COMO LOS GRIEGOS
El tiramisú
En mi cabeza diminuta –lo que queda de mi cabeza de cuando tenía 5 años–, recuerdo la igualdad como algo palpable, cotidiano, divertido
Guillem Martínez 18/08/2024
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YO ESTUVE ALLÍ. La melancolía solo es buena cuando es diminuta, casi imperceptible. Como suele suceder con todas las palabras que acaban en “ía”, tal que lobotomía o lencería. No hay que colgarse de la melancolía. No hay que dejar que lo diminuto cope el espacio y los movimientos. Aun así, estas líneas empiezan con un breve arranque melancólico: el recuerdo de otra época que fue, como su nombre indica, diferente. Se trata de un pequeño paréntesis temporal que en Europa empieza en 1948 –con el Plan Marshall– y en España en 1959 –con el Plan de Estabilidad; que salvó al franquismo, pero aún más y mejor, a sus víctimas–. Ambos paréntesis son el mismo paréntesis, que finaliza con la crisis de 1973. Y lo hace con dos metáforas, que tal vez son la misma: a) la dimisión del premier socialdemócrata Harold Wilson, en 1976, porque, sic, “no sabía qué hacer” ante la crisis, y b) el advenimiento, en 1979, de Margaret Thatcher –casilla en la que continuamos, me temo–, que sí sabía qué hacer. Esos años, 25, mucho, en Europa, y solo 14 en España, son una pequeña Edad de Oro, un pequeño siglo XVIII, repleto de negros y de grises, pero también de colores luminosos. En España, donde ese proceso fue más denso, rápido y compacto, se creó con ello algo improbable y, en aquel momento, real y palpable. El hecho de que los beneficios materiales que repercutieron en las clases populares fueran tantos, y tan sincrónicos, que no afectaron a la desigualdad sino que, precisamente, devinieron en una mejora igualitaria. Yo caté, en la infancia feroz, aquella que carece de memoria del entorno, salvo el de sus luces y ruidos, aquella vivencia. Esa luz y ese ruido era evidente en el colegio, por ejemplo, donde los hijos de emigrantes vivíamos con naturalidad situaciones impensables para nuestros padres, hasta que muchos de ellos huyeron de su país hacia la industrialización. La corrección de la pobreza, la igualdad en lo abundante y, con ello, el anhelo, la defensa y la vivencia de la libertad, pasó a ser en toda Europa, posteriormente a 1973, y en términos generales, un imprevisto, un improbable, un imposible. Una utopía. Si bien, en mi cabeza diminuta –lo que queda de mi cabeza de cuando tenía 5 años–, yo recuerdo esa igualdad como algo palpable, cotidiano, divertido. Nos recuerdo a todos, en todo caso, alegres, alrededor de una cornucopia invisible, riendo, disfrutando de algo que, no lo sabíamos aún, nunca había existido, y nunca sería repetido. En esos recuerdos nos veo en veranos, como este, comiendo fuera –canelones o pollo con patatas; no sabíamos que esos platos, hasta hacía una década, eran propios de bodas apañadas–. Y siempre, invariablemente, tomando un postre que –ahora lo sé– era un canto a y de esa época. Se trata del pijama, un postre que lo contenía todo –un flan, un helado, piña y melocotón en almíbar, nata, guindas–, porque por fin existía la palabra “todo”. La historia de ese postre, desaparecido, y con razón, del mundo de los vivos, no es más que la historia del desarrollismo. El postre fue creado por Paco Parellada, el entonces director del restaurante barcelonés 7 Portes, en los sesenta. La cosa fue así. Cuando venía a BCN la VII flota americana –fundamental en esta historia; sin ella el franquismo no hubiera tenido tiempo de llegar a 1959, al Plan de Estabilidad, al desarrollismo y, con todo ello, a este postre– la marinería se iba, directamente, y sin pasar por la casilla de salida, a donde las pilinguis. La oficialía, o no lo hacía, o antes de hacerlo iba a los restaurantes finos de la ciudad, que no eran tantos. El caso es que, en el 7 Portes, un grupo de oficiales, tras un cenorrio, pidió de postre pêche melba –un clásico; una genialidad refrescante de Auguste Escoffier: melocotón en almíbar con helado de vainilla entreverado de frambuesa–. El camarero entró en cocina, haciendo chiribitas, con ese encargo fuera de carta e impronunciable para él. Cabe suponer que el pêche francés pasó a ser, entre los oficiales, peach, en inglés, y que eso pasó, en la boca del camarero, a ser pij, sonido del que partió Paco Parellada para crear, en un plis-plas, unos pêche melba para pobres, a los que llamó Pij–ama/pijama. Hola. Bienvenido a Como los griegos. Hoy, sobre el desarrollismo. Sobre el hecho de que todos los países del Occidente europeo poseen una cocina –y, por lo general, un postre, que es lo más para los humildes– desarrollista. Y, por todo ello, sobre el postre desarrollista europeo más bello, bueno y sencillo. El tiramisú. No se lo pierdan.
LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE TIRAMISÚ. El origen del tiramisú está repleto de leyendas. Que, supongo, intentan evitar la realidad de su origen: el origen real, desarrollista, humilde, democrático, vulgar, de este postre delicadísimo. He leído, incluso, teorías que explican que el tiramisú es un objeto con un pasado canalla y, en cierta manera, sofisticado, en tanto provendría de los burdeles de una determinada ciudad italiana, en donde se servía a los clientes este postre calórico, para que se recuperaran después del desparrame de cardio. Algo absolutamente inverosímil, pues si bien, en efecto, en los burdeles se comía, y mucho, esas ingestas no solían ser de alimentos, al punto que ese era el fundamento del negocio. En otra leyenda, es un Medici el que inventa el postre, en un momento de genio humanista. Si eludimos todas las chorradas al respecto, lo más verosímil es que el tiramisú provenga de Treviso o de Udine, en los años de las vacas gordas, y su reparto relativo, que concluyó en 1973. En Treviso se constata la existencia de ese postre a finales de los sesenta, en el restaurante Le Beccherie. Si esto es verdad, sería una idea del pastelero de la prestigiosa firma Loly Linguanotto, que recuperó y modificó un postre típico de la cocina veneciana, el sbatudin, un cacharro dulce, hecho con yemas y azúcar. En Udine, se ubica el nacimiento del tiramisú en el hotel-restaurante Roma, a finales de los cincuenta. Lo que da verosimilitud a la opción Udine es que el Ministerio de Recursos Agrícolas y Alimentarios otorgó al tiramisú de la región la denominación de ‘Producto Agroalimentario Tradicional’. En todo caso, la estructura del éxito del tiramisú es la misma que la del pijama. Una ocurrencia sencilla maravilla hasta al gato, y pasa de boca a oreja hasta llegar a los restaurantes más humildes, solventes, concurridos y baratos del desarrollismo, que lo copian. En el caso del tiramisú, además, el postre supera más metas volantes, de manera que es reproducido en los domicilios por parte de mamás, que experimentan con la receta, la varían, la mejoran, la difunden y, al final, la receta pierde su pasado, y el fenómeno es tan grande que tienes que imaginar, para comprenderlo, que lo inició, en efecto, un Medici, o ya todo es incomprensible. En otro orden de cosas, el tiramisú debe su éxito a dos elementos sorprendentes. Elemento a) o lingüístico: tiramisú significa, literalmente, algo así como “tira de mí hacia arriba”, “anímame”, una frase usual, cotidiana que, gracias al postre se ha convertido en una palabra. Una palabra que se convierte, a su vez, en un mensaje vitalista, alegre, impensable unas décadas atrás del nacimiento del postre. Se trata de la luz y el ruido de una época que, desde 1973, dejó de existir. El elemento b) es el mascarpone. A su vez, un queso que no solo no parece un queso, sino que es muy posible que no lo sea.
LA MASCARPONEIDAD.El mascarpone nació en los siglos XVI-XVII en Lombardía. Técnicamente no es un queso, sino un producto lácteo fermentado, una suerte de yogur, o la lógica del yogur llevada a su extremo que, como todo el mundo sabe, son las Quimbambas. El mascarpone se hace solo con nata de leche de vaca –su porcentaje de grasa puede ser superior al 80%; una dieta rica en tiramisú llevaría a la humanidad a no caber en el planeta, lo que nos conduciría, más pronto que tarde, a la III, IV y V Guerra Mundial–, ácido tartárico y bacterias simpáticas. Es un ¿queso? ¿antiqueso? dulce y, a la vez, agrio. Una delicadeza volátil, y de una textura única y propia. Es, por todo ello, una rareza. No tiene nada que ver con el requesón –queso producido al cortar la leche hirviente con un vegetal– o con los quesos-crema –quesos producidos al cortar la leche hirviente con un limón–. El delicado y frágil mascarpone, utilizado para postres y para salados, hubiera muerto de risa o, todo lo contrario, de tristeza, sin la depuración, en el laboratorio del desarrollismo, del tiramisú. Lo que nos lleva al tiramisú en 3, 2, 1.
LA RECETA. Sin llegar a ser un pastel –el tiramisú no pasa por el horno, ni por ninguna fuente de calor, sino por, todo lo contrario, la nevera, ese objeto de los años treinta en los USA, y de los años del desarrollismo en Europa–, el tiramisú no deja de ser repostería. Lo que requiere, lo siento, cierta precisión. Necesitarán, por lo tanto, 5 huevos –de gallina, no de avestruz, no de T-Rex–, dos envases de mascarpone de la marca ACME, café –unas 6/8 tazas–, cacao, galletas –en Italia, Pavesini o Savoiardi; por aquí pillo unas galletas federales de Eroski, que se llaman Bizcochitos, Bizkotxo txikiak, Pastissets, Biscotiños– y 5 cucharas de azúcar –ojo: si utilizan los Bizcochitos, Bizkotxo txikiak, etc, córtense, que ya llevan azúcar, y pongan las cucharadas de azúcar indicadas, pero rasas, breves, tímidas–. Hagan primero el café. Déjenlo que se temple –o ya lo verán, se quemarán las manos, como yo, que soy un ansioso–. En un bol grande montar las claras a punto de nieve. En otro bol, pero de otro color –no sé, índigo o a topos–, se baten las yemas junto al azúcar. Luego se mezcla el contenido de ambos boles y, zas, antes de que reaccione se le agrega el mascarpone, son suavidad pero con rigor, como cuando acudimos al amor. Ir mojando las galletas, de una en una, en el café, si ya está tibio. En caso contrario, haga como yo, quémese las manos, de forma cruel y gratuita y en modo tercer grado, mientras jura en arameo. Disponer, en una bandeja, una capa de galletas impregnadas de café. Y, luego, una capa de la crema que hemos hecho. Disponer otra capa de galletas cafetísticas. Y otra de crema. Y otra de galletas al café. Y la última de crema, sobre la que se espolveará el cacao –si no lo hubiera, pruebe con Colacao, pero lo suyo sería Nesquik, que es más desarrollista y pop–. Depositar, a plazo fijo, en la nevera. La tira. No menos de 24 horas. Comer. Descubrir que ese sabor maravilloso es el sabor –aunque se nos haya roto de tanto infrautilizarla– de la igualdad. Y, con ella, de la alegría, la celebración, el viva-la-pepa. La sencillez.
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YO ESTUVE ALLÍ. La melancolía solo es buena cuando es diminuta, casi imperceptible. Como suele suceder con todas las palabras que acaban en “ía”, tal que lobotomía o lencería. No hay que colgarse de la melancolía. No hay que dejar que lo diminuto cope el espacio y los movimientos. Aun así, estas...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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