de pasajero; la esposa e hijos apiñados detrás. Mi madre tomó el volante de nuestra Rambler. Decisión de Clemencia fue no volver a Pachuca –aunque estuviera más cerca–, así que nos devolvimos a la Ciudad de México. Dejamos a la familia Ruiz en la recepción de la Clínica Londres, y ahí –fin del paseo– recogimos a mi padre.
De la conversación, en el asiento delantero, entre dos adultos cuyo cansancio les hace bajar la guardia, recuerdo palabra por palabra una frase de mi madre: –Sólo cuando gritó que era Morelos pude respirar y decirme “este hombre está bien”–.
Uno rememora siempre a partir de un asidero central. El asidero, a varios decenios de distancia, me lo da aquella frase, “Sólo cuando gritó que era Morelos…”, que entonces retuve sin comprender. La tenso y la examino bajo la luz como una hebra de seda. De esa sola frase, tan improbable y tan grávida, tan misteriosa y, si sacada de contexto, tan absurda, extraigo cada reflejo del relato.
Tres lustros les tomó a los arcanos volver a conjurarse y permitirme, finalmente, llegar a San Miguel Regla y sus Prismas. La visita al país de un amigo francés, Thierry, brindó el pretexto. Esta vez nos ahorramos la carrera de cuadrigas; sin descalabros ni tribulaciones, llegamos por una ruta más directa y civilizada desde la pintoresca Huasca.
El sitio –sería a principios de los años 90– no estaba todavía plenamente acondicionado para el turismo. Recuerdo una mañana fría; casi blancos los invernales cielos hidalguenses. Como es comprensible, llego a la cita cargado de expectativas.
Me eluden los pormenores del acceso, la imagen de los alrededores. Lo que la memoria me devuelve son sensaciones corporales, que a su vez detonan y resucitan un itinerario mental...
Flanqueados de altas paredes perfectamente verticales, mi camarada Thierry y yo nos adentramos por una irreal garganta de piedra. Oscuras columnas, nítidamente cortadas, regulares. Un órgano infinito de basalto negro. No hay otros visitantes. Cada quien avanza a su ritmo, en silencio. Se ha de ir un poco a saltos, pues por el lecho amplio y plano de la cañada se desparraman, mansamente, las aguas de un arroyo. Desde ahí abajo no se divisa otra cosa que dos cortinas enfrentadas de esbeltos fustes de basalto. Misteriosos, incontables prismas de seis caras: “Los Prismas”.
Al enfriarse, la lava se contrae y fractura siguiendo un patrón hexagonal; las grietas penetran perpendicularmente el flujo basáltico generando columnas... Todo ello, claro, lo estudié a posteriori; lo que in situ percibo, con un influjo casi físico, es el llamado de los prismas: me tiran, ensimismado, cañada arriba, la pétrea regularidad retándome con su enigma…
Acaso sí. Acaso el Gran Libro de la Naturaleza, está escrito en lenguaje matemático… De ser así, los prismas basálticos nos hablan con geometría: matemática en su despliegue espacial... ¿Dónde leí aquello de las celdas de un panal como acomodo óptimo de la materia? ¿No estarán, estos pilares hexagonales, diciendo lo mismo que la fascinante estructura ciega y sabiamente construida por la colmena? Guardo para mí las esotéricas cavilaciones que, sin gran orden o concierto, me cosquillean la mente, pues divisamos de pronto, en el circo lunar donde la cañada –magnánimamente– culmina, un salto de agua.
¡Esto nos traían a ver!, me digo boquiabierto.
El barrizal impide llegar al pie de la cascada. Quedamos a diez o doce metros, apagada cualquier veleidad de ponernos a escalar. Mejor así: es lugar para depositar ofrendas u oficiar sacrificios; sitio propicio para la introspección, para el recogimiento. La poderosa presencia telúrica de Los Prismas impide (e impedirá) al turismo mancillarlos.
Externado el instintivo y limitado ¡wow!, no queda mucho que decir… Acaso nada más que “Los Prismas” alardean rareza. Un paraje de otro mundo –me digo banal y sincero como cualquier otro visitante–; un paraje imposible, ergo sagrado.
De la Naturaleza –desde nuestra instintiva, atávica y parcial perspectiva; en la escala de percepción que nuestros sentidos y sensibilidades nos permiten– esperamos la irregularidad, el accidente, la anfractuosidad, el caos... No regularidad. No geometría. Mi padre nos había señalado, al preparar la añeja y frustrada visita, que era la regularidad, la perfección de los prismas lo que sorprendía, lo que intrigaba. Parado al fin ante a las sublimes columnas de Regla, salpicado de bruma y ruido blanco, le doy plenamente la razón.
¿Cómo y por qué es esto como es? ¿Qué significa?
Durante un rato miramos el agua despeñarse, la escuchamos cantar, sentimos por oleadas su beso ligero y frío. Pasado un tiempo –¿cuánto?–, Thierry se da la media vuelta. Lo secundo y, las suelas llenas de barro, emprendemos camino cañada abajo.
¿Cómo y por qué es eso como es? ¿Qué significa?
Algún filósofo, de los de verdadero peso específico, escribió por ahí –no sin desprecio, no sin engreída verdad– que cuenta historias quien no sabe pensar. Me sé torpe para las generalizaciones y poco dado a la abstracción. (Y, por más que desde niño coleccione yo piedras, bien sé que carezco del saber geológico exigido...) Al tiempo que me extirpo el aguijón, concedo razón al eminente filósofo: sólo sirvo para contar historias. Las más de las veces –agravante mayor– las cuento desde el Yo. Entre Racionalismo y Romanticismo, ¡ni siquiera tuve que elegir!
Ya para entonces había leído en la universidad, un poco a saltos, algo del Ensayo político sobre el reino de la Nueva España en la colección “SEPAN CUANTOS...” de Editorial Porrúa, y sabía que Alexander von Humboldt, en un par de páginas de otra obra –acompañadas de un grabado de elocuente extrañeza–, había colocado determinantemente en el mapamundi los prismas de San Miguel Regla.
Hagamos extemporánea gala de erudición y pasemos a citar al célebre barón viajero:
“Los menores accidentes observados en las rocas columnadas de Europa se presentan en este grupo de basaltos de México. Una analogía de estructura tan grande permite suponer que las mismas causas actuaron en todos los climas y en épocas muy diferentes; pues los basaltos recubiertos de esquistos arcillosos y de calcárea compacta deben ser de una edad muy distinta de los que reposan sobre capas de hulla y sobre guijarros”.
Si el de Humboldt fue un espíritu neoclásico o romántico, será –supongo– tema de acalorado debate en los círculos apropiados. Aquí y ahora no sabría pronunciarme con aplomo al respecto. Su pasmosa capacidad de reconocer leyes generales me inclina a pensarlo como un racionalista, pero me conmueve sorprenderlo con la guardia baja:
“En todos los climas” –sigue el Humboldt de Vues des Cordillères, et des Monumens [sic] des Peuples Indigènes de l'Amérique– “la costra pétrea del globo presenta al viajero un mismo aspecto; en cualquier parte reconoce, y no sin cierta emoción, en la mitad de un mundo nuevo, las rocas de su país natal”. El subrayado es mío.
Aunque dulce-amarga, la vida adulta es también generosa: décadas más tarde me agasajaría con la oportunidad de ver, tocar, ¡y hasta escalar!, prismas basálticos en otras latitudes: del escenario marítimo, majestuosamente mitológico, de la Calzada del Gigante (Irlanda del Norte), a los esbeltos órganos hexagonales de piedra –negros, costrosos de líquenes del más vivo amarillo– al pie de una torre en ruinas en la meseta del Coiron (Francia). Doy romántica razón a Humboldt: enfrenté –reconocí– los prismas extranjeros no sin cierta emoción, recuperando chispazos de recuerdo cuya suma cosecha el presente relato.
“En todos los sitios, los mismos monumentos [geológicos] testimonian de la misma secuencia de revoluciones que han cambiado, progresivamente, la superficie del globo”.
La dramática Torre del Diablo al noreste de Wyoming –memorable escenario final de Encuentros en la tercera fase– es también un hato descomunal de prismas de basalto. Y tal parece que las poderosas fuerzas geológicas que generan prismas –contracción y fractura de la lava – operan también en otros mundos... Según ha recientemente podido demostrar el ORBITADOR DE RECONOCIMIENTO DE MARTE, en el inhóspito peladero que es el Planeta Rojo ¡hay prismas basálticos! –cosa que Humboldt, el más excelso cosmógrafo ilustrado, nunca sospechó. Tan novedoso dato le habría suscitado apasionantes y apasionadas reflexiones –¡acaso alguna ley geomorfológica de aplicación extraterrestre!– y le habría hecho (como a Bolívar, como a mi padre, como a mí) romántica e intensamente feliz.
Un niño suele ser sensible al misterio. En vasos y tarros alineados por libreros y anaqueles, mi padre acumulaba plumillas, tiralíneas, compases, un vernier, cortadores de vidrio con punta de diamante, afilados y temibles buriles, lápices grasos a los que se sacaba punta desprendiendo una espiralita de papel. Y...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí