puntos de vista
Una literatura a la ofensiva
Dos visiones de la crítica: Constantino Bértolo y Alejandro Zambra
Rubén A. Arribas 22/05/2024
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Uno
Cuando pienso en Alejandro Zambra, suelo acordarme de No leer, el volumen que recopila sus ensayos y crónicas publicados entre 2003 y 2018. El sentido del humor, el tono antisolemne o la agudeza de algunas de sus reflexiones me hacen volver cada tanto a un libro que viene acumulando ediciones y transformaciones desde que salió en 2012 (primero en Alpha Decay, luego en Anagrama). En particular, me gusta que Zambra recuerde con regocijo el momento en que abandonó la crítica literaria, algo que le ayudó a quitarse de encima la obligación de leer deprisa lo que gustaba y con fastidio lo que no le interesaba. “Cuando dejé la crítica literaria semanal, sentí muchas veces el placer de no leer algunos libros”, escribe en el prólogo. Después aclarará que, entre otros, son los de Jorge Edwards, Carla Guelfenbein o Juan Manuel de Prada.
Más allá de en este u otro nombre, Zambra pone el acento en que leer contagiado por el ritmo editorial y periodístico suele devenir en paradigma de la antilectura y la antiescritura. Además, una crítica literaria rigurosa, subraya, exige revisar las obras anteriores del autor o autora en cuestión, así como leer “dos veces novelas que en un mundo perfecto hubiera abandonado en el primer párrafo”. En fin, un trabajo arduo y desgastante para quien prefiere leer y escribir sobre aquello que le interesa.
Tanto es así que Zambra afirma echar de menos los días en que trabajaba como telefonista nocturno. “Ahora que lo pienso, nunca he vuelto a tener un trabajo tan compatible con la lectura libre, intocada por los deberes de escribir una reseña o preparar una clase”, anota en El Festival de la Novela Larga, donde reivindica la lectura o relectura de Ulises, La montaña mágica o Manuscrito encontrado en una botella con la llegada de “la primera gripe del año”. Como buen andinista literario, Zambra reclama la necesidad de aislarse de las imposiciones mediáticas y darse el capricho de hollar cada tanto alguna elevada cima clásica.
De hecho, en ese mismo artículo cuenta que su primera lectura de 2666 fue “una verdadera maratón” que lo obligó a suspender clases y actos sociales, “pues debía leer rápido para cumplir con la tiranía periodística de adelantarse a la competencia”. Aunque afirma que le gustó leer la novela así y que no le disgusta la reseña que escribió, reconoce que le gustó más la relectura que hizo “sin un motivo preciso ni mayores obligaciones”. Al fin y al cabo, la lectura por placer fue el principio de su vocación literaria.
De ahí que, a propósito del típico artículo para recomendar libros para las vacaciones, critique que las editoriales apelen a ese tiempo para ponerse al día con las lecturas postergadas. “¿Y por qué, respecto de qué habría que ponerse al día? Es raro este concepto, pues supone una esclavizante fidelidad a las modas”, escribe Zambra. Bien pensado, resulta incluso algo escolar esa insistencia mediática en qué leer y en qué momento hacerlo. Por eso, frente al catecismo de la moda y la novedad, conviene oponer la lectura libre, la libertad de leer a nuestro aire.
En la literatura, como en la tecnología, rige el principio de la obsolescencia programada
Dos
En La crítica como combate (UDP, Santiago de Chile, 2024), Constantino Bértolo afirma que el campo literario ha dejado de estar estructurado por la crítica para estarlo por la publicidad. Según este crítico marxista, eso se debe a que vivimos en el siglo de oro de la burguesía, pues la ley del mercado rige implacablemente en casi cualquier esfera de la vida. De hecho, la lógica de maximizar el beneficio económico sin importar el daño causado al entorno o a las personas ha calado tan hondo que ha modificado profundamente la calidad de los vínculos personales que establecemos o el tipo de subjetividades que construimos. Hoy somos mercancías antes que personas y valemos lo que dice nuestra cuenta bancaria. La vida, como escribió este crítico y editor gallego en otro libro, es del color del sueldo con que se mira.
A tenor de esas circunstancias, Bértolo sostiene que en el sintagma industria cultural pesa infinitamente más lo sustantivo –el capital– que lo adjetivo (por mucho que llore y patalee el Humanismo letraherido). En consecuencia, en el mercado editorial, lo novedoso ha desplazado a lo nuevo de tal modo que “la literatura del año pasado ya no es literatura, ya no forma parte del sistema literario”.
Así, quienes estén leyendo hoy algo publicado en 2022 o 2023 deben saber que sus lecturas son viejas, caducas, desactualizadas (en especial si los libros fueron publicados en España, pues si lo fueron hace veinte años en Rumanía, Argentina o Estados Unidos, pero acaban de salir o de reeditarse aquí en 2024, entonces pueden considerarse producto fresco, producto actual). En la literatura, como en la tecnología, rige el principio de la obsolescencia programada, y todo es marketing, descatalogación y veloz rotación de novedades. El excedente es el mensaje.
¿Qué más puede hacer la crítica en este “mar de mercancías que se traga todo” en que se ha transformado la literatura?
¿Cómo ejercer la crítica literaria en una situación tan desfavorable? Pues malamente, en especial porque, como explica Bértolo, quienes ejercen el oficio suelen hacerlo lastrados por la precariedad económica, desprovistos de la caja de resonancia adecuada y limitados por los intereses de los medios que les pagan. Además, y como demuestra el escaso vuelo ideológico, argumentativo y retórico de la política española, interesa poco lo intelectual como herramienta para pensarnos como sociedad o como individuos. Y, por si faltaba algo, siempre aparece quien lo resuelve todo con el tópico del crítico como escritor frustrado, una apreciación que nada dice, en palabras de Bértolo, “en el contexto de una sociedad que ha hecho de la frustración su motor”. Una sociedad, agrego yo, que ni siquiera echa en falta tener un programa de libros como el francés La Grande Librairie.
A la vista de esos elementos, quizá se entienda mejor por qué Bértolo señala que “solo una crítica que no esté al servicio del mercado, ni obligada por la dictadura de la novedad, podrá recuperar crédito y sentido”. No aclara, eso sí, quién la financiaría; con todo, y a falta de que los jugadores de fútbol dejen de invertir en restaurantes y comiencen a hacerlo en crítica literaria, conviene rescatar el espíritu de la frase: mejor situarse en la orilla del incesante y abrumador oleaje publicitario que da forma a la actualidad que sumergirse en él. Desde terreno seco se discierne mejor con quién merece la pena practicar ese diálogo por libro interpuesto que es toda buena lectura.
¿Qué más puede hacer la crítica en este “mar de mercancías que se traga todo” en que se ha transformado la literatura? Por un lado, puede actuar, señala Bértolo, como el hacker que identifica al enemigo, facilita el acceso a su disco duro y recuerda que hay que organizarse para combatirlo. Dicho de otro modo: el crítico como epígono del herético Julian Assange, y el civismo como alto valor literario.
Por otro lado, la crítica debe evitar ser cómplice de la publicidad y de la agenda económica editorial. Si se limita a ser “compañera de viaje del mercado” y hace suya la poética del marketing, acelerará aún más la llegada de un escenario donde las empresas con más dinero y recursos serán quienes decidan qué voces escuchar. No habrá ya ni labor cívica de la crítica en favor del interés público ni edición independiente que valga. Y palabras como cultura o literatura cambiarán de acepción: en vez de nombrar herramientas que sirven para construir colectivamente el futuro, serán un producto más dentro de la “masificación despersonalizadora del consumo” que persigue el capital empresarial. El futuro no será nuestro: seguirá siendo del mercado.
Tres
A la par que va comentando algunos de sus autores y autoras favoritos, Zambra va dejando algunas reflexiones en No leer sobre cómo entiende la literatura. A veces se centra en lo formal, como cuando habla de Clarice Lispector y se posiciona junto a ella en contra del lenguaje literario o de la fluidez desbocada. Otras veces prefiere preguntarse por el porqué de la escritura, como en el caso de Julio Ramón Ribeyro y Paul Léautaud, quienes escribieron para vivir y profundizar en lo vivido, y no para demostrar que habían vivido.
Zambra ahonda también en lo que podríamos llamar una mirada social. Se ve con claridad, por ejemplo, en los dos textos que escribe sobre Pedro Lemebel, uno para reclamar el Premio Nacional de Literatura 2014 para él y otro a propósito de su muerte en 2015. A la hora de ponderar los méritos del autor de Adiós, mariquita linda, Tengo miedo torero o Poco hombre, escribe: “Pedro Lemebel nos recuerda que la literatura no es inofensiva, que no es un mero adorno, que le hace algo a la sociedad. Premiarlo a él, sería premiar eso. Sería, pienso, un premio colectivo”.
Además, destaca que supo “construir un público, crear lectores, muchos de ellos jóvenes poco o nada interesados en las lecturas obligatorias”. Y que todo eso lo hizo con un lenguaje chilenísimo, “fogueado en la calle y no en la universidad”, que dio lugar a una obra forjada “en la vida y no en la literatura”. Pese al ninguneo o los intentos de instrumentalización que padeció, Lemebel abrió su propio camino y, con el tiempo, ya forma parte del canon literario en español. Y si bien su prosa era exquisita, lo relevante no fue su retórica de lentejuelas, sino lo que hizo con ella: expresar “un sentimiento colectivo” de tal modo que sus libros cambiaron vidas.
Bértolo apuesta por la publicación de obras capaces de devolvernos la confianza en el futuro
En unas personas, eso estuvo relacionado con aceptar con orgullo su identidad sexual y ayudarlas a combatir la homofobia o el clasismo. En otras, como Zambra, tuvo que ver con comprender que el brillo y la fuerza narrativa nacen de la necesidad, de la urgencia por decir, de poner algo importante en juego, y no de la solemnidad de la prosa de diccionario, los guiños literarios o la jerigonza intelectual. Lo que importa no es el estilo en sí, sino lo que ese estilo produce. En el caso de Lemebel, su prosa de altos vuelos habilitó nuevas formas de imaginarnos como personas, como sociedad.
Cuatro
En La crítica como combate, Bértolo señala que la literatura obrera debe oponer una imaginación propia a la dominante. Puesto que históricamente la literatura ha sido un instrumento que el poder ha utilizado para propagar sus valores y su visión del mundo –primero la aristocrática, ahora la burguesa–, la clase obrera debe reflexionar sobre cómo construir una literatura y una tradición propias en un contexto donde los mecanismos legitimadores sobre qué es y no es literatura están en manos del capital. En caso de no dar con la respuesta adecuada, su destino colectivo seguirá siendo el del héroe o la heroína derrotados, como en la mayoría de las ficciones actuales. Muy éticos y tal, pero derrotados.
En opinión de Bértolo, si la literatura obrera quiere cambiar ese destino, debe “buscar fórmulas que no estén impregnadas de los valores dominantes y encontrar nuevos lenguajes y estructuras de comunicación”. Ante la pregunta de “¿cómo conseguir un lenguaje propio y diferente si el lenguaje es propiedad del enemigo de clase?”, aconseja buscar la respuesta en Karl Marx, a quien él sacaría de los debates universitarios y lo devolvería a las “comunidades u organizaciones de trabajadores y trabajadoras”. Para Bértolo, aunque Marx no escribió ficción, sigue siendo el narrador por excelencia de la clase obrera, amén de un autor con una obra periodística cuya fuerza expresiva creó opinión tanto en su comunidad discursiva como en la ajena.
La tesis de Bértolo es que hay un excedente de ficciones que defienden la solidaridad de clase capitalista, pero falta literatura que recuerde la lucha obrera
Asimismo, Bértolo apuesta por la publicación de obras capaces de devolvernos la confianza en el futuro, es decir, que propongan imaginar finales alternativos al cataclismo hacia el que nos dirigimos. En ese sentido, es partidario de narraciones que hablen “más de la voz del pueblo como arma de poder que de la literatura comprometida con el pueblo”. Más allá del extinto debate sobre la autonomía del arte –aniquilada por el capitalismo con su habitual vehemencia económica–, Bértolo plantea la necesidad de producir narraciones que contribuyan a construir poder popular.
Una manera de hacerlo es escribir y publicar mucha más narrativa laboral. A su juicio, falta literatura que nos ayude a entender los mecanismos narrativos sobre los que se asienta el capitalismo en ese ámbito; pero, sobre todo, que constate la huella que dejan las humillaciones que padecen muchas trabajadoras y trabajadores en el ejercicio de ganarse la vida. En definitiva, faltan narraciones donde el conflicto sea un despido improcedente, un accidente o una enfermedad laboral, la dificultad de conciliar la maternidad y la paternidad con el trabajo, etcétera. En fin, que hablen del pan nuestro de cada día.
La tesis de Bértolo es que hay un excedente de ficciones exitosas que defienden sin tapujos la solidaridad de clase capitalista –pienso en la serie Succession, por ejemplo–, pero falta literatura que recuerde, sin retórica, las palabras a favor de las cuales lucha la clase obrera. Si esta última no escribe –trabaja– para equilibrar la balanza donde se pesan los imaginarios sociales, el significado de palabras como justicia, libertad, igualdad o futuro le seguirá siendo desfavorable. Por eso, como dirían Zambra y Lemebel, su literatura no puede permitirse el lujo de ser ornamental o inofensiva; debe ser, como pide Bértolo, una literatura de combate.
Uno
Cuando pienso en Alejandro Zambra, suelo acordarme de No leer, el volumen que recopila sus ensayos y crónicas publicados entre 2003 y 2018. El sentido del humor, el tono antisolemne o la agudeza de algunas de sus reflexiones me hacen volver cada tanto a un libro que viene...
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Rubén A. Arribas
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