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DESTELLOS DE VERANO (III)

Fin de era en la Isla de Wight

El festival inglés de 1970, degenerado en batalla campal, marcó el crepúsculo del sueño de los años sesenta

Miguel Ángel Ortega Lucas 16/08/2024

<p>Festival de la Isla de Wight, 1970. / <strong>Roland Godefroy</strong></p>

Festival de la Isla de Wight, 1970. / Roland Godefroy

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Visto tan a la distancia, aquello de la Isla de Wight, Inglaterra, agosto de 1970, debió de ser la escenificación más fiel de lo que muchos consideraban Rock&Roll: no sólo un género musical, sino toda esa forma de vida que convulsionó al mundo en los años cincuenta del siglo XX. El Rock&Roll, con sus erres mayúsculas, fue probablemente el primer invento para la historia de los hijos de la II Guerra Mundial (que también fueron en sí mismos un invento: el de la marca adolescente considerada por primera vez como nicho poblacional de influencia). Esos que crecieron en Estados Unidos con la paranoia de la Guerra Fría, con simulacros en los colegios en caso de bomba atómica, y que al alcanzar la primera juventud acabaron implosionando en propia piel, hartos de tanto miedo, tanto corsé, tanto puritanismo y tanta mierda. Hartos del catecismo oficial de aquel país que –como cantara un ídolo escurridizo de esa generación, Bob Dylan– tenía “a Dios de su parte”. Un Dios que santificaba sus guerras como hiciera durante milenios en la Vieja Europa; por ejemplo la interminable, absurda y atroz guerra de Vietnam. “¡La jodida guerra de Vietnam!”, que gritaban en la inolvidable Forrest Gump, obra maestra cinematográfica de Robert Zemeckis que ilustra inmejorablemente aquella época.

No hubo, a Dios gracias, más bombas nucleares tras las de 1945 en Japón –aunque la amenaza y su terror persistían–, pero en los años sesenta eclosionó casi todo: la píldora anticonceptiva y la contracultura, la minifalda y el new age, García Márquez y los Beatles, Serrat y el Che Guevara. Y por encima de todo, e incluyéndolo todo en un viaje astral cuyas brasas aún persisten –y cuyas víctimas aún duelen–, eclosionó un fulgor en el inconsciente colectivo que pareció propulsar a la humanidad a un sueño común de concordia por encima de razas, credos y naciones; harta ya la mayoría de tanto odio, tanto fanatismo y tanta guerra como se aguantó durante la ominosa primera mitad del siglo. Claro que siempre los hay que se pasan de rosca en cualquier dirección. Escribía Rosa Montero en El País, treinta años después de aquello, que en los sesenta el consumo de drogas “tuvo mucho de investigación y misticismo” (quizás también de deliberada destrucción masiva de toda una generación, aunque ese es otro tema), y muchos cruzaron de tal modo la frontera psíquica que “salieron de la década camino de la demencia o de otras drogas más duras. Camino del reventón mental, de la sobredosis o el suicidio”.

En los años sesenta eclosionó casi todo: la píldora anticonceptiva y la contracultura, la minifalda y el new age

En 1969, agotándose la década, todavía se vivió una manifestación masiva de sus mimbres más puros en el festival de Woodstock, celebrado en el paraje homónimo a las afueras de Nueva York entre el 17 y el 20 de agosto. Fue, según las crónicas, un episodio ejemplar de flower-power hippie con luz de mecheros, fraternidad universal y cánticos pacifistas. Cerca de medio millón de personas escucharon, bajo una lluvia tenaz, a Jimi Hendrix, Janis Joplin, The Who, Joan Báez y un nutrido etcétera. Las instalaciones eran precarias, pero aquella multitud dio un ejemplo de respetuosa convivencia, y el evento quedó como el clímax espiritual de aquellos años.

Resulta, por contraste, una broma negra lo ocurrido sólo un año después en la británica Isla de Wight. Si bien los setenta verían la consagración del Rock&Roll como arte mayor, como cultura popular tal y como hoy la conocemos –aniquilados los prejuicios de la “intelectualidad” contra ese pandemónium que tan poco tenía que ver con la música de cámara–, aquellos años levantaron asimismo la pira funeraria en que arderían muy lentamente, casi sin hacer ruido, todos los sueños de la década anterior. Fue una época literalmente incendiaria. Desde el polvorín de Oriente Medio a los golpes militares (patrocinados por la CIA) en América Latina, desde los últimos crímenes del franquismo a los primeros crímenes de ETA, desde las acciones terroristas de las brigadas rojas en Alemania e Italia hasta los disturbios por segregación racial en Sudáfrica, culminando con la invasión de Afganistán por la URSS en 1979.

En el verano de 1970, un año después de Woodstock, carteles colgados aquí y allá por toda Inglaterra anunciaban la celebración de un festival con la participación de algunos de los nombres más rutilantes del folk y el rock anglosajón –que era casi el único que existía entonces–. Sería durante los últimos seis días de agosto, a razón de entre tres y siete libras la entrada, para una afluencia total estimada de 200.000 personas. Ese era el planteamiento, las buenas intenciones de los organizadores. A quienes seguramente contrató luego Belcebú para empedrar y dar fiestas en el infierno.

Un amigo del que suscribe, el empresario mallorquín ya retirado Francisco Alomar de la Guardia, fue uno de los testigos de aquello cuando contaba 21 años. El libro de memorias que tiene entre manos recogerá puntualmente el episodio. Por ejemplo, que al llegar al norte de la isla, en East Cowes, y tratar de hacer autoestop para recorrer las veinte millas que les separaban del festival –una planicie sobre el mar llamada Afton Down–, más de un motorizado les gritó “cabrones” por la ventanilla (bastards en su idioma): a los lugareños, “en su mayoría agricultores y jubilados de alto poder adquisitivo, no les gustó nada aquella invasión de desarrapados”. Su parte de razón tenían, porque la impresión del joven Alomar y sus compañeros –dos alemanas, una pareja suiza y un austríaco, llegados todos desde Bournemouth– al divisar Afton Down fue, asegura, “apocalíptica”. Colapsaba la explanada una babilonia de cuerpos que, según fueron comprobando, dormían en tiendas de campaña o al raso, iban vestidos o no, fumaban marihuana, le daban al LSD y retozaban alegremente en público. Pero sobre todo colapsaban el lugar: llegaron a ser 600.000. Que son casi los que alberga hoy, por ejemplo, toda la ciudad de Sevilla.

De alguna forma se había corrido la voz por Inglaterra, y parte del continente, de que no había que pagar un duro

También vio Alomar algo que volvería a presenciar no mucho después en su tierra, concretamente en Ibiza: “Hijos de papá llegando a bordo de avionetas y Rolls Royce Silver Shadow con chófer… Eso sí, perfectamente ataviados [desarrapados] para el evento”.

The Doors, The Who, Jimi Hendrix y Miles Davis eran los principales reclamos del cartel, artillado en el frente folk por Leonard Cohen, Joan Báez, Kris Kristofferson y Joni Mitchell. Gente de altísima relevancia que, en contra de lo que muchos habían pensado, no podían permitirse tocar allí con toda su banda “gratis”. Éste fue uno de los puntos filipinos de la cuestión, porque de alguna forma se había corrido la voz por Inglaterra, y parte del continente, de que no había que pagar un duro. De ahí que apareciera el triple de gente de la esperada, muchos de los cuales estaban dispuestos a reventar aquello con la excusa de las tres libras –como podían haber estado reventando cualquier cosa en cualquier sitio–.

La organización se vio obligada a levantar una valla para que la gente no se colara, cosa que empeoró el asunto. Vino a rematarlo el muy mejorable sonido, que hizo que el público se chillara entre sí durante las actuaciones, para que los otros se callaran y se pudieran oír las canciones. Claro que conseguían lo contrario: se oían los gritos, propios y ajenos, no a los músicos. Los conciertos de The Doors y The Who fueron luego evaluados con una exigencia digna de mejor causa, pues, teniendo en cuenta las condiciones y la atmósfera, resultan perfectamente respetables. A Miles Davis se le ve en su salsa de trompetista de Hamelin, con relativa calma alrededor; quizás porque tocó de día, quizás porque no hacía falta escuchar más que a su instrumento. Pero en la intervención de Jimmy Hendrix alguien tiró un objeto candente al escenario. Ya era habitual que volaran hacia allí las latas de cerveza.

Aquellos muchachos actuaron con la inquietante sensación de tener que disuadir a un pelotón de fusilamiento. Sobre todo los que salían a pecho descubierto, con la guitarra de palo como escudo y sin mucha guardia sonora detrás. El público pareció ser más cortés con las damas del folk, Báez y Mitchell, seguramente porque sus prodigiosas voces de altísimos registros podían llegar, y amansar, hasta al último vándalo. Pero el cantautor de escuela country Kris Kristofferson –promotor del evento para más escarnio– acabó desertando en plena actuación: acojonado. “I think they’re gonna shoot us (“Creo que van a dispararnos”), se le intuye murmurar, girándose a uno de sus músicos, en el vídeo de su intervención. Muchos años después diría al hilo del suceso que “ponerse delante de la gente es una de las cosas más aterradoras que puedes hacer, especialmente si estás exponiendo tu alma” a través de una canción. Pero mucho más aún si la actitud del público es en sí misma una amenaza.

Hay otro factor, digamos inconsciente, que pudo influir a él y a otros, y que procede de la década que andaban enterrando: en Estados Unidos, disparar a gente subida a una tribuna estuvo en vías de convertirse en tradición. Si podían matar a Martin Luther King (1968), si podían matar al mismo presidente Kennedy montado en un descapotable (1963), por qué no iba a haber un loco, entre una multitud enloquecida, capaz de disparar desde lejos a un perroflauta con guitarra. (Al Kooper, creador del célebre acompañamiento de órgano del Like a Rolling Stone –1965– de Bob Dylan, confesó mucho después a Scorsese que se negó a girar con él por el sur de Estados Unidos debido a ese miedo a un atentado.)

Es de suponer, además, que en la Isla de Wight no habría mucho policía dispuesto a meterse en aquel muladar –organizados seguramente a retaguardia para defender a los vecinos de una posible invasión zombi–. De modo que, visto hoy, resulta milagroso que no hubiera que lamentar daños mayores: una marabunta de medio millón de personas, en su mayoría incómoda, colocada y cabreada, era francamente una hidra de comportamiento imprevisible, quizás mortífero.

Visto hoy, resulta milagroso que no hubiera que lamentar daños mayores

Les hacía falta un profeta. Un guía que supiera abrirse paso entre sus mentes como Moisés por entre las aguas del Mar Rojo. Hacía falta un chamán, encantador de serpientes y judío errante llamado Leonard Cohen. Quien estaba por cumplir los 36 –de los mayores entre aquella escuadra musical– y venía recién fogueado de su primera gira europea. Literalmente. En uno de sus primeros conciertos, en Alemania en el mes de mayo, alguien llegó a apuntarle con una pistola. A principios de ese mismo agosto cantó en un concierto organizado por el Partido Comunista francés en Aix-en-Provence, donde le tiraron botellas y le llamaron fascista por haber llegado allí a caballo (el remedio para evitar la carretera atestada): él desafió al público a batirse con él de verdad, a sable o pistola. Algo de esto debió de influir para acabar bautizando a su recién estrenada banda como The Army (El Ejército).

Recién despertado de una siesta en su caravana a las dos de la madrugada del domingo, último día del festival, y vestido de uniforme o pijama caqui de infantería, agotado, desgreñado y puesto como el resto del mundo allí, Leonard Cohen hechizó a aquella “débil nación” de 600.000 náufragos bajo la lluvia cuando nadie podía esperarlo. Y cuando muchos esperarían, seguramente, que sus salmodias cantadas terminaran de sacar de quicio al potencial asesino emboscado entre la audiencia. De una forma que en aquel momento pareció cosa de magia –y así lo contaron luego compañeros y testigos–, la suya fue la única actuación honrada con silencio en todo el festival.

Al poco de tomar el escenario y empezar a hablar, Cohen invitó al público a encender una cerilla, en un rito comunal sin propósito aparente. En realidad estaba encendiendo la pira de toda una época sobre una costa arrasada. Y poniendo un ungüento balsámico sobre la rabia de toda aquella generación, la de los hijos del Rock&Roll, que ya intuían adónde irían a parar tantos sueños de libertad y gloria…: “Saldrán de la década –concluía Rosa Montero– camino de sus sillones en una notaría o de sus sobredosis; (…) de sus bodas convencionales, sus amantes secretas, sus chanchullos inmobiliarios, sus abusos de poder…”. Camino, los hippies de los sesenta, de convertirse en los yupis de los ochenta.

Leonard empezó cantando Bird on a wire aquella noche del 31 de agosto de 1970:

Como un pájaro en un cable,
como un borracho en un coro de medianoche,
he intentado, a mi manera,
ser libre.

Visto tan a la distancia, aquello de la Isla de Wight, Inglaterra, agosto de 1970, debió de ser la escenificación más fiel de lo que muchos consideraban Rock&Roll: no sólo un género musical, sino toda esa forma de vida que convulsionó al mundo en los años cincuenta del siglo XX. El Rock&Roll, con sus...

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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