CONSTRUIR CONSCIENCIA
La gestión cultural de lo común
‘La voluntad de creer’ de Pablo Messiez
Carlos García de la Vega 1/01/2023
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La consciencia es un continuo inexorable que genera y genera y genera balbuceos, pensamientos, lenguaje, ideas, proyecciones, miedos y anhelos. La consciencia es un resorte de acción y recepción de todo lo que hacemos y nos pasa. La consciencia es un intangible demasiado tangible como para no tenerla en cuenta como una condición material más. Además, vertebra nuestra capacidad de articular o desmembrar lo que la vida nos ofrece o nos quita, para disfrutarlo o sobrevivirlo. La consciencia es lo que todas y cada una de las personas tenemos, mejor o peor labrada, tendente a la uniformidad o a los recovecos: es el espacio simbólico absolutamente común a todos los seres humanos.
De lo que trata la gestión de lo común con perspectiva cultural es de tener en cuenta la consciencia de las personas en los procesos de generación de fenómenos culturales. En las manifestaciones culturales ortodoxas se trata al espectador –consumidor, usuario– como un sujeto pasivo sobre el que vomitar un sentido del mundo, unas preferencias morales, una estética determinada. Durante el siglo XIX el artista dejó de ser un artesano para ser una semideidad que conectaba lo trascendente con lo humano a través de sus creaciones. En aquel momento histórico podía tener todo el sentido del mundo, estaba de acuerdo con el espíritu de los tiempos, pero ya bien entrado el siglo XXI, reducir la experiencia estética y cultural solo a la consciencia de supuesto lujo de una artista resulta impúdico.
Lo que pretende la gestión cultural de lo común es tratar de bajar a tierra, de esculpir acumulativamente, con las consciencias de las personas que tengan la generosidad de hacer a los demás partícipes de ellas. Construir en conjunto una especie de consciencia colectiva efímera, temporal, evanescente. Y supongo que aprender de ello y tratar de fijar aprendizajes.
Es vieja la dicotomía planteada por el semiólogo Umberto Eco en los sesenta entre apocalípticos e integrados. Pudiera parecer que la cultura de lo común tratase, de alguna manera, la relación antagónica entre alta cultura y cultura popular. Nada más lejos. Los sistemas de creación, envase y almacenaje de ambas formas de cultura, si bien casi antagónicos en las intenciones, son análogos. Tienen como finalidad la creación de un objeto exhibible, consumible y, por definición, único y deseable. La cadena de creación/producción tiene en ambos casos unos eslabones muy delimitados. La reyerta entre ambas concepciones se basa más bien en la forma de elaboración de los materiales, en la interpelación más o menos zafia a sentimientos primarios. En definitiva, establece una dialéctica entre facilidad frente a complicación, entre naturalismo frente a impostura. Pero, ¿y el receptor? ¿Hay alguna manera de tener en cuenta su caudal inagotable de consciencia antes, durante y después de la recepción del producto cultural?
Hay una falta de conexión entre los elementos del mundo de la cultura y la acumulación de significados articulados en torno a todos los aspectos de la vida
Hay a menudo una falta de conexión entre los elementos que consideramos parte del mundo de la cultura –entendida como el hilo conductor de la sección del periódico con ese nombre, o las competencias de un ministerio o consejería dedicado a la promoción y difusión de la creación artística– y la acumulación de significados articulados en torno a todos los aspectos de la vida, desde todas las perspectivas teóricas y prácticas posibles, que constituyen el objeto de los Estudios Culturales, imaginados en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial.
Tengo la impresión de que lo problemático, porque desconecta estos dos aspectos de la vida, es la estricta contemporaneidad de ambos fenómenos y, me voy a permitir decirlo así, el esnobismo del sector cultural que, en general y salvo honrosas excepciones, se desentiende del sesgo social, redistributivo y articulado en torno a la clase y las condiciones materiales en las creaciones artísticas. En cualquier ejercicio histórico que se precie, con la perspectiva ideológica e historiográfica que se escoja, se trata de insertar y explicar los objetos resultantes de la cultura de creación con aquella otra forma de referirse a la palabra cultura y que contempla el estudio de todos los fenómenos generados por la sociedad estudiada, para explicarla y desentrañarla. Tratando de comprender y analizando el presente, sin embargo, parece difícil apreciar, quizá por falta de perspectiva, que lo que se crea y lo que significa en la sociedad en la que sucede, en cómo fracasa o alcanza el éxito debería estar íntimamente emparentado y relacionado con el resto de manifestaciones culturales de esa misma sociedad. Desde esta perspectiva teórica, la gestión cultural de “lo común”, es decir, el acercamiento de los procesos participativos y colaborativos al mundo de la cultura permitirían unir ambas perspectivas en una sola.
Utilizando la máxima de la Ilustración sobre el despotismo ilustrado, (no por casualidad la transformación del artista de siervo dependiente de la nobleza a genio autónomo se empezó a dar en esa época), el mundo de la cultura se ha convertido en un ejercicio de todo por el pueblo –público, espectador– pero sin el pueblo, salvo para que pague y consuma. Pero este despotismo no solo viene de los artistas sino de todo un sistema de gestión cultural en el que las instituciones, la crítica, los canales de distribución y validación del gusto y su formación que impone cierta autoridad también utiliza de una manera tremendamente arrogante, tremendamente presuntuosa.
Este texto, que escribí entre abril y junio de 2022, seguía con ciertos apuntes de carácter propositivo sobre lo que hacer con la cultura patrimonial, con la nueva creación artística y con la creación popular de masas bajo la idea fuerza de poner de nuevo –o por primera vez– al espectador en el centro de la creación artística. En septiembre de 2022 asistí al estreno de La voluntad de creer de Pablo Messiez y me di cuenta de que, desde puntos de partida muy distantes, el mío teórico, el de Messiez hecho palabra y carne en el acto íntimo que es el teatro y a través de un larguísimo proceso de ensayos, compartíamos una misma obsesión, aventuro que postpandémica: involucrar al público. De hecho, la frase con la que abro este texto está dicha, mucho más bonita, por uno de los personajes durante la función: el lenguaje siempre es posterior a lo que sucede, porque primero tenemos que procesarlo –tamizarlo con la consciencia– y luego transformarlo en palabras, siempre tarde.
Siguiendo las reacciones del público de Madrid en redes sociales con posterioridad al estreno, me di cuenta que gran parte de la gente se quedaba surfeando la capa más narrativa que la función plantea y que se aferraba, como teatralmente impactante, al milagro que se producía en escena. Sabiendo como se sabía que Messiez manejaba la película Ordet, de Carl Theodor Dreyer de 1955, como una de sus referencias cruzadas en el proceso creativo, ese milagro resultaba no solo previsible, sino esperable.
Para mí el verdadero milagro de esta obra radica en que se despliega ante el público, como una flor que se abre, la construcción del código teatral. Messiez no pretende seducirnos con una ilusión que nos impone, sino que nos hace partícipe de cuáles son sus lógicas internas. Los personajes, vestidos de calle, en un espacio vacío que solo intuimos que va a ser delimitado por una superficie blanca de suelo, comienzan la función antes de que ella misma empiece. Durante la entrada de público dialogan con la gente que pasa entre naves en el complejo de Matadero de Madrid, ya que la puerta de incendios del fondo del escenario está abierta. Dialogan con los espectadores que van llegando, preguntan algunos nombres, explican cosas que van a suceder cuando el artificio teatral parezca completo… Y la acción comienza, y las interacciones de una familia de nuevo reunida en una casa relativamente aislada transitan los temas de la excepcionalidad, el conformismo, la revelación y el consuelo.
El verdadero milagro de esta obra radica en que se despliega ante el público la construcción del código teatral
La abstracción teatral es tal que durante gran parte de la obra apenas hay elementos de atrezzo. Se nombran, pero no se actúan. Solo aparecen en escena tres ponchos argentinos, un disco que suena sin tocadiscos, una pera y un serrucho. Mientras las tramas se suceden, los actores van acotando el espacio escénico moviendo unos paneles que lo dotarán de volumen y de un poco más de literalidad al código teatral. Hace tiempo que vengo diciendo que odio esta manía tan madrileña de hacer que los actores muevan muebles, me incomoda profundamente que los cambios de escena estén marcados por una actriz agachada con energía de musical infantil para mover tal o cual elemento. Aquí sucede, pero el efecto es inverso, primero porque cada panel puesto no es una coda a una escena. Pero es que además revierte la pretensión de mover cosas como si se movieran solas. Sabemos que los actores están moviéndolos, lo hacen con toda la luz de escena, sin complejos.
En otros momentos, muy numerosos, el elenco interactúa con el público y nos hace partícipes de lo que está sucediendo, del hecho teatral, nos preguntan si estamos a gusto y disfrutando la experiencia, nos interpelan y nos tienen en cuenta, nos llegan a preguntar si creemos. Y claro, claro que creemos, porque el milagro que se produce en escena es construir una convención teatral porosa, tan porosos como hemos quedado todos los que nos dedicamos a las artes escénicas durante la pandemia, dándonos cuenta de que nuestra forma de vida y expresión, la reunión en torno al arte, fue transitoriamente peligrosa e incluso letal. Pero a la vez, un código teatral rotundamente denso, porque, como si se tratase de un laboratorio ciudadano de teatro –de hecho, gran parte de los ensayos fueron abiertos gracias al programa 21 Distritos del Ayuntamiento de Madrid– equilibra las tensiones dramáticas con el hacernos sentir parte, compensa una trama que se va poniendo cada vez más intensa con un perfectamente creado sentimiento de pertenencia.
Tras esta función uno, como en una confirmación católica, renueva sus votos con el teatro porque Messiez consigue disolver el ellos y el nosotros, no hay ruptura de la cuarta pared porque directamente no hay ninguna de las otras tres y, en todo caso, se yerguen antes nosotros. Del mismo modo que por convención un creyente asume que en la consagración el Cristo se manifiesta en el pan y en el vino, con esta obra de teatro uno asume que el hecho y el acto teatral son una necesaria consagración entre lo que sucede y los que lo ven, entre el teatro y lo que no es teatro. Especialmente después de lo que hemos tenido que vivir colectivamente. Levantemos el corazón.
La consciencia es un continuo inexorable que genera y genera y genera balbuceos, pensamientos, lenguaje, ideas, proyecciones, miedos y anhelos. La consciencia es un resorte de acción y recepción de todo lo que hacemos y nos pasa. La consciencia es un intangible demasiado tangible como para no tenerla en cuenta...
Autor >
Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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