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Hilario J. Rodríguez. En 1935, Edmund Husslerl pronunció una conferencia sobre la crisis del humanismo europeo. Para él, “europeo” era un adjetivo que iba más allá de Europa, algo que nació con la filosofía griega y que entendió el mundo como un interrogante que debía ser resuelto. Muchos científicos e intelectuales, de hecho, se enfrentaron con ese interrogante no por una razón práctica sino porque una pasión por el conocimiento se había adueñado de ellos. Pero, mientras las ciencias y las humanidades hacían una exploración técnica de cuanto nos rodeaba, los escritores decidieron explorar la vida misma, que había quedado en los márgenes de los intereses de todas las demás disciplinas. ¿Cómo definiríais ahora mismo a un escritor europeo?
Marc Casals. Yo diría que en la propia falta de definición está la definición. Europa se construyó como una categoría abierta e incluso hoy, cuando se produce una conversación o un debate sobre ella, no es seguro que los diversos interlocutores se estén refiriendo a lo mismo. De forma similar, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de escritores no originarios de Europa que viven en el continente, no sé hasta qué punto tiene sentido establecer una definición categórica. Eso sí, no asociaría la “europeidad” de un escritor a tratar ciertos temas ni a escribir de una cierta forma, porque en un continente que se precia de su diversidad también es importante respetar la literaria. Personalmente tengo debilidad por las “novelas europeas”, es decir, aquellas cuya narración suele transcurrir en diversas ciudades del continente y a veces también en diversas épocas históricas, y que indagan en el presente, el pasado y el futuro, y en la naturaleza de Europa. Pero, dejando de lado mis intereses personales, no creo ni que los escritores deban centrarse sí o sí en este tipo de obras ni que los lectores europeos deban interesarse particularmente por ellas, aunque esa falta de interés quizás sería sintomática de una falta de cohesión identitaria.
Nuestras sociedades están en un periodo bastante dogmático y el arte debe seguir actuando como contrapunto
H.J.R. El conocimiento de Europa, de su construcción y afianzamiento geopolítico, es un asunto que han abordado la historia, la filosofía y las ciencias, que sin embargo dejaron de lado al ser humano, un tema del que se encargó la novela desde el Quijote en adelante. Gracias a la novela descubrimos cómo experimentaban el amor o el odio los europeos, cada uno a su manera. Y la novela todo eso lo consiguió más allá de las ideologías, de la fe, de los constreñimientos de las fronteras e incluso de la sensatez (y en este caso me refiero a toda la novela que arranca con Gargantúa y Pantagruel, pasando por Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy o Bouvard y Pécuchet, que es una literatura que lucha contra la lógica del argumento, de la historia, del relato). ¿Podría decirse que la novela relativizó y multiplicó los relatos fundados en valores establecidos a partir de la fe o el poder? ¿Necesita Europa la ambigüedad de la novela, su relatividad sin verdades absolutas?
M.C. ¡El mundo entero necesita la ambigüedad y las relatividades! Yo entiendo que esa capacidad de la novela, y del arte en general, para explorar sin dogmatismos las complejidades de la existencia constituye buena parte de lo que los hace valiosos. Por eso a veces observo con cierta inquietud cómo los relatos cerrados y dogmáticos sobre cuestiones relacionadas, por ejemplo, con la forma en que uno debe comportarse están cada vez más extendidos e incluso se filtran en la narrativa tanto de ficción como de no ficción. También me preocupa cómo se valoran obras por expresar una “cosmovisión” correcta y cómo otras pasan desapercibidas por no tenerla o por incluir personajes cuyos valores éticos no coinciden con los que se le presuponen al lector. Pienso que es importante que la narrativa mantenga ese elemento de exploración moral, además de la exploración formal y estética. Tengo la impresión de que nuestras sociedades están en un periodo bastante dogmático y de que tanto la literatura como el arte en general deben seguir actuando como contrapuntos, dentro de su rango de difusión que –como casi todos sabemos– es limitado.
H.J.R. Gueorgui Gospodinov dice que la actual guerra entre Rusia y Ucrania se debe a la amnesia que sufrimos con respecto a las dos guerras mundiales que golpearon el siglo XX, que estamos comenzando a olvidarlas. Para él, que en 2023 haya una guerra en Europa es un retroceso brutal y repentino al pasado, es un acto de barbarie. Significa que no hemos cumplido nuestro trabajo con la memoria. ¿Qué te parece esa afirmación?
Hay gente que ve las guerras de los noventa como una mera prolongación de aquel conflicto entre 1939 y 1945
M.C. Me sorprende que un autor balcánico diga esto porque precisamente en los Balcanes ese pasado está bien presente. Yo llevo dieciséis años viviendo en países que antes formaban parte de Yugoslavia y en todo ese tiempo he notado que la presencia que tiene la memoria de la Segunda Guerra Mundial en esta parte de Europa es abrumadora: incluso hay gente que ve las guerras de los noventa como una mera prolongación de aquel conflicto entre 1939 y 1945. Tampoco parece que en España se haya olvidado la Guerra Civil, sino que continúa siendo un elemento de discordia y hay una pugna encarnizada entre relatos y formas de recordarla. Parte de la hegemonía de Vladímir Putin en Rusia se debe a su resignificación de la experiencia soviética en la Segunda Guerra Mundial y al colaboracionismo ucraniano de Stepán Bandera y sus seguidores, que está siendo debatido en todo el mundo desde el Maidán en 2014. Y, si consideramos la implantación del comunismo al oeste de la ex Unión Soviética como una consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, no diría que sea precisamente un tema olvidado en estos países, incluida Bulgaria. Entiendo que Gospodinov se refiere a la mayor parte de Europa Occidental, para la que la posibilidad de una guerra resultaba muy lejana, aunque el discurso del establishment político está virando a una velocidad enorme ante la posibilidad de una derrota ucraniana frente a Rusia y la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses. Por otra parte, creo que sí se ha producido un olvido en la memoria colectiva, olvido que ya se hizo patente en la guerra de Bosnia en los noventa, cuando se volvieron a abrir campos de concentración y se produjo un nuevo genocidio en suelo europeo, medio siglo después del Holocausto. Dado que es un tema que me toca de cerca, porque viví diez años en Sarajevo, desde que me sumergí en la realidad bosnia comprendí que las grandes proclamas al estilo ‘Never again’ (nunca más) son de consumo propio para los políticos, los diplomáticos y algún incauto. Eso sí, nunca hubiese pensado que vería casi en directo algo como lo que está ocurriendo en Gaza sin que hubiese una reacción mínimamente clara de los países europeos. La Unión Europea (y Estados Unidos) siempre se habían presentado como potencias no solo económicas, sino también morales. Creo que ahora mismo eso está en quiebra.
H.J.R. George Steiner decía que los viejos cafés europeos, en Viena, en Venecia, en Berlín o en París, continuaban actuando como emblemas y símbolos, como espacios claramente relacionados con un modelo de vivir... amenazado por las cadenas de hamburgueserías. Por supuesto, la época en que florecieron no fue necesariamente mejor que la nuestra, pero en aquel entonces al menos existía la esperanza de otro futuro. A nosotros nos ha tocado administrar un vacío sin perspectivas. Pese a todo, yo me niego a dejarme arrastrar por el nihilismo pesimista. Como Antonio Gramsci, creo en el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
Gaza está suponiendo una debacle ética de los Estados y las instituciones comunitarias
M.C. Creo que esa falta de perspectivas a la que aludes es clave. Yo tengo la impresión de que, en todos los ámbitos, desde 2008 la situación en Europa es cada vez peor. La seguridad económica para mucha gente desapareció a partir de esa crisis y desde entonces las diferencias sociales no han hecho más que agrandarse. Vivimos una pandemia, ahora hay una guerra en Europa que amenaza incluso con llamar a las puertas de su acomodada mitad occidental y Gaza está suponiendo una debacle ética de los Estados y las instituciones comunitarias. Aunque parezca frívolo en comparación con lo que acabo de enumerar, en el ámbito llamémosle “micro” las cosas también han empeorado: cada vez cuesta más sostenerse económicamente, hacer algo distinto a trabajar, seguir viviendo en nuestros barrios y ciudades... Si uno mira en torno suyo y se para a pensar, se observa un retroceso en casi todos los ámbitos de la vida. No creo en el optimismo ciego y no veo muchos atisbos de esperanza en el horizonte, pero lo digno y humano es resistir y plantearse qué se puede hacer para invertir esta tendencia avasalladora.
H.J.R. En Los libros de Jacob, Olga Tokarczuk cuenta la historia real de un judío que se convirtió al Islam y se erigió en Mesías en Polonia. Cuenta su historia con múltiples voces, para hacer un alegato político sobre las formas posibles de narrar la construcción de Europa. Como ella misma dice, “Henryk Sienkiewicz, otro Nobel polaco, entendía la historia de forma patriarcal, feudalista y nacionalista. Yo, con Los libros de Jacob, quise escribir y ofrecer una visión del otro lado, quise decir ‘no’ a esa forma de contar la historia de Polonia” y, por extensión, la historia de Europa. Ella cree que es preciso implantar nuevas narrativas para contarnos la historia otra vez, pero con diferentes ideas. “No creo que la revelación de una nueva Europa venga desde la religión, llegará de los movimientos sociales. Las grandes esperanzas vienen con el pensamiento animista, pensando en el mundo que está vivo. Tenemos que forjar una nueva posición para establecer nuestra posición dentro de la naturaleza, surgirán nuevas ideas más allá de las ideologías”. ¿Son la mediación del presente con el pasado y entre culturas distintas trabajos de la literatura y el arte en general?
M.C. Yo creo que el arte no debe tener tareas obligatorias salvo las que se plantee el propio artista, así que solo las considero “propias” del arte en ese caso. Por ejemplo, el citado Gueorgui Gospodinov, por cierto muy admirado por Tokarczuk, lleva tiempo tratando de una forma muy original e innovadora la cuestión del pasado y cómo lo recordamos, a través de todo un arsenal de recursos a los que, para abreviar, llamaremos “posmodernos”, recursos que él maneja con auténtico virtuosismo. Gospodinov, cuya obra conozco bien porque la he traducido al catalán, tiene una obsesión por el pasado y la memoria: de hecho, uno de los primeros libros que leí en búlgaro fue una compilación de testimonios del socialismo recopilados por él... ¡en el año 2006! Así pues, imagino que, en su caso, esta mediación entre pasado y presente siempre estará de algún modo en su obra. Respecto a la mediación entre culturas, la autora croata Dubravka Ugrešić, que además de una excelente novelista era una lúcida crítica cultural, ya constató en su libro de ensayos No hay nadie en casa el surgimiento de una “zona gris” literaria donde habitan los escritores “desterritorializados” como ella: aquellos que escriben en su lengua materna rodeados por el idioma del país al que han ido a parar y aquellos que escriben en la lengua de dicho país anfitrión. Como para Gospodinov el pasado, para estos autores de identidad híbrida la mediación (conflictiva) entre culturas constituye un tema fundamental, pero no como labor, sino de manera espontánea. Eso sí, para evitar que, de ellos, solo alcancen el éxito y el prestigio aquellos que han cambiado a la lengua del país de acogida, normalmente mayor y más dominante, sería necesario que aumentase tanto el número de traducciones de lenguas pequeñas como el interés por ellas del público lector.
H.J.R. Europa, más allá de la Unión Europea, es un territorio vasto, diverso e inestable, en muchos casos sin objetivos individuales o colectivos que sean fáciles de determinar. Las fronteras entre Armenia, Nagorno Karabaj y Azerbaiyán son inestables y allí la posibilidad de una guerra es continua e imprevisible; tampoco las fronteras que dividen a Georgia, Abjasia y Osetia del Sur son tranquilizadoras. Más cerca de nosotros, territorios como Transnistria y Kaliningrado son enormes arsenales y están controlados por Rusia y, por lo tanto, desestabilizan la vida en Moldavia, los países bálticos y Polonia, además de otras muchas naciones de la zona, como Dinamarca, Alemania, República Checa, Suecia o Finlandia. Y eso sin haber entrado en los Balcanes, donde Serbia y los serbios (que no son la misma cosa aunque lo parezcan) siguen actuando de manera tajante y provocadora en Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Croacia y Montenegro. ¿Podrías darme un canon razonado (con un comentario de dos o tres líneas para cada título) de los diez libros que en tu opinión mejor construirían una idea de Europa?
M.C. Soy una persona con poco ánimo prescriptor, así que, más que un canon, si te parece te daré una lista de diez libros que, más allá de su mayor o menor calidad, han influido en mi visión de Europa. Está sesgada hacia Europa Oriental porque es donde he pasado la mayor parte de mi vida adulta, pero también porque normalmente el sesgo de este tipo de listas es el contrario y quizás sea útil compensar un poco.
1º La divina comedia, de Dante Alighieri. Es una elección obvia pero inevitable: el afán totalizador de Dante abarca no solo el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, sino también la historia de Europa hasta su tiempo.
2º Ensayos, de Michel de Montaigne. En esta obra se produce una recuperación del legado de la filosofía grecorromana, adaptada a una subjetividad que ya es moderna. Pueden considerarse un puente entre la Antigüedad y la Europa que se estaba fraguando a finales del siglo XVI.
3º La marcha Radetzky, de Joseph Roth. Muchos de los atributos que nos vienen a la mente al pensar en Europa, como la diversidad de naciones, culturas y lenguas, son propiedades esenciales del Imperio austrohúngaro, y nadie ha escrito sobre él como Joseph Roth.
4º y 5º Mi Lvov, de Józef Wittlin & Dos ciudades, de Adam Zagajewski. La historia de la ciudad de Lviv/Lwów/Lemberg/Lvov, evocada en estos dos libros, resume las numerosas fronteras que se han establecido en Europa, con consecuencias dramáticas para los habitantes de los territorios afectados.
6º Trieste, de Daša Drndić. Junto a las dos guerras mundiales, el Holocausto es la experiencia europea fundamental del siglo XX. Aquí está narrado de manera escalofriante por una autora de la periferia de Europa que se atreve a invertir las jerarquías y escribir sobre el “centro”.
7º El fin del “Homo sovieticus”, de Svetlana Aleksiévich. Hablar de Europa y, sobre todo, de lo que antes se llamaba Europa del Este, significa hablar también de Rusia, y más en los tiempos que corren. Un fresco impresionante del comunismo, que tanto marcó el siglo XX europeo.
8º Tres cantos fúnebres para Kosovo, de Ismaíl Kadaré. Este autor tiene obras muy superiores, pero en esta indaga en las raíces de la vuelta de la guerra a Europa medio siglo después de la Segunda Guerra Mundial, así como en la relación entre los Balcanes con Europa Occidental, aún sin resolver.
9º El museo de la rendición incondicional, de Dubravka Ugrešić. Una escritora croata que huye de su país y del nacionalismo, y que en el exilio recoge los fragmentos de su historia y su identidad. La escisión de tantos autores de diversas proveniencias que han emigrado o sido desplazados, en este caso en una novela ambientada en Berlín, la ciudad rota por excelencia de la Europa del siglo XX.
10º Las tempestálidas, de Gueorgui Gospodínov. Además de una exploración de cómo recordamos el pasado, una denuncia entre satírica y distópica de las grietas entre países que, en caso de ensancharse, pueden dar al traste con el proyecto europeo e incluso con la paz en el continente.
Hilario J. Rodríguez. En 1935, Edmund Husslerl pronunció una conferencia sobre la crisis del humanismo europeo. Para él, “europeo” era un...
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