ELLA VIAJA SOLA (II)
Mapas de arañazos
Cuando sabes enlazar manzanas, avenidas, traveseras en una colcha de ‘patchwork’ más grande, más imbricada y absurda pero, a la vez, coherente, conoces una ciudad que no es la tuya
Carlos García de la Vega 8/08/2024
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A viajar solo se empieza viajando acompañado. De hecho, mucho antes de que la propia naturaleza del viajero solitario se vuelva imperiosa. Yo empecé bastante joven, como con diecinueve años. Uno de mis mejores enemigos, aunque por aquel entonces todavía no había desplegado su muestrario de pequeñas e innecesarias traiciones, tenía una casa en Calafell –en realidad era de sus abuelos maternos–, justo al lado de la que había sido la casa de Carlos Barral, en el paseo marítimo. Después de aquel primero de Derecho que tan poco nos estaba seduciendo a ninguno de los dos, y cuyas tardes pasábamos en el Café Universal de Zaragoza, al lado del campus, me invitó a ir unos días a su casa de la playa. De aquel viaje no me acuerdo de nada salvo de una tarde que me marcó para siempre.
Con M.E.S. aprendí el placer casi voluptuoso de estar en silencio con otra persona. Fue en una terraza a orillas del Mediterráneo, al atardecer (ahora lo llaman la golden hour), seguramente teníamos cada uno una copa de Estrella en la mesa, él seguramente fumaría. Recuerdo aquel silencio, larguísimo, nada incómodo por primera vez en mi vida, como un ejercicio de pura intimidad. Ahí debió comenzar esta querencia a permitirme estar solo con mis propios pensamientos, a encontrar el acomodo a mi torrente de conciencia, disfrutando de los momentos de intimidad solitaria sin agobio, sin presión social, simplemente acompañándome a mí mismo bien y bonito.
Recuerdo, también a orillas del Mediterráneo, un viaje en familia, unos cuatro años antes del momento anterior, al Cabo de Gata. Como siempre hacía, cuando estaba cansado de bañarme solo, en vez de jugar con los demás primos, me fui a dar un largo paseo hasta un escollo que separaba nuestra playa con lo que hubiese detrás de él. Trepé las rocas descalzo y cuando pude vislumbrar más allá, me encontré un pequeño jardín de las delicias de personas desnudas. Supongo que entre la vergüenza, la excitación, la taquicardia y la curiosidad debí decidir que yo en algún momento más adelante querría formar parte de ese jardín y que el pudor no fuese una cosa tan arraigada en mí como lo siguió siendo durante un buen tiempo. No habría descubierto esta pulsión y este propósito vital si no hubiese decidido apartarme de mis compañeros de viaje, en este caso mi familia, y hacer un pequeño viaje por mi cuenta dentro del viaje familiar, como una matrioska.
Y es que, como recomendaba en la primera entrega, concederse pequeños periodos de descanso del grupo en viajes acompañados siempre pueden hacer que el aprendizaje del viaje se multiplique exponencialmente y quién sabe, que descubras algo a tu grupo que no estaba contemplado ni por las guías en papel ni por las guías-persona que se empeñan siempre en hacer de su labor una especie de comedia ambulante con chistes basados en las anécdotas históricas más banales. Cuando viajas en grupo siempre ha habido una persona encargada de perder horas y horas en armonizar los gustos, las apetencias, las manías y los intereses de todo el grupo, de cuadrar horarios, ferries, museos, tranvías, paseos, las mejores horas para según qué cosa... En definitiva, de no perderse nada-qué-agotamiento. Hola, me llamo Carlos y he sido esa persona muchas veces.
Tratar de emular las experiencias de los otros siempre, o casi siempre, resulta frustrante. Es más, suele no ser recomendable intentar emular las propias
Sin embargo, cuando viajo solo no preparo nada. De hecho, me da mucha rabia –sé que es una rabia sin sentido, qué más da, que cada uno haga lo que quiera– la gente que antes de viajar pide recomendaciones de “sitios de desayunar y comer, tiendas chulas, lugares turísticos que no me debo perder, pero no donde haya mucha gente, cualquier tipes bienvenido” (sic.) en redes sociales. Para mí, gran parte de la excitación del viaje en estos momentos de mi vida tiene que ver con el hecho de dejar que la ciudad se comunique conmigo. Como una flor que se abre ante uno, imperceptiblemente, y que muestra impúdica todo el entramado que sus pétalos, estambres, pistilos, que hace tan solo un momento no estaban a la vista porque todavía no estabas preparado para percibirlos. ¿Cómo va a ser lo mismo ir a propósito a tal restaurante si la persona que te lo ha recomendado en aquel viaje estaba tan contenta, tan emocionada o tan borracha? La experiencia la construye uno en absoluta soledad –aunque vaya en grupo– y tratar de emular las experiencias de los otros siempre, o casi siempre, resulta frustrante. Es más, suele ser bastante poco recomendable intentar emular incluso las propias. ¿Para qué vivir dos veces lo mismo, por qué no buscar algo nuevo en el mismo trazado urbano?
Reconozco que mi metodología de viaje no funciona siempre o, a veces, tarda en manifestarse. Es cierto que estando uno solo, gestionarlo puede no ser del todo sencillo. Las ciudades nuevas tienen una gramática, una retórica, un acento y una entonación que el nuevo viajero tiene que aprehender con paciencia y sin urgencia. Siempre me pasa que cuando llego a una ciudad nueva o a una que hace mucho tiempo que por la que no he pasado y de la que, por lo tanto, he olvidado por completo cómo acertarle la vena, la sensación que experimento oscila entre la angustia y la cobardía. No hay viaje a ciudad nueva en la que no me pregunte qué necesidad tengo de exponerme a semejante incertidumbre. Este lapsus de ansiedad sin duda emana de las altas expectativas que viajes previos han provocado en mí. ¿Y si no soy tan feliz como en Nápoles? ¿Y si no le pillo el truco como a París? Al final viajar no va tanto de estar en un lugar extraño sino de exponer tu viaje interior a la idiosincrasia de lo nuevo.
Es en el golpe de realidad donde está el poder mismo de la creación. Cuando uno confronta lo que ha inspirado con lo que ha provocado esa inspiración
Me gusta mucho escoger una parada de transporte público alejada de las zonas turísticas, que me llame la atención por su nombre, viajar hasta allí como si algo tuviera que hacer y dedicarme a vagabundear hasta un punto de la zona turística que conozca, para darle un principio, un fin y una dirección a la pequeña odisea. Es maravilloso ir dejando que la ciudad vaya evolucionando sobre sí misma, observando los bloques de viviendas donde todavía no ha llegado la plaga de los apartamentos turísticos, los comercios minoristas, las pequeñas tabernas para la gente de allí. Conocer cómo son los barrios populares de una ciudad da mucha más idea de la propia ciudad que las zonas regadas de millones para mantenerse espléndidas para uso y disfrute cazadores de fotos. Mis paseos no son instagramables, en muchas ocasiones tengo la extraña sensación de estar en cualquier ciudad, porque la humildad es totalmente uniformadora, pero es en esas escapadas de lo que se espera de mí como turista es donde más aprendo y donde mejores descubrimientos hago.
Otro procedimiento al que recurro mucho es ir a visitar, o más bien revisitar, lugares que han sido impactantes para mí a través del cine, la literatura o cualquier artefacto cultural. Llego a ellos también como destino de una pequeña odisea, andando desde donde esté antes, para observar cómo la ciudad se va modificando desde la zona en la que estoy hasta la que quiero llegar. Normalmente la mirada del cine o el poder de la propia imaginación en la literatura es mejor y más estética que cualquier realidad física, sea la que sea, pero es precisamente en ese golpe de realidad donde está el poder mismo de la creación. Cuando uno confronta lo que ha inspirado con lo que ha provocado esa inspiración, entre en contacto, de alguna manera, con el puro acto de lo artístico como fuerza sanadora y transformativa. Lejos de vulgarizar la experiencia, la completa, como en una especie de caleidoscopio donde se juntan lo real y lo artístico. Además, permite elucubrar, jamás saber a ciencia cierta, cómo funciona la inspiración.
Siempre hay un momento, cuando en vez de a golpe de monumento uno reescribe los mapas de una ciudad a base de estas pequeñas odiseas, que en realidad son citas románticas que uno tiene con la ciudad, que es verdaderamente mágico. Es, precisamente, cuando en ese mapa de arañazos conectas sin pretenderlo los retales urbanos que ya han formado parte de pequeñas odiseas anteriores. Ese es el momento en el que de verdad conoces una ciudad que no es la tuya. Cuando sabes enlazar manzanas, avenidas, traveseras en una colcha de patchwork más grande, más imbricada y absurda pero, a la vez, coherente. A mí ese momento me da mucha satisfacción y, sin la pretensión de creerme ciudadano de ninguna parte, ni siquiera de las ciudades donde he vivido, ser capaz de conectar esos retales me sirve para sentir que el viaje en sí mismo ha merecido la pena. Ahora imagine, usted lectora, poder llegar a eso teniendo que cumplir decenas de checksturísticos, haciéndose cargo del hambre, el cansancio o la pura desidia de una o varias personas del grupo. Dejando que los demás provoquen interferencias entre la ciudad y usted misma. Sería, sencillamente, imposible, ¿no le parece?
A viajar solo se empieza viajando acompañado. De hecho, mucho antes de que la propia naturaleza del viajero solitario se vuelva imperiosa. Yo empecé bastante joven, como con diecinueve años. Uno de mis mejores enemigos, aunque por aquel entonces todavía no había desplegado su muestrario de pequeñas e innecesarias...
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Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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