LITERATURA
Visiones de Mario Levrero
Revista de novedades editoriales sobre el autor de ‘El discurso vacío’
Rubén A. Arribas 21/07/2024
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El 30 de agosto se cumplirán veinte años de la muerte de Mario Levrero. Coincidiendo con ese aniversario, la editorial Random House acaba de publicar en España Cartas a la princesa, un epistolario que reúne unas sesenta misivas intercambiadas por Alicia Hoppe y el escritor uruguayo entre 1987 y 1989, cuando recién comenzaban su romance. Como muestran El discurso vacío o La novela luminosa, Hoppe fue una persona fundamental en la vida de Levrero, primero como pareja –hasta 1998–, después como amiga y, en general, como médica y psiquiatra. De hecho, ella es la actual albacea de la obra de Levrero.
Esta correspondencia –disponible desde el otoño pasado en Uruguay y Argentina– se suma a otros libros publicados a la muerte de Mario Levrero (1944-2004) que dan cuenta de su manera de entender la literatura, sus procesos creativos o su personalidad. A la espera de que llegue Cartas a la princesa a las librerías españolas, selecciono y comento seis libros útiles para acercarse al autor de La ciudad, La máquina de pensar en Gladys o Espacios libres.
Eso sí, antes un par de sugerencias cinematográficas para conocer mejor a Alicia Hoppe: Las flores de mi familia (2012) y El retrato de mi padre (2022), dos documentales dirigidos por su hijo Juan Ignacio Fernández Hoppe (también presente en El discurso vacío). En ambos, Alicia Hoppe habla de su compleja vida familiar; en el primero, aborda los tensos lazos afectivos con su madre; en el segundo, dialoga con su hijo sobre Juan José Fernández Salaverría, su marido y a la sazón padre de Juan Ignacio. Fernández Salaverría fue encontrado muerto en febrero de 1990 en la playa de Salinas (Uruguay) con psicofármacos entre sus cosas; treinta años después, su hijo, que tenía entonces 8 años, busca dirimir si se ahogó o se suicidó.
Aunque en la película no se habla de ello, Fernández Salaverría fue muy amigo de Levrero. Sin ir más lejos, fue él quien le presentó al padre Cándido, pieza importante en los devaneos de Levrero con el catolicismo a mediados de los 70 (véase La novela luminosa). Y, claro, también fue él quien le presentó a Alicia, su esposa, a quien Levrero conoció como médica antes de enamorarse de ella... Y Fernández Salaverría es también quien figura en la dedicatoria del cuento Todo el tiempo (1982). En fin, un lío familiar a la rioplatense que tiene poco que envidiar a los de Armonía Somers o Luis Gusmán. Vayamos con los libros.
Dos libros con la familia Gandolfo de por medio
Allá por 2015, la editorial argentina Iván Rosado publicó Mario Levrero – Francisco Gandolfo. Correspondencia, un volumen de unas 200 páginas cuya edición estuvo a cargo de Osvaldo Aguirre. En total, hay unas treinta cartas espaciadas entre 1970 y 1986, escritas todas después de que Levrero se hospedara unos meses con la familia Gandolfo en su casa de Rosario (Argentina) en 1969. Allí estaba además la imprenta de el lagrimal trifurca, una influyente revista underground que publicaban Francisco y su hijo Elvio.
Elvio se llevó un ejemplar de Gelatina y escribió sobre ella elogiosamente en el lagrimal trifurca
Antes de eso, en 1968, el joven Elvio Gandolfo –hoy afamado cuentista y traductor– había estado en Montevideo visitando a un amigo que dirigía Los huevos del plata, una revista donde colaboraba Levrero. Aunque en ese viaje no se conocieron personalmente, Elvio se llevó un ejemplar de Gelatina –la primera obra de Levrero– y escribió sobre ella elogiosamente en el lagrimal trifurca. Esa fue la primera reseña de la que se tiene constancia, amén del inicio de una sólida amistad entre el escritor uruguayo y la familia argentina.
La correspondencia con Francisco Gandolfo nos muestra a un Levrero antisolemne por naturaleza y con mucho sentido del humor, buen argumentador y siempre presto a entrar en materia literaria o espiritual. Así, ante un interlocutor casi veinte años mayor que él y con una formación cultural y orientación política diferentes a la suya, aflora un Levrero muy genuino. Es el tipo que desconfía tanto de las revoluciones sociales como de las dictaduras militares, que confiesa su “frustrada vocación sacerdotal-psicológica” o que pasa del acercamiento al catolicismo a incursionar en la parapsicología. En paralelo, aborda con claridad y generosidad sus chismes amorosos a la par que ejerce de lector crítico ante los poemas de Gandolfo padre.
Asimismo, entre carta y carta, deja entrever sus preocupaciones literarias. Quizá el fragmento más significativo sea este de 1986, escrito desde Buenos Aires, donde había migrado el año anterior por razones económicas: “[...] escribir desde un impulso narrativo, si se quiere confesional, si se quiere autobiográfico, donde sueño y realidad, donde materia y espíritu, estén íntimamente entrelazados, donde haya carne, donde los minutos pasen ordenadamente uno tras otro, donde el lector pueda aburrirse, pero no distraerse con sus propias evocaciones”. Ahí está anunciado el punto de inflexión que se venía en su escritura.
Dos años antes de que saliese este volumen de cartas, Elvio Gandolfo había publicado Un silencio menos (Mansalva, Buenos Aires, 2013), donde recopilaba más de una veintena de entrevistas concedidas por Levrero entre 1977 y 2004, algunas de ellas difícilmente encontrables. Son algo más de 200 páginas que rompen con el mito de que apenas concedía entrevistas o de que su voz no quedaba registrada en los dispositivos de grabación. Es más: el libro no solo confirma que fue un excelente conversador, sino que quisieron entrevistarlo escritores como Rafael Courtoisie, Eduardo Berti, Carlos María Domínguez, Helena Corbellini o el propio Elvio Gandolfo.
Gandolfo, discípulo confeso y gran promotor de la obra de su amigo, subraya en el prólogo “el carácter de pulmón” que Levrero tuvo para varias generaciones, en especial las montevideanas. Gracias a él, recuerda, “palabras como espíritu, realidad, hipnosis, creatividad, inspiración, subconsciente creativo, etc.” desplazaron a otras relacionadas con “el sostenido imperio de la lógica, la sociología, la historia o el buen gusto”. Planteado así, podría decirse que Levrero alteró el campo semántico de la literatura uruguaya hasta el punto de habilitar un pliegue espacio-temporal por el que muchos se fugaron de un país que percibían como viejo, sin futuro para la juventud y dominado por la mediocridad cultural.
Dos aproximaciones académicas
La primera biografía –o al menos intento serio de serlo– data de 2013 y la publicó la editorial montevideana Trilce, pero la escribió un español, Jesús Montoya Juárez, doctor en Literatura Hispanoamericana y profesor en la Universidad de Murcia. En realidad, la biografía es solo el primer capítulo –unas 68 páginas, la mitad del libro– de un trabajo más amplio recogido bajo el título Mario Levrero para armar. Jorge Varlotta y el libertinaje imaginativo. Además de consultar el archivo de Levrero –cuyos fondos estaban todavía clasificándose–, Montoya entrevistó a más de una veintena de personas cercanas al autor.
La biografía es solo el primer capítulo –unas 68 páginas, la mitad del libro– de un trabajo más amplio
El resultado fue un texto que aporta gran cantidad de detalles sobre la relación con los padres, las mujeres, la paternidad, los géneros que cultivó o parte de su mitología. En especial, al lector de La novela luminosa, le llamará la atención conocer los nombres y apellidos de algunas de las mujeres que allí figuran como personajes, así como la relación que tuvieron en la vida real. Ni siquiera falta algo de morbo, como cuando la última pareja habla de las conexiones telepáticas y afirma haber practicado viajes astrales con él.
En términos literarios, destacan un par de anécdotas de cuando Levrero vivió en Buenos Aires. La primera es la escena de Fogwill acercándose a saludarlo y presentándole sus respetos como maestro. La segunda, el interés con que Levrero leyó a Daniel Guebel, Alberto Laiseca y, particularmente, César Aira, cuya novela La luz argentina (1983) elogió con generosidad. A su vez, Montoya señala a Elvio Gandolfo y Felipe Polleri como los dos grandes discípulos, pero sin olvidar que otros escritores hoy conocidos, como Pablo Casacuberta, Fernanda Trías o Inés Bortagaray, también dieron sus primeros pasos con él.
La otra mitad del libro es un trabajo escrito en lenguaje académico (ese que Levrero decía que se utilizaba para detener el contagio de la peligrosa literatura, pero que, paradójicamente, tanto ha contribuido a canonizarlo en la última década). En esa segunda parte, Montoya pone el foco en tres recursos retóricos que, a su juicio, caracterizan la prosa levreriana: la écfrasis, la metaficción y las imágenes fractales.
Otra aproximación académica notable es La máquina de pensar en Mario Levrero (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2013), donde el crítico argentino Ezequiel de Rosso compila la bibliografía crítica producida hasta la fecha. Entre otras muchas piezas valiosas, el volumen incluye la famosa reseña que Elvio Gandolfo publicó en 1969 sobre Gelatina o un agudo análisis de la investigadora Luciana Martínez sobre la relación de Levrero con la ciencia. Por último, una curiosidad: la cubierta reproduce un crucigrama, cuyas definiciones horizontales y verticales están en las solapas del libro. El crucigrama está firmado por Alvar Tot, anagrama del primer apellido de Jorge Mario Varlotta Levrero, y seudónimo habitual de este cuando publicaba juegos de ingenio.
Unas conversaciones y un extenso perfil
De todos los libros aquí mencionados, quizá el más conocido y sencillo de conseguir en España sea Conversaciones con Mario Levrero, del escritor y periodista Pablo Silva Olazábal, publicado en 2017 por la editorial valenciana Contrabando. Antes tuvo ediciones uruguaya, argentina y chilena. Este libro nació de un largo e intenso intercambio vía correo electrónico entre 2000 y 2004, del cual Silva Olazábal seleccionó un tercio de las más de trescientas páginas que reunió en su asedio al maestro (él fue alumno del primer taller virtual de Levrero).
A lo largo de una decena de capítulos, Levrero habla de todo: desde la importancia de lo onírico o lo inconsciente en su literatura hasta su opinión sobre Onetti o su gusto perverso por Julio Iglesias. Asimismo, fiel a su vocación de aportar claves de lectura y expandir la obra levreriana, Silva Olazábal incluyó una variada ristra de anexos. Entre otros, destacan un par de poemas, las dos últimas entrevistas concedidas por Levrero o la excelente crónica de Álvaro Matus.
En una dirección más personal, pero igualmente expansiva, navega Un hombre entre paréntesis (2019), el extenso perfil que publicó Mauro Libertella en la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile. Según este escritor argentino, su enorme interés por Levrero tiene que ver, por un lado, con que Bolaño y él son los dos grandes autores latinoamericanos que marcan el paso del siglo XX al siglo XXI, si bien ambos lo hacen de manera casi antagónica. Por otro lado, Libertella sostiene que su generación –él nació en 1983– se siente apelada, sobre todo, por Levrero, a quien muchos toman como un referente.
El perfil de Libertella propone un acercamiento más en sintonía con el periodismo cultural que con lo académico
Quizá el listado de obsesiones que refiere Libertella en este artículo, donde explica cómo escribió su libro, ayude a entender algo de esa contemporaneidad: “Las mujeres, las manías, las novelas policiales, Montevideo / Colonia / Piriápolis / Buenos Aires, la computadora, la parapsicología, la relación con el mundo editorial, los hijos, la fotografía, la operación de vesícula, el dinero (o la falta de dinero), los talleres, la Beca Guggenheim”. En ese sentido, el perfil de Libertella propone un acercamiento más en sintonía con el periodismo cultural que con lo académico, como se puede comprobar en este artículo publicado por la revista de la UNAM.
Un Levrero poco luminoso
Los libros anteriores tienen algo en común: son de no ficción y, en general, dan una visión entusiasta de Levrero. Quizá por eso destaca más si cabe Visiones para Emma (HUM, Montevideo, 2020), de Daniel Mella, una novela que oscila entre la autobiografía y la autoficción, y que aporta una imagen más oscura. Mella y Levrero se conocieron en mayo de 1997, cuando el primero tenía 57 años y el segundo, 21. Uno había publicado hacía poco El discurso vacío; el otro, Pogo, su debut literario y un fenómeno comercial dentro del pequeño mercado editorial uruguayo. Ambos se reunieron en la casa que Levrero compartía con Alicia Hoppe para conversar del borrador de Derretimiento, la segunda novela del joven Mella. Un amigo común, Ricardo Henry, se la había acercado a Levrero.
Si bien Visiones para Emma no gira en torno a Levrero, su presencia abarca casi un tercio de las 160 páginas y es una pieza fundamental. De hecho, se cuenta tanto y con tanta intensidad que resulta imposible sintetizarlo en unas líneas (si algún día se publica la novela en España, ya habrá tiempo de hacerlo). En resumidas cuentas, lo que ocurrió fue que el encuentro entre el escritor veterano y el novel salió fatal. Horrible.
Según Mella, el deterioro físico de su admirado Levrero le produjo un rechazo visceral y eso lo descolocó por completo (no escatima detalles al respecto: piel verdosa, reseca y plagada de verrugas alrededor de los ojos, llagas rosas en el cráneo, etc.). De acuerdo con su relato, no pudo soportar la dejadez y abandono de sí mismo que transmitía el hombre que tenía enfrente. Cómo sería la cosa que Mella, sumido entonces también en su propio proceso de autodestrucción, escribe: “El primer hombre roto que conocí en mi vida”.
Mella no le niega el magnetismo personal o la calidad literaria al maestro
A partir de ese desencuentro inicial, la novela profundiza en el conflicto de Mella con la figura de Levrero, en especial por la querencia de este a ejercer como centro de gravedad literario y emocional de quienes asistían a sus talleres. También por su tendencia a dar consejos de vida cuando era “alguien más interesado en contemplar sus propios nudos que en desatarlos”. Mella no le niega el magnetismo personal o la calidad literaria al maestro; al contrario, reconoce que son tan grandes que prefiere poner distancia, ir por libre. Al fin y al cabo, él había abandonado la Iglesia mormona hacía poco, por lo que debió ver en Levrero la reencarnación de José Smith, y se rebeló contra él.
Al igual que los libros mencionados anteriormente, Visiones para Emma no intenta, como se diría en Uruguay, cantar la justa. Es tan solo una pieza más del amplio y complejo puzle del que forman parte las cartas con Francisco Gandolfo, las entrevistas compiladas por Elvio Gandolfo, la biografía de Jesús Montoya, la recopilación de artículos críticos de Ezequiel de Rosso, las conversaciones con Pablo Silva o el perfil de Mauro Libertella. Documentos todos que, junto con la inminente publicación de la correspondencia con Alicia Hoppe o El pacto espiritual de Mario Levrero, de Helena Corbellini –cuya existencia recién descubrí–, nos transmiten la ilusión de comprender cada vez mejor ese raro fractal que fue Mario Levrero. Pero, acaso, sea solo eso: una ilusión.
El 30 de agosto se cumplirán veinte años de la muerte de Mario Levrero. Coincidiendo con ese aniversario, la editorial Random House acaba de publicar en España
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