ELLA VIAJA SOLA (IV)
No dar tu ciudad por sentada
Madrid es inmenso, no se acaba nunca: su gente, sus barrios, sus recodos. Y desde que viajo solo he aprendido a sentirme viajero en el lugar donde vivo, tratando de ensanchar su mapa de arañazos
Carlos García de la Vega 25/08/2024
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Este viaje en cuatro etapas de reflexiones, pensamientos y aprendizajes sobre viajar solo llega, como cualquier viaje, a su fin con esta entrega. Al final, lo que podría parecer que iba a ser el típico manual para turistas –nunca fue la intención–, ha resultado ser una pequeña exploración sobre mí mismo a través de los viajes que he hecho últimamente. No sé a cuántos turistas habré podido ofender con mis reflexiones ni a cuántos les habré invitado a pensar o repensar un poco su forma de viajar. Mi deserción del mundo del turismo para convertirme en otra cosa pasa menos por la militancia que por la necesidad personal. Supongo que una crisis vital absoluta, que se llevó por delante toda certeza al iniciar mi década de los cuarenta, ha hecho que me plantee todo de cero y que trate de buscar un sentido nuevo a las cosas que hago, desde la convicción, la voluntad y no la inercia o el comportamiento gregario. Algunas cosas se mantienen “como siempre” porque a pesar del escrutinio he decidido mantenerlas así. Viajar no es una de ellas. Durante mucho tiempo me sentí mal visitando Berlín fugazmente como un turista muy concreto que parasita esa ciudad. En esta nueva etapa he hecho de Berlín una cara B de mi vida, estoy intentando la construcción de una especie de hogar paralelo allí, y a raíz de hacer sublet (subarriendo temporal, en aquella ciudad es una práctica muy habitual) de una habitación quince días el verano pasado, ahora tengo un barrio y una casa a la que volver. Ese anhelo nunca satisfecho antes de la debacle se ha hecho realidad ahora y está muy relacionado con el viajar solo.
Soy consciente de que esta colección de artículos ha tratado solo de viajes a otras ciudades y es que, aunque disfruto mucho de la naturaleza, como escribió Juan Gallego Benot en su ensayo La ciudad sin imágenes (La Caja Books, 2023), lo rural (en este caso los viajes con objeto y objetivo natural) solo se puede entender desde la posición de un urbanita que necesita un antagonista paisajístico. Lo natural solo se sostiene conceptualmente porque la mirada hacia lo natural como visitable se planifica, se anhela y se mitifica desde la mentalidad de la ciudad. De alguna manera, los mecanismos del orientalismo que tan bien identificó en su crítica cultural Edward Said en los noventa, se aplicarían a la idealización y por lo tanto futura corrupción de los paisajes naturales. Pero es que, además, a mí me interesa hablar de la inmersión en las ciudades porque, como persona LGTBIQ+, reconozco el entramado urbano como el lugar seguro primigenio desde el que muchas personas del colectivo han podido construir sus existencias a base de prueba y error. Ese anonimato, esa conciencia de enjambre es la que permite a personas que en un momento dado no sabemos quiénes somos, que no sabemos por qué no encajamos, ir construyendo una identidad y, sobre todo, una comunidad. La ciudad que tantos ven como hostil para muchos es un refugio, una máscara y un tiempo muerto social hasta saber hacia dónde encaminar nuestras vidas. Es por eso que, sobre todo, me gusta visitar otras ciudades porque para mí, para mi colectivo, es como visitar los santuarios imaginarios donde los que nos precedieron pudieron estar a salvo y empezar a existir sin barreras.
Aunque nada me libra de ser oficialmente un turista, en vez del autoproclamado viajero que he dicho ser en estas páginas, aspiro a pasar por las ciudades que no conozco haciendo el menor daño posible al ecosistema social. Como vecino de Madrid, ciudad en la que llevo ya ocho años viviendo, mi vida se ve apenas alterada por el turismo porque he decidido vivir en un barrio hasta donde de momento no ha llegado la plaga de los alquileres turísticos (aunque están en pleno proceso de remodelación dos locales comerciales debajo de casa para convertirlos en cuatro ratoneras) y porque en este largo tiempo y tras alguna experiencia traumática he aprendido a esquivar casi por completo los lugares por donde pululan los turistas. Más o menos al cumplir un año viviendo en Madrid recuerdo que le decía a un conocido: “Por fin siento que pertenezco a la ciudad, no me siento un extraño, ya he asimilado que esta es mi casa. Solo no me pasa esto en la Puerta del Sol; cuando paso por ahí, me sigo sintiendo parte temporal de un decorado”. Hoy ya no es así y sé que soy madrileño de adopción porque si tengo que pasar por casualidad por la Puerta del Sol lo hago como alma que lleva el diablo precisamente por mi radar de evitación de turistas. Habitar una ciudad turística me hace saber cómo comportarme en las ciudades que yo visito. Entre otras cosas, no yendo en rebaño.
Además, hace tiempo que he dejado de usar los apartamentos turísticos. El destrozo social que están causando en los barrios no merece la pena el ahorro de unos euros en mis viajes. Y, sinceramente, si no me puedo permitir una solución habitacional medianamente responsable, prefiero no viajar. He empezado a usar, hace un año o así, la red social Mister B&B, orientada a personas LGTBIQ+, y en mi afán por hacer una completa inmersión en la vida de las ciudades, meterse en casas ajenas por unos días está resultando una experiencia de lo más enriquecedora, porque no solo tienes donde dormir y asearte, sino que también, en el mejor de los casos, mantienes un intercambio con unas realidades queer distintas a la tuya en muchos aspectos, pero muy equiparables en muchas otras cosas, más esenciales. Aún recuerdo la maravilla de paseo en bici que Dimosthenis, mi anfitrión en Atenas, me ofreció y en el que recorrimos de un plumazo diacrónico, a golpe de pedal, todas las Atenas en el tiempo recogidas en esa ciudad, todos los tiempos, y estilos, hasta acabar en el monte Pnyx, donde se celebraba la antigua asamblea ciudadana en tiempos de Pericles (el primer parlamento de la historia, sic.) y desde donde pude asomarme al Pireo si giraba el cuello a la izquierda, con el sol reflejando en el mar como un espejo afacetado, o a la derecha a una vista frontal e inusitada de los Propíleos de la Acrópolis a una distancia suficiente, combinada con mi astigmatismo, para que la estruendosa multitud que allí se agolpaba no se distinguiera de la piedra.
Por coger aviones no me preocupo en exceso. No tengo coche, reciclo todo lo que está en mi mano, uso transporte público y Bicimad cuando la aplicación no está colgada y, siempre que se puede, elijo ir en tren. Todos los viajes en avión de mi vida equivaldrán a una semana en el jet de Taylor Swift; no puede ser alguien con conciencia ecológica más papista que el papa porque nos veríamos reducidos al absurdo.
Todos los viajes en avión de mi vida equivaldrán a una semana en el jet de Taylor Swift
Pero si algo he aprendido viajando solo, ha sido, sin duda alguna, a no dar por sentada mi ciudad. Madrid es el escenario de mi rutina, Madrid es el cobijo de gran parte de mi entorno social y afectivo, Madrid tiene un montón de lugares seguros en los que sé lo que me voy a encontrar. Pero es que Madrid es inmenso, no se acaba nunca: su gente, sus barrios, sus recodos. Y desde que viajo solo he aprendido a sentirme viajero en mi ciudad (o en Málaga, o Zaragoza, cuando visito a mi familia) tratando de ensanchar su mapa de arañazos y permanecer siempre, incluso en mi propio barrio, con el obturador muy abierto. Nada más satisfactorio que escoger una parada en el metro una mañana de domingo tranquila e irse lejos del escenario habitual, para encontrar un bar, escuchar a la gente, descubrir un parque o una plaza.
En realidad, lo que más me gusta de Madrid, cuando vuelvo de viaje, es su gente. Ese paisaje humano heterogéneo, seguramente sometido a condiciones de vida no del todo satisfactorias, pero que conserva, no se sabe muy bien por qué, una especie de anhelo o de promesa que está por cumplir, a pesar de sus políticos, a pesar de sus jefes. Hay una esperanza colectiva que está muy lejos del derrotismo con el que quiere pintar Madrid constantemente la gente que no encaja. Hace dos días he tenido la revelación –a mi edad– de que la gente con la que verdaderamente me entiendo sin esfuerzo es la gente que tiene mucha imaginación, que inventa escenarios posibles constantemente, que no tiene miedo a dejarse transformar por lo que todavía no existe. En realidad, la revelación fue darme cuenta de lo frustrante que es para mí tratar con gente que no la tiene y que todo lo vive desde la más absoluta literalidad y ausencia de simbolismo. Una vez asumido esto, creo que tengo claro que lo que me emociona de la gente que habita Madrid alegremente y como un ejercicio de voluntad, no de sometimiento, es que tiene precisamente esa esperanza que solo otorga la pura imaginación.
Este viaje en cuatro etapas de reflexiones, pensamientos y aprendizajes sobre viajar solo llega, como cualquier viaje, a su fin con esta entrega. Al final, lo que podría parecer que iba a ser el típico manual para turistas –nunca fue la intención–, ha resultado ser una pequeña exploración sobre mí mismo...
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Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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