COMO LOS GRIEGOS
El rosado
Esta sección les ofrece una receta sencilla para elaborar en casa. Hoy, me temo, no será el caso. Simplemente les explicaré como se hace un rosado
Guillem Martínez 24/08/2024
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-HE VISTO COSAS QUE VOSOTROS NO CREERÍAIS, ETC. Los ingredientes de todas las recetas de esta sección los suelo comprar en La Boquería, históricamente el mercado más grande, más abastecido, más divertido y más barato de BCN. La Boquería es una juerga hasta en su nombre, que viene de boc, que a su vez, en catalán, sería un macho cabrío, por lo que boquería sería, literalmente, cabronería. Pero la Boquería tiene más cosas sexis. Es un mercado edificado durante el breve verano del Trienio Liberal/1820-23, por un ayuntamiento revolucionario que, por primera vez desde el siglo XVIII, accedió a la posibilidad de emitir urbanismo –el urbanismo es política; al contrario que la política, es alta política, de hecho–, y revolucionó con ello la ciudad y sus hábitos. En aquellos tres años –los cambios, como ya sabrán, o son rápidos, o no son– se crearon espacios ciudadanos nuevos, como la actual Plaça de Sant Jaume, hasta entonces una densidad urbana inhabitable e irrespirable. En esa plaza con aire y luz empezaron a edificar la actual fachada, neoclásica –y sobria, casi soviética en su origen–, del Ajuntament. Y, muy cerca, construyeron un Templo a la Libertad, posiblemente de estilo egipcio, demolido por los malos en, zas, 1823. Intentaron también finalizar la fachada de la Catedral gótica –finalmente, eso se acometió en el XX, con capital privado y el consecuente gótico solemne, recauchutado y aburridoZzzz–, forrándola de lápidas de mármol, en las que estarían escritos todos los artículos de la Constitución de 1812, que Rafael Riego había vuelto a traer a la vida. Sacaron extramuros, por criterios higienistas, todos los cementerios de la ciudad –es decir, todos los fiambres; por fin la ciudad era cosa de vivos–. Y, claro, construyeron La Boquería, un espacio diáfano, hermoso. Y, por supuesto, neoclásico, como todo lo que hacían aquellos futuros muertos o exiliados. Hasta hace poco, La Boquería, aquella idea de aquellos tipos apasionados, era uno de los mercados más importantes, fundamentales, del Sur de Europa. Un cuerno de la abundancia, popular, descarado. Pero hoy es una suerte de limbo, esos espacios que, desprovistos de su función, no son nada. La mitad de las paradas no existen, y/o venden alimentos rápidos para turistas. De hecho, hay tantos turistas que es difícil, imposible, avanzar, realizar la compra. El mercado, en fin, ya no es un mercado, sino un destino turístico. Su función es la de recibir turistas, que vienen a fotografiar la sombra de la sombra de la sombra de lo que en el Trienio Liberal se construyó para satisfacer una gran necesidad, hoy despreciada, de una gran ciudad: un punto, funcional, bello, para la adquisición de alimentos a precio razonable. La desaparición de ese mercado del Trienio, es una suerte de segunda desaparición del Trienio, aquel intento de democracia que desapareció, en modo ninja, a manos de la barbarie. Con la desaparición de los mercados –en todo el Sur de Europa, ese destino turístico– desaparece algo que no es el pasado, sino el futuro. La posibilidad de elegir los alimentos, sin que los elija una cadena de alimentos industriales. La posibilidad de no comer alimentos procesados. La posibilidad de elegir, también, precios razonables. La posibilidad de vivir una experiencia humana, que se producía desde antes de ser humanos, desde antes de ser Sapiens. Se trata de un lujo con el que el destino dotó de serie a nuestra especie: la vivencia gastronómica del paso del año, de las estaciones, en nuestra dieta. Porque, hasta ahora, siempre habíamos comido lo que las estaciones decidían. Acabar con eso, acabar con una dinámica que duraba millones de años es, por definición, una ruptura. Hola, bienvenidos a Como los Griegos. Hoy, sobre el veloz proceso de aculturación de nuestra dieta –esto es, de nuestra vida–, a partir de otra desaparición imprevista, modulada también por la inteligencia del mercado –esa bestia sin inteligencia alguna–: la desaparición del vino rosado. Será un artículo raro. No se lo pierdan.
-QUAND ELLE ME PREND DANS SES BRAS / QU’IL ME PARLE TOUT BAS /JE VOIS LA VIE EN ROSE. Cuando empieza el calor, tanto yo, como todo el mundo que viene a cenar a casa, sin poder elegir, por tanto, ni la comida ni el morapio, tomamos rosado. Siempre rosados navarros –buenísimos, peculiares, explosivos, exprimidos por su propio peso; el peso de los racimos, un peso peculiar que, en el Cantar de los Cantares, se compara con el peso insondable de los senos–. Pero también caen rosados catalanes –del Penedès, o del Empordà–. En ocasiones se trata de Cigales –esa maravilla rosa-Barbie que elaboran en la Commonwealth de Palencia y Valladolid–. En ocasiones, cuando se pone a tiro, un Santa Maria de la Palma –un vino de Alguer/Alghero, en Sardegna, y uno de los escasos rosados italianos circulares, espléndidos, perplejos, que tiran de espaldas–. En ocasiones Jura, un rosado de batalla, pero a la vez uno de los escasos rosados franceses fieles al gusto peninsular, procedente del Norte, de la primera región vinícola europea, aquella que determinó Pasteur con sus experimentos de enología, esa disciplina que, como la vacuna antirrábica, también se sacó de la chistera. Beber rosado, la imposibilidad de beber tinto en el calor abrasante, es una forma de medir el tiempo –la unidad del tiempo no es el segundo, sino el año; nadie recuerda un segundo, todos recordamos un año, sus estaciones–. Se trata de un acceso al placer estival, ese apoteosis anual de la vida, últimamente enturbiado por la expansión de los vinos rosados pálidos, remotamente parecidos al rosado en su color, absolutamente diferentes a ellos en su tacto, olor y sabor. Es un deber estar al día de las novedades, y no perdérselas invocando un mundo impermeable a lo nuevo. Pero, por lo mismo, es también necesario ponderar las novedades, y reírse de ellas, cuando sea el caso. Eso es lo que me ha pasado con los denominados vinos rosados pálidos o vinos color cebolla, nombre demasiado fantasiosos, al punto que en este artículo descubrimos el verdadero nombre de esos vinos, no se lo pierdan. Llegaron –es decir, aparecieron como un fenómeno imparable e indialogable, globalizador– hace un par de décadas. Son vinos extraños. No son rosados estrictos, no satisfacen el retrato robot de un rosado, y se aproximan semióticamente al blanco, al punto que, en ocasiones, su sabor y estructura se parece más a un blanco poco sofisticado, agreste. En todo caso, poco a poco, han ido copando las cartas de vinos, hasta que, esta mañana a primera hora, han sustituido a los rosados clásicos peninsulares, así como suena. Y lo hacen, sencillamente, por su color. Los restauradores me dicen que a los clientes les mola su color, que anteponen a su sabor, sumamente defectuoso. El cliente, me dicen, prefiere ese color, de manera que transige con el resto de sus propiedades. Estos nuevos rosados son el símbolo de una época en la que es más importante la vista que el resto de sentidos. La pregunta es, dos puntos, ¿que son, es decir, de dónde vienen esos vinos?
-LOS VINOS GRISES. El origen es Francia. Más concretamente, y de manera remota, una maravilla, denominada champagne rosé –fresco, divertido, muy útil para sustituir al vino en una comida–. Se trata de un champagne que, a diferencia del champagne convencional –por lo común, y salvo el blanc de noirs, blanco y hecho con uva blanca–, se hace únicamente con uva tinta. Los vinos –pálidamente rosados, apenas rosados– elaborados posteriormente con esa técnica, se denominan vinos grises. Es decir, y como su nombre indica, no son vinos rosados. Son una cuarta vía, a la que se accede dejando macerar el orujo con el mosto muy poco tiempo, minutos, breves horas a lo sumo. En Francia se elabora vino gris en varias zonas y con las uvas pinot noir, gamay, toul. En el Languedoc se hace lo propio con la uva garnacha gris. Es precisamente de ese punto, y de esa uva, de donde nos llega ese vino que está exterminando a los rosados, en modo turista en La Boquería. Ese vino convierte a Francia en el primer país exportador de ¿rosado? Ese vino, en fin, ha cambiado la percepción del rosado en el planeta. Incluso en España –segundo exportador de rosado. O incluso en Italia –tercer exportador–. Y hasta en California –cuarto exportador–, donde hacían un rosado terrible, con olor y sabor a nenuco, y ahora hacen este otro rosado pálido, mundial, global, la hamburguesa de los rosados. En beneficio de los vinos grises, esos vinos pobres en matices y sorpresas, pero que arrasan el mercado, se debe de convenir que aún hay cosas peores. Lo que nos lleva al vino naranja/orange wine.
-LOS VINOS NARANJA. El vino naranja –un sabor a vino blanco extraño, de color menos rosado aún que en un vino gris– es, otra vez, un rosado pálido, ligeramente anaranjado, obtenido por otro procedimiento. No es que se dejen los hollejos macerar con el el mosto un plis-plas, hasta que adquiera su tono pálido y su sabor, ejem, peculiar –vinos grises–, sino que, simplemente, se hacen como se hacía el vino blanco cuando Mariacastaña, esa época en la que no había técnica para impedir que, en el trance de querer hacer vino blanco, el mosto no macerara con las pieles. Aunque aparezcan en la carta en el apartado rosados, son blancos como un pino –no estoy seguro que los vinos grises no lo sean también–, de aquella época en la que era técnicamente imposible hacer un blanco diáfano. Es una vuelta al pasado, a un mundo maravilloso e idílico, en el que no existían cosas como el vino blanco. O el desodorante, o el dentífrico.
-LA RECETA. Llegados a este punto, esta sección les ofrece una receta sencilla para elaborar en casa. Hoy, me temo, no será el caso. Simplemente les explicaré como se hace un rosado. Esto es, no un vino gris, no un vino naranja –vinos que, en una carta de vino, deberían estar en otros apartados, lejos del vino rosado–, sino un vino rosado clásico. La idea es que, con ello, quede claro que el rosado es, sencillamente, un modo de elaboración propio, diferente a los vinos que están acabando con el rosado y con su vivencia del verano. El rosado se hace con uvas tintas o blancas, propias de cada comarca vinícola. El mosto de esas uvas se deja macerar con los hollejos –la piel, de las uvas, vamos– unas horas. Entre 12 y 24 me dicen. Y, posteriormente, se deja fermentar la cosa entre 7 y 14 días. Ya está.
-ET IN ARCADIA EGO. En la foto de este artículo les paso un vino cuyo sabor y color me enloquece. No hago publicidad, pues no creo que lo encuentren: la bodega embotella menos de 5.000 botellas. Es de la DOC Empordà, un punto en el que, hasta hace poco, hacían vinos frágiles, que no aguantaban la tramontana, que los convertía en vinagre. Cuando una barrica se avinagraba, ya no servía para nada, a menos que la lavaras en el mar. En el primer Pla, la playa, ese punto en el que no pasa nada aún hoy, sucedían sólo acciones laborales extrañas, como que los gitanos llevaran allá los caballos, para curarles las pezuñas, o que los pageses cabreados llevaran allá los barriles avinagrados. El vino, hecho con garnacha tinta, está elaborado por la bodega Roig Parals. Los propietarios tienen un restaurante, Can Bach, donde hacen, exclusivamente, cocina empordanesa. Cada año voy al menos una vez, a disfrutar del verano, ese calor en la espalda, de la amistad, de la cocina empordanesa –esa cosas sencilla e impactante–, y a probar el rosado del año. Es mi tipo de rosado. Encuentren el suyo. Luchen por su verano, por su felicidad y contra la globalización, también a través de su rosado. Con la “o” de la palabra “rosado” doy por finalizada, de hecho, esta sección semanal veraniega. Como los griegos volverá a su pantalla amiga en breve. Pero, como siempre, más a su bola, cuando la propia sección lo decida.
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-HE VISTO COSAS QUE VOSOTROS NO CREERÍAIS, ETC. Los ingredientes de todas las recetas de esta sección los suelo comprar en La Boquería, históricamente el mercado más grande, más abastecido, más divertido y más barato de BCN. La Boquería es una juerga hasta en su nombre, que viene de boc,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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