En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Para todas las personas que han crecido en zonas en las que se celebra la verbena de Sant Joan, no hay otro día comparable. Es un día especial, que forja algo más importante que el carácter, pues no siempre se ve, y que va evolucionando con la edad de cada uno. Yo he vivido, así, todos los Sant Joan posibles. Los he vivido en la primera infancia, tutelado, tirando petardos y jugando con el fuego. Los he vivido, ya con libertad absoluta, muy poco tiempo después, cuando, un mes antes de esa noche empezaba la búsqueda, eléctrica y por toda la ciudad, de muebles viejos con los que hacer la hoguera. Hacer, construir la hoguera, someterla a crecimiento, orden y equilibrio, era el primer deber de un niño. Y su primera asociación. Cada barrio se jugaba su honor y su prestigio en su hoguera, en una suerte de rivalidad italiana. Una hoguera pequeña y torpe era un fracaso colectivo, inimaginable. Para evitarlo, los niños nos organizábamos para hacer acopio infatigable de materiales. Los buscábamos cada día, después del colegio, por horas. Los adultos, desde los balcones o los portales, nos llamaban a gritos para desprenderse de sus trastos viejos. Y para colaborar, con ello, en la humillación del barrio colindante. En ese mes previo a la hoguera –un mes libre y apasionado, fantástico– valía todo. De noche, burlando la vigilancia de nuestras madres, incluso nos escapábamos a robar los trastos de otra hoguera que, indefectiblemente, nos eran robados, a su vez, en la noche siguiente. El esfuerzo merecía la pena el día de la verbena, cuando los niños más mayores tenían el privilegio de encender la hoguera, y el fuego, como siempre, rozaba el cielo, más alto que ninguna otra hoguera, construyendo un edificio de llamas único e incomprensible, y el olor a fuego copaba toda la ciudad, el mundo, el espacio, se diría. Me recuerdo a mí mismo, frente a la hoguera, copado por el placer de distinguir el calor del fuego del calor del verano, comprendiendo que no había nada mejor en el mundo que esa noche. Pero me recuerdo también a mí mismo unos años después, olvidado el fuego y su preparación. En ese momento vivía la espera de Sant Joan como la espera, aún más deliciosa, aún más apremiante, de nuestras amigas. Bellas, calientes como el pan, vestidas para sobrecogernos, sustituyeron el fuego con el suyo propio. En la noche y contra el fuego, sus cuerpos eran de enjambres de abejas, que deshacían y volvían a formar sus cuerpos, con la delicadeza lenta de los prodigios. Nos recuerdo a todos –los antiguos niños y niñas que ya no lo eran– desnudos en el bosque, alrededor de una hoguera de adultos, construida en breves minutos, mientras observaba el cuerpo de ella, la que acudió a la cita a la hora y la estación señalada, y pensaba que una llama, en mi infancia, era algo más estable y comprensible que su piel. Supongo que entonces también me prometí permanecer fiel a ese momento, sin comprender que eso es imposible, pues luego llega otro, y otro, y otro. Y que la fidelidad a los momentos únicamente consiste en prolongarlos. En todo caso, he empezado a escribir todo esto para hablar de Sant Joan y de los ritos de paso, de los jalones explosivos y perplejos que conducen a la edad adulta, ese estadio sin sentido, que solo posee al sentido que podamos crear nosotros mismos por nuestros propios medios. Pero creo que eso es lo que acabo de hacer. Y lo he hecho porque, precisamente, la historia de Sant Joan que quería explicarles carece de todo rito de paso posible. Es una historia triste. Se trata de uno de los recuerdos más antiguos de los que dispongo, y de un escándalo, que asombró a toda la calle.
Una hoguera, para ser construida, precisaba de un líder. Solía ser un niño mayor. El de mi calle se llamaba Juan. Era hijo de inmigrantes, como yo. En mi recuerdo, era un adulto moreno, fuerte. Ahora comprendo que, a lo sumo, era un niño de catorce años. El líder de una calle, ese oficio desaparecido, era un cargo único. Se accedía a él sin votación, por aclamación. Era una dedicación absoluta, y una actividad continuada. Debía solucionar todas las trifulcas sin violencia, tan solo con aplomo. Poner orden y solución justa en las peleas infantiles –dramáticas, constantes–, en las trampas de los juegos, y en las faltas de fútbol. Gestionar un gran grupo, compuesto por niños y niñas de todas las edades. Y, claro, organizar la hoguera de Sant Joan. Sus expediciones, sus robos, su ingeniería. Lo único que recibía a cambio era admiración infinita, la única de la que disponen los niños. Y, claro, el privilegio de encender la hoguera, tras la cena de Sant Joan, frente a todo el mundo. Y eso es lo que no sucedió aquel año. Juan acabó de cenar, salió solo a la calle y, sin esperar a nadie, encendió la hoguera, mientras el resto de niños cenábamos. Luego, se sentó en un bordillo y prendió un cigarrillo de su primer paquete de cigarrillos, que había comprado ese mismo día. Recuerdo que la hoguera iluminó la cúpula celeste, y su luz y su olor penetraron por todas las casas de la calle. Pero, ni por esas, nuestras madres nos dejaron salir hasta que no hubiéramos ingerido todo lo que nos habían preparado. Cuando al fin logramos salir, vi a Juan, de repente el ídolo caído de la calle, sentado en el bordillo, fumando impávido, mirando el fuego como si no hubiera otra cosa en el mundo, mientras que un grupo de madres le increpaba. Incluso hubo una que le abofeteó, furiosa. Ni siquiera eso le hizo cambiar de expresión. Los niños mirábamos a Juan, y no a la hoguera. Pero Juan no nos veía ya, sino que, simplemente, observaba la hoguera por horas, solo, a solas en la multitud. Cuando uno mira el fuego parece que siempre lo mire por primera vez. Pero, la singularidad del suceso, y el dato que todos desconocíamos en ese momento, es que Juan estaba mirando el fuego por última vez. Al día siguiente empezaba a trabajar en una fábrica. Aquel Sant Joan no hubo rito de paso para él. Sino, tan solo, el final abrupto, precoz y solitario, de una infancia. La suya. Y tal vez era eso lo que miraba fijamente. Su infancia. Una hoguera descomunal ardiendo para él solo.
Para todas las personas que han crecido en zonas en las que se celebra la verbena de Sant Joan, no hay otro día comparable. Es un día especial, que forja algo más importante que el carácter, pues no siempre se ve, y que va evolucionando con la edad de cada uno. Yo he vivido, así, todos los Sant Joan posibles. Los...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí