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ELLA VIAJA SOLA (I)

‘Le petit tour’

Viajar solo es parar en la cafetería que a una le llama la atención sin dar explicaciones. Es quedarse delante de un cuadro todo el tiempo que la relación adúltera entre usted y la obra requiera. Es sentarse en ese banco

Carlos García de la Vega 1/08/2024

<p>Principio del ocaso en Tempelhofer Feld, un parque construido en las pistas de aterrizaje de uno de los antiguos aeropuertos de Berlín. / <strong>C. G. C.</strong></p>

Principio del ocaso en Tempelhofer Feld, un parque construido en las pistas de aterrizaje de uno de los antiguos aeropuertos de Berlín. / C. G. C.

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Mi primer trabajo alimenticio, con el que me independicé a los dieciocho años, fue en una cadena de restaurantes italianos, antes, mucho antes, de que los restaurantes italianos fuesen una plaga. Era una cadena que pertenecía a un millonario mexicano, y que antes de plastificarse del todo los sistemas de control o la propia política de empresa, permitía imprimir una cierta personalidad a la forma de atender a los clientes. 

Aquel chaval estaba fascinado con las personas que venían a comer solas, especialmente con una señora, que quizá tuviera la edad que yo tengo ahora, que venía sin faltar todos los viernes por la noche, nada más abrir el restaurante. Otro gay que trabajaba allí y yo siempre le guardábamos la misma mesa, la 29, y ella siempre, invariablemente, pedía lo mismo, una pizza que en vez de salsa de tomate llevaba salsa pesto sobre la base, y como ingredientes principales verduras braseadas y queso feta desmenuzado. La recuerdo simpática, charlatana y muy sonriente. Su soledad, seguramente elegida, era para ella una oportunidad de abrirse con esos dos maricas que hacíamos de su cena de viernes un momento feliz y reconfortante. 

A raíz de la pandemia y de una serie de reajustes en mi vida, he descubierto, y no solo eso, sino naturalizado, que viajar solo es una de las experiencias más reconfortantes que pueden existir dentro del espanto general y turbocapitalista en el que se ha convertido el turismo. No dejo de encontrarme, cuando cuento mis andanzas, tres tipos de personas. 

El primero, formado por los que me miran con cara de pena y se preguntan internamente “cómo puede ser que pretenda convencerme de que algo profundamente triste y fracasado sea un triunfo”. El segundo, formado por personas que dicen que les encantaría hacer lo que yo hago –sinceramente– pero que no se atreverían a hacerlo de ninguna de las maneras –aquí se tienden a engañar un poco y a rendirse antes de siquiera planteárselo–. De alguna manera, esta serie está dedicada a motivar a ese tipo de personas. El tercero, el de la gente para la que no es extraño hacerlo, quizá por haber tenido que viajar mucho por trabajo y que consideran ese formato de viaje tan válido y enriquecedor como otro cualquiera. Con estos terceros es con los que se puede salir del folclorismo de persona extravagante y se puede profundizar un poco, ni que sea con sobreentendidos, en el meollo mismo de la cuestión. 

Pero mientras voy escribiendo y a pesar de que aquella señora del… –casi escribo el nombre de la cadena– con la que me había preparado la gran escena de apertura de esta serie de verano, están volviendo a la mente, como quien mira por un retrovisor de tiempo, otros instantes: y es que desde bien pequeño me encantaba hacer cosas solo. En los veranos de la adolescencia, en Málaga, recuerdo mis excursiones solo al centro histórico, la visita a las bibliotecas, las librerías, los dos bares de jazz, algún monumento. Qué pensarían de aquel gamusino paliducho que vagaba tan contento, imaginando una vida que aún no le pertenecía, por las calles de una ciudad, que aunque era donde había nacido, era una ciudad extraña y por descubrir. 

También recuerdo que mis primeras experiencias en el teatro fueron en Logroño, cuando reabrieron el Bretón de los Herreros. Recuerdo perfectamente como si fuese ayer un Hamlet con Toni Cantó (para lo que ha quedado) y Emma Suárez, al fondo del escenario había una cascada de agua que en mi todavía adolescencia me dejó completamente fascinado. También en aquel teatro fui por primera vez a la ópera, qué tipo de compañía ambulante sería, un Barbiere di Siviglia, de Rossini. Fui bastante asiduo de aquel teatro, me acuerdo como si fuese ayer de su jefa de sala, que ahora pienso que casi seguro que era lesbiana, pero que en aquel entonces no sabía por qué me fascinaba. Es curioso cómo ya se estaba manifestando en aquel momento el tipo de persona y profesional que acabaría siendo. 

Hace no mucho escuchaba el podcast “Color Julay”, de Anto Rodríguez, que describe y revive con tanto rigor como pasión la España de las estrellas queer de la copla, el cuplé y de las variedades, desde el fin de la república hasta nuestros días. En su episodio sobre Luis Lucena, de marzo de 2022, citaba al académico de estudios de género y queer estadounidense David M. Halperin, que en su libro How to be gay de 2012 hablaba de la ‘sensibilidad marica’ como un mecanismo de defensa y reafirmación de las personas que estamos fuera de la heteronorma. 

He descubierto y naturalizado que viajar solo es una de las experiencias más reconfortantes que pueden existir dentro del espanto general y turbocapitalista en el que se ha convertido el turismo

Consiste en adoptar dispositivos culturales que hacemos nuestros para soportar mejor un mundo en el que no acabamos de encajar. Yo combatía los recreativos de mis compañeros de colegio con el Teatro Bretón, o las tardes los Juegos Olímpicos de Barcelona en la tele con paseos por el centro de Málaga. Una vez, en un viaje acompañado pero en el fondo más solo que la una, vi un mural en la típica pared de ladrillos que colinda con un solar en NYC, en Chelsea, un mural que decía algo así como “Solo las artes te permiten viajar sin moverte de un sitio”. Y de alguna manera escribiendo este artículo empiezo a unir los puntos de mi biografía y me doy cuenta de que en realidad viajar solo, ni que fuese dentro de la propia ciudad, siempre ha sido una constante en mi vida, que seguramente lo hacía como forma de reafirmación y mecanismo de defensa ante un mundo que, sin ninguna agresión directa, no acababa de resultarme hogareño. 

Después de pasar por varios aros de socialización, de amor romántico, de relaciones laborales tóxicas, me encontré en 2020, en la desescalada, empezando a viajar solo para ver las producciones del director de ópera y amigo, Rafael R. Villalobos (lo contaba aquí en estas mismas páginas en la entrevista que le hice hace un par de años) y asumiendo esos viajes sin compañía como un verdadero hallazgo y fuente de conocimiento. Fueron en esos viajes de nueva normalidad donde se estableció el gesto fundacional de un giro en la forma de abordar la vida no solo en viaje, sino también en la propia ciudad. 

Una parte importante de mi educación sentimental, las novelas de Henry James y Edith Wharton, trataban, de una manera más o menos rocambolesca, de personas solas que por una u otra circunstancia se tenían que enfrentar a sociedades y entornos urbanos distintos a través del viaje. La idea del Grand Tour, que los acaudalados sobre todo ingleses ofrecían a sus hijos antes de que se establecieran como profesionales. Seguramente se podían permitir ese Grand Tour unos cazurros herederos sin ningún interés en el arte, la arquitectura, el urbanismo y el intercambio cultural. Seguramente se tomaron esos viajes como se lo toman las hordas de ingleses en Magaluf pero sin balconing. Pero la idea que subyace a la propia idea del Grand Tour es que viajando se aprende. Si uno quiere. 

Nunca he tenido los recursos para hacer un Grand Tour. Siempre he sido más de pequeños viajes, casi siempre en low cost

Nunca he tenido los recursos para hacer un Grand Tour. Siempre he sido más de pequeños viajes, casi siempre en low cost. Sin embargo, desde bien pequeño he entendido viajar como un método epistemológico. Una vez, con dieciséis años, gané un concurso de relatos y siempre me vanaglorié de haber podido llevar a mis padres y a mi hermana a Londres. Evidentemente mis padres tuvieron que poner bastante dinero sobre el importe del premio, pero el hecho de que el gesto primario partiera de mí, del mismo modo que todos los demás gestos que antes mencionaba, gritaba sensibilidad marica (Halperin feat. Anto Rodríguez) a los cuatro vientos.

Seguramente usted lector se plantee que por más que le gustara, nunca se va a atrever a viajar solo. Mi recomendación es que, en el próximo viaje, da igual si es a Cuenca o a Benidorm, no hacen falta grandes capitales de novela, cine o televisión, haga el siguiente ejercicio. Solicite muy seriamente emanciparse del grupo por, mínimo, dos horas. Viajar solo es poder pararse en la cafetería que a una le llama la atención sin tener que dar explicaciones ni negociar tiempos o futuras paradas. Viajar solo es poder quedarse delante de un cuadro todo el tiempo que la relación adúltera entre usted y la obra requiera, sin condicionantes externos. Viajar solo es poder sentarse en ese banco de ese parque, a la buena sombra de un árbol desconocido, no porque esté cansada, sino porque simplemente le apetece escuchar cómo se mueven sus hojas mecidas por la brisa. Solo un par de horas para escucharse a sí misma quizá por primera vez en mucho tiempo y auscultar el latido de la ciudad desconocida, del paisaje nuevo. Dedicarse a una misma ese tiempo, libre de deseos, exigencias y peticiones ajenas puede que no sea una revolución social, pero desde luego es una revolución interna y, por supuesto, como dijo Kate Millet, un acto político.

Mi primer trabajo alimenticio, con el que me independicé a los dieciocho años, fue en una cadena de restaurantes italianos, antes, mucho antes, de que los restaurantes italianos fuesen una plaga. Era una cadena que pertenecía a un millonario mexicano, y que antes de plastificarse del todo los sistemas de control...

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Autor >

Carlos García de la Vega

Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.

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