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DESTELLOS DE VERANO (IV)

Lady Di y el último cuento de hadas

La “princesa del pueblo”, fallecida en agosto de 1997, concitó un fervor que aún perdura en la memoria colectiva

Miguel Ángel Ortega Lucas 24/08/2024

<p>La princesa Diana de Gales en South Shields (Reino Unido) en 1992. /  <strong>Newcastle Libraries</strong></p>

La princesa Diana de Gales en South Shields (Reino Unido) en 1992. /  Newcastle Libraries

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Que las bodas reales sean calificadas como de “cuento de hadas” resulta ya una cursilada tan manida que casi perdió su significado. Pero lo cierto es que, vista a otra luz, resulta la imagen que mejor explica a esa institución, para tantos obsoleta, llamada monarquía. 

Porque la monarquía es justo eso: un cuento infantil. Más allá de cuestiones de Estado y de los resortes por los que los dueños del sistema deciden mover o no sus piezas en el tablero, la leyenda de una “familia real” jamás se mantendría si no fuera porque millones de personas la sostienen mediante una fascinación que necesitan. O creen necesitar. ¿Qué es la monarquía? Un mundo irreal implantado en el mundo real (el de la realidad, no el de la realeza). Un trampantojo como un pase de magia por el cual la gente puede presenciar cómo lo imposible se vuelve posible: donde no operan las leyes que imperan para los mortales y no existe la mezquina vida cotidiana; donde no hay que trabajar para sobrevivir, te lleva un chófer a todas partes, todos los niños salen rubios e impecables y váteres hechos de diamante transmutan el pis en colonia y lo otro en arco iris. Con perdón.

“La exhibición del lujo más obsceno y el protocolo más fantasioso [ahí la palabra mágica] constituyen un signo de identidad de los royals” británicos, escribió el periodista Enric González en su libro Historias de Londres (2007), donde ejerció varios años de corresponsal. “¿Quién puede permitirse tres aviones, dos helicópteros y un jet privado? Por no hablar de las decenas de figurantes instalados en alguno de los 135 palacios y residencias propiedad de la reina (…) cargos como los Pajes de Presencia, los Pajes de la Escalera Trasera, el Guardián de los Cisnes Reales, el Alabardero del Cristal y la Porcelana…”. De corolario, pueden suceder cosas como que, al incendiarse el castillo de Windsor en 1992, Isabel II, que cobraba millonadas de Hacienda (su heredero no será menos), se negara a “dar un penique de su bolsillo” para restaurarlo. Sufragaron el capricho, de nuevo, las devotas arcas públicas. Porque los castillos de Walt Disney con familia real dentro, Alabarderos de la Porcelana incluidos, no se sostienen solos en el aire.

En Disneylandia, como en cualquier parque temático del estilo, el espectador penetra en otra dimensión espacio-temporal, un mundo que es éste pero es otro al mismo tiempo. Los visitantes que acuden masivamente a ver el palacio de Buckingham lo hacen espoleados exactamente por el mismo impulso: contemplar algo al alcance de la mano que es a la vez inalcanzable. Con la sutil diferencia, entre otras, de que la familia real es aún más espabilada para los negocios que Walt Disney embalsamado: cobran de todo el país sin dejarles ver nunca el tinglado por dentro. 

Este último es uno de los factores decisivos por los que la joven, pizpireta y arrojada Diana Spencer, hija de aristócratas para más inri, no tuviera mucha idea de dónde se estaba metiendo cuando accedió a casarse con Carlos de Inglaterra, Príncipe de Gales y heredero al trono británico, cuando él tenía 32 años y ella acababa de cumplir 20. Puede sonar, no ya cursi, sino de una ingenuidad inconcebible, visto hoy, que una íntima amiga de Spencer, Simone Simmons, asegurara décadas después que Diana consideró literalmente “un cuento de hadas” casarse con Carlos de Windsor. Pero, más allá de ser lectora de novelas románticas, lo cierto es que Diana se enamoró de verdad, y hasta el tuétano, de aquel zangolotino (palabro en desuso que sólo aquí puede usarse sin pudor) que en realidad llevaba años enamorado de otra mujer. Carlos y Diana se conocieron en una cacería, y al parecer fueron las abuelas de ambos las que impulsaron la alianza medieval de linajes. [Dignas de estudio, por cierto, las coincidencias entre cazar y echar el lazo que parecen darse en la aristocracia de ayer y de hoy.] Tras someterse al escrutinio de los Windsor durante un fin de semana en el castillo escocés de Balmoral –conviene recordarlo–, Diana Spencer sobrevivió a la noche en el bosque encantado para convertirse en futura reina de Inglaterra. 

Se casaron en el verano de 1981, y el evento, o su repercusión pública, viene a corroborar lo que decíamos al principio. Gran Bretaña sufría entonces una profunda recesión, con disturbios callejeros que habían sacudido Bristol y Liverpool. Muchos podrían pensar que, ante la fastuosidad inverosímil de una boda patricia, salieran muchos más a prender fuego a las calles. Pero no. Al menos no en Inglaterra –país de contradicciones fascinantes en la relación de los súbditos con el poder–. El pueblo salió a las calles ese 29 de julio, sí, pero para celebrar el enlace tal que si fuera propio. Pudiera resultar absurdo, pero no cabe analizarlo desde una perspectiva racional. Se trataba de la monarquía, y de la actualización del cuento de hadas. La gente no iba a cabrearse con ellos por comparativa social: iba a celebrar que en algún lugar de su mundo conocido, en crisis, seguía existiendo otro mundo mágico, habitado por seres medio humanos, medio divinos, inmunes a sus miserias cotidianas. “¡No me puedo creer que dediquen tiempo para nosotros!”, exclamaba una joven ante una cámara de televisión por aquella época, tras contemplar otra aparición de la joven pareja real. Muchos necesitan creer en eso, porque la monarquía es un espejismo en que convergen el mito y la realidad, el sueño infantil y el telediario. 

 La monarquía es un espejismo en que convergen el mito y la realidad, el sueño infantil y el telediario

Diana Spencer, princesa de Gales en ciernes, hizo su aparición de cuento de hadas en la abadía de Westminster –“la novia más romántica y mágica que ha visto la Tierra”, dijo el comentarista de la BBC– con un vestido de tafetán de seda marfil que incluía ribetes de encaje antiguo y una cola de 7,5 metros bordada a mano. Una cola blanca como la estela de un cometa; casi tan larga como la que dejaría al dejar este mundo dieciséis veranos después. “Yo me casaré en Westminster”, dicen que había dicho años atrás. También dijo luego en varias ocasiones a sus íntimos tener la certeza de que “moriría antes de tiempo”. Como las grandes leyendas de la cultura popular, aunque no lo dijera en absoluto con esa intención.

Todos buscamos, seamos o no conscientes, eso que llaman “un cuento de hadas”. Quienes buscan una pareja que les salve para siempre de la soledad de este mundo buscan un cuento de hadas. Quienes creen en la política como la fórmula mágica que resuelve todos los problemas buscan un cuento de hadas. Quienes creen que tener un billón de euros les va a aliviar la angustia de ser mortales buscan un cuento de hadas. Quienes creemos cada día, en fin, que conseguir tal o cual cosa en el mundo exterior nos va a liberar del dolor que conlleva ser humano buscamos –más o menos desengañados o no– un ilusorio cuento de hadas. Pero no es que sean mentira los cuentos de hadas: es que pretendemos hacerlos realidad donde no es. Donde las hadas no tienen jurisdicción; sólo nuestros deseos más niños. 

A “la novia más romántica y mágica que ha visto la Tierra” se le rompió el hechizo entre las manos el mismo día de su boda, según testimonios de su gente más próxima

A “la novia más romántica y mágica que ha visto la Tierra” se le rompió el hechizo entre las manos el mismo día de su boda, según testimonios de su gente más próxima. Su amiga Simone aseguraba en un documental en 2017 que fue ese día cuando supo del lío entre su prometido y la señora (casada) Camilla Parker-Bowles. Y que “su primer impulso fue salir corriendo, pero su familia se lo impidió”. 

Desde entonces, la vida de Diana de Gales sería una huida constante. Primero –lógicamente– de la realidad, pues resulta durísimo, para ella y para cualquiera, tener que asumir que el cuento de hadas no sólo es irreal, sino sobre todo una estafa siniestra; y, de colofón, una trampa sin escapatoria. Porque las princesas “mágicas”, rubias y perfectas no se divorcian. No pueden divorciarse: ni por las leyes del reino, ni por el imperativo del amado pueblo que la aupó, ni, en última instancia, por las puras leyes divinas: los reyes son el puente entre los hombres y Dios. De ahí que el rey de Inglaterra sea también el “supremo gobernador” de la Iglesia anglicana. (De ahí que Francisco Franco se invistiera “caudillo de España por la gracia de Dios”. De ahí que el presidente de los Estados Unidos decrete con autoridad papal: “Dios bendiga América”. Etcétera.) 

Pero si durante un tiempo –con el nacimiento de sus hijos– trató de convencerse de que lo de su marido con Camilla podía acabarse en cualquier momento, que cualquier día podía despertarse y encontrar el cuento de hadas intacto y resurrecto, tal y como se lo contaron al principio, no tardó en desengañarse del todo. Y entonces comenzó otra variable del cuento que no estaba en absoluto prevista por los escribas de palacio ni por los titiriteros de la obra: que se erigiera en eso (tan cursi pero real) de “la princesa del pueblo”, merced a la forma descaradamente natural con que Diana de Gales eclipsaba a todos en cuanto a aparecía en escena, dejando al zangolotino consorte como a un paje encargado de llevarle el té. Y consiguiendo muy pronto, sin siquiera proponérselo –y esto era lo más inquietante–, hacerse con el fervor incondicional no sólo del pueblo de Inglaterra, sino de medio mundo. 

El colosal ascendente que esa mujer –ignorada y herida por su familia de adopción– logró en el imaginario colectivo puede explicarse por la convergencia de diversos factores, pero todos nos llevan de nuevo al deslumbrante mundo de las hadas. En este caso, a un ámbito exclusivo (que sólo Grace Kelly, actriz y luego princesa de Mónaco, pudo conocer, aunque no en tal magnitud), donde vienen a fundirse el mundo mágico de la realeza con el mundo estratosférico de las estrellas de cine. 

Conforme ganó en años y madurez, en belleza serena y seguridad, Diana fue ganando también centímetros de aura dorada

Conforme ganó en años y madurez, en belleza serena y seguridad, Diana fue ganando también centímetros de aura dorada. Lo tenía todo para rendir al mundo –o al menos a ese mundo que necesita figuras, literales y metafóricas, a las que rendir pleitesía–. Era aristócrata pero tenía formas plebeyas, como de niña rica que saliera en chándal a comprar el pan. Era guapa sin exageración, elegante sin la ostentación idiota de muchos de su casta, discreta pero encantadora, elusiva pero astutamente coqueta con esa prensa que la encumbró y que fue necesitando chupar cada vez más de su imagen millonaria. Y tenía, sobre todo, una amabilidad auténtica, desarmante y sin dobleces, que se ganaba a cualquiera en la distancia corta porque era muy difícil percibirle un soplo de impostura por entre el hálito de su perfume carísimo. 

Se convirtió así en el quebradero de cabeza mayor para la Casa Real (La Firma, que se llamaban a sí mismos con su legendario cuajo). Mucho más que por sus presuntos “escándalos”, consistentes en tener amantes exactamente igual que su marido, por su audacia a la hora de aprovechar el puesto en que había ido a caer. El revuelo y la (benéfica) repercusión planetaria que causó su visita a un hospital con enfermos de sida, a los que abrazó y dio tranquilamente la mano en un tiempo en que muchos creían que eso podía matar, casi mata del susto a la reina Isabel II –antes de que supiéramos que esa mujer no sangraba–. Su campaña contra las minas antipersonas puso el foco en ello cuando casi nadie prestaba atención, porque su sola presencia era el foco. El problema es que, estuviera donde estuviera, fuera cual fuera la causa que quisiera defender, su vida privada era casi lo único que interesaba a la mayoría de la prensa, rosa, amarilla y del color que fuese.

También el papá Mohamed Al-Fayed buscaba su propio cuento de hadas, en su caso una especie de Mil y una noches

Muchos recordarán aquel culebrón retransmitido casi en directo en el verano de 1997, con las revistas y los magazines de medio mundo consagrados a explotar hasta el delirio la nueva relación de Diana, esta vez con Dodi Al-Fayed, hijo del multimillonario egipcio dueño de los grandes almacenes Harrods. También el papá Mohamed Al-Fayed buscaba su propio cuento de hadas, en su caso una especie de Mil y una noches, reducidas a dos semanas de agosto, en que presionó a distancia a su hijo para que consiguiera casarse con la ya exprincesa de Gales (en la notable serie The Crown no tienen piedad en retratarlo como un megalómano narcisista dispuesto a emparentar a toda costa con la realeza, y de paso conseguir la nacionalidad británica). El idilio veraniego entre Diana y Al-Fayed quedó en la memoria colectiva por el accidente del 31 de agosto en París, al morir juntos en el Túnel del Alma –qué sitio para irse– cuando huían de los paparazzi. Sin embargo, apenas estuvieron juntos los últimos quince días de agosto, y ella no tenía intención alguna de casarse. 

Tampoco de pasar a la historia de esa manera, pero lo hizo (y de alguna forma lo sabía). Todas las proyecciones acumuladas sobre ella durante casi veinte años estallaron al día siguiente ante los ojos de millones de personas en todo el mundo, esos que habían depositado en su aura una misteriosa posibilidad de redención propia. De ahí que tantas personas puedan recordar dónde se encontraban al conocer la noticia de su muerte, llorada días después en la abadía de Westminster –allá donde se casó– por la voz y el piano de su amigo Elton John. Cuyo letrista, Bernie Taupin, varió la letra dedicada en su día a Marilyn Monroe para adaptarla a la “rosa de Inglaterra” malograda. Y ciertamente guardan paralelismos: ambas amadas por la gente, acosadas por la prensa, temidas u odiadas por el establishment, y muertas en unas circunstancias nunca aclaradas del todo. 

Cuatro veranos después, ya enterrado también el siglo XX, otras dos torres altísimas estallaron en la isla de Manhattan, certificando el fin de la edad de la inocencia.

Que las bodas reales sean calificadas como de “cuento de hadas” resulta ya una cursilada tan manida que casi perdió su significado. Pero lo cierto es que, vista a otra luz, resulta la imagen que mejor explica a esa institución, para tantos obsoleta, llamada monarquía. 

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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