Belén González / Psiquiatra y directora del Comisionado para la Salud Mental
“No es recomendable ir al psicólogo por sistema, y está costando hacer entender eso a la gente”
Adriana T. 3/08/2024
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En los últimos años, especialmente entre las generaciones más jóvenes, la salud mental parece haber dejado de ser un tabú, y acudir a psicoterapia ya no conlleva ningún estigma, pero no está claro todavía dónde estamos poniendo el foco cuando pensamos en salud mental. Mientras el fenómeno de la soledad no deseada no deja de crecer y España lidera el consumo mundial de ansiolíticos, no fue hasta el año pasado cuando se publicó el primer informe institucional en el que se vinculaba la precariedad laboral con la aparición de trastornos mentales.
La psiquiatra de la sanidad pública Belén González (Yeste, 1989), fue nombrada a comienzos de 2024 directora del recién creado Comisionado para la Salud Mental, que depende directamente del actual Ministerio de Sanidad, dirigido por Mónica García (Más Madrid). El Comisionado busca poner el foco en esta cuestión trascendental, que parecía olvidada en la política institucional. Charlamos con González por videollamada a mediados del mes de julio para tratar de aclarar conceptos clave relativos a la salud mental y al malestar colectivo al que casi nadie parece ser ajeno en los últimos tiempos.
Lo que entendemos por salud mental abarca una gran cantidad de aspectos muy complejos, pero si pudiéramos implementar una única medida para mejorar la salud mental de la mayor cantidad de población posible, ¿cuál sería?
Si pudiéramos acabar con la violencia de género y el sistema patriarcal, una cantidad enorme de patologías no se llegarían a producir
No hay una respuesta fácil. Sabemos, porque se ha estudiado en otros países y regiones, que una medida con un gran impacto sobre el nivel basal de salud mental de la población sería implantar una renta básica universal que alcanzara a todas las personas, desde la infancia hasta los más mayores. Por supuesto, esto no impediría que se desarrollaran trastornos mentales por otros eventos o circunstancias, pero tendría un efecto importante a nivel general.
Esa es una medida concreta y realista. Ahora bien, si pudiéramos acabar con la violencia de género y con todo el sistema patriarcal, una cantidad enorme de patologías leves, moderadas y graves que vemos en consulta no se llegarían a producir. Esas serían las dos medidas con mayor impacto.
¿Y qué se puede hacer desde la política institucional en una legislatura para mejorar la salud mental de la gente?
Lo que pretendemos es iniciar un cambio, empezando por un diagnóstico de cuál es la situación que estamos viviendo. Se están incrementando las cifras de patología mental y las prescripciones de psicofármacos, existe una preocupación generalizada por el tema. Todo esto tiene que ver, no solo con las circunstancias sociales y económicas que estamos viviendo, sino también culturales. La cultura es algo que ha modelado a lo largo del tiempo cómo se entiende la salud mental.
Sabemos que se han producido una serie de acontecimientos socioeconómicos y culturales que han impactado mucho en las vidas de la gente. Entre ellos, ha habido una precarización progresiva y sistemática de las condiciones de vida, especialmente apoyada en la dificultad de acceso a la vivienda y la dificultad para tener una vida autónoma. Se ha complicado mucho el acceso al empleo, sobre todo al empleo de calidad. Y también hay una aceleración de los ritmos de vida y de trabajo. Todo esto ha generado una fuerte sensación de incertidumbre y de falta de expectativas vitales. ¿De qué sirve trabajar si no voy a poder ni pagarme una habitación en un piso compartido? ¿Qué va a ser de mi vida? Esta es la situación que tenemos.
Estamos empezando a nombrar el malestar a través de términos médicos
Se habla del aumento de los diagnósticos de trastorno mental, pero el trastorno mental o las neurodivergencias parecen haber existido siempre. Sin ir más lejos, cuando una escarba en el historial de la propia familia, o en el de las familias de amigos y conocidos, siempre aparece un tío alcohólico, o alguien con conductas alimentarias alarmantes, o el primo que nunca logró sacarse la ESO, o la señora que se metía en la cama una semana entera y no salía. ¿Qué ha cambiado? ¿Le estamos empezando a poner nombre a lo que nos pasa?
Estamos empezando a nombrar el malestar a través de términos médicos. Han aumentado, sobre todo, los diagnósticos que tienen que ver con algunas manifestaciones concretas de salud mental, por ejemplo han aumentado mucho los diagnósticos de ansiedad, y algo menos los que tienen que ver con la depresión. También han aumentado los diagnósticos de trastorno límite de la personalidad, y los trastornos de aprendizaje, donde se incluyen el TDAH y el autismo. Sin embargo, en los últimos años no vemos que haya aumentado, por ejemplo, el diagnóstico de esquizofrenia.
Según apuntaba usted misma hace poco, el diagnóstico de esquizofrenia es doce veces más frecuente entre las personas de renta baja. Este dato es muy llamativo. ¿Cuál es la causa?
Hay una doble confluencia de factores que tienen que ver con la pobreza. En entornos de mayor pobreza hay una situación de mayor exclusión, de negligencia en los cuidados. E inevitablemente, hay más riesgo de acontecimientos adversos en la infancia, como pueden ser, por ejemplo, la falta de estímulos, los abusos sexuales, los accidentes, el maltrato de cualquier tipo o el consumo de tóxicos en el entorno próximo. Todos esos eventos adversos en la infancia, incluida la propia situación de pobreza, con todo el estrés y la angustia que genera, son factores de riesgo para que en la edad adulta uno pueda desarrollar un trastorno mental grave como la esquizofrenia.
Hace poco, John Read, profesor de Psicología e investigador de la Universidad de East London, decía en una entrevista que casi el 70% de las personas que han pasado por psiquiatría han sufrido abuso infantil, y más de la mitad nunca lo han hablado con un profesional. Lo que estamos viendo ahora es que existe una correlación muy fuerte entre sufrir traumas y eventos adversos en la infancia y el desarrollo posterior de trastornos mentales graves. Y además esto lleva una dinámica acumulativa. Si sufres un evento adverso, es menos probable que desarrolles un trastorno mental, pero si sufres diez o quince, la probabilidad aumenta muchísimo. Eso no hace que en entornos privilegiados uno no pueda desarrollar un trastorno mental, por supuesto. Pero es menos probable.
Luego se da otro factor inverso, y es que cuando tú desarrollas un trastorno mental grave, ese mismo diagnóstico y esa misma circunstancia te condena en la mayoría de los casos a estar en una situación de pobreza.
Intuimos, porque aún no lo hemos comprobado, que existen factores de vulnerabilidad genética que podrían predisponer al desarrollo de patología mental grave. Pero lo que sabemos hoy con certeza es que hay una vulnerabilidad adquirida que tiene que ver con las circunstancias de vida.
No hay ninguna persona dentro de las consultas de salud mental que no lo esté pasando fatal
Hemos hablado antes de la influencia de la cultura en la concepción de la salud mental. Por lo general, se define como trastornado a cualquier persona que se aparte de las normas que dictan en ese momento la sociedad y la cultura. Pero no es de extrañar que tanta gente se aparte de la norma cuando la norma es muy estrecha, ¿no? Pienso, por ejemplo, en que el colectivo LGBTI, que ha recibido diagnósticos de trastorno mental hasta hace muy poquito. ¿Desaparecerán algunos diagnósticos cuando aceptemos que la gente es, de hecho, muy diversa?
El historiador de la psiquiatría Rafael Huertas explicaba muy bien cómo con el auge de la burguesía lo normal deja de asimilarse a lo más prevalente, a lo que hace la mayoría, y pasa a ser una categoría moral, una norma dictada por un colectivo, en este caso el colectivo burgués. Es decir, lo normal era que las mujeres tuvieran hijos y se quedaran en casa mientras los hombres salían a trabajar, que las niñas se comportaran de cierta manera y no de otra, etcétera.
¿Qué es lo que ocurrió a continuación? Que lo normal y lo anormal se asimilaron a términos sanitarios, es decir, lo normal se asimila a lo sano y lo anormal a lo patológico. Y así, lo patológico deja de ser aquello excepcional para ser aquello que se sale de la norma moral. Históricamente, la psiquiatría ha sido responsable de recoger esas normas y reproducirlas. Con el tiempo, en la medida en la que hemos podido integrar la diversidad, y el colectivo LGTBI es un ejemplo de ello, hemos podido ir eliminando ciertos diagnósticos.
Ahora bien, esa es la teoría en salud mental. Lo que encontramos en la práctica en la consulta es a gente que sufre y lo pasa fatal. Muchas veces por ser distinta a otros, por ser diversa, por ser repudiada dentro del entorno social, por ser señalada. Pero lo que recibimos en salud mental es todo ese sufrimiento. No hay ninguna persona dentro de las consultas de salud mental que no lo esté pasando fatal.
Cuando le dices a alguien que su malestar ocurre por cosas que están mal en su cerebro, lo que estás haciendo es eliminar la posibilidad de pensar que el problema está fuera
¿Entender la salud mental desde una perspectiva estrictamente biologicista le ha sido útil al capitalismo?
El biologicismo es una perspectiva reduccionista de la salud mental y es cierto que ha prevalecido como la visión hegemónica en los últimos años. Y sí, esto tiene que ver con el capitalismo. No es que le sirva de manera voluntaria, no creo en las teorías de la conspiración, pero claramente es la perspectiva más útil porque es la que mejor encaje tiene en el actual sistema socioeconómico y cultural al promover el individualismo y la responsabilidad interna en el ámbito de la salud mental. Cuando tú le dices a alguien que su malestar, ya sea una esquizofrenia o un poco de ansiedad, ocurre por cosas que están mal en su cerebro y a eso le pones una etiqueta médica, lo que estás haciendo es eliminar la posibilidad de pensar que el problema está fuera, que puede tener que ver con el trabajo, con la vivienda o incluso con la familia, con sus relaciones personales o con la organización social. Esta fantasía capitalista de que somos empresarios de nosotros mismos se reproduce aquí también en el sentido de que uno es responsable de todo lo que le pasa y si está enfermo, está enfermo por dentro y no tiene por qué buscar fuera ninguna causa.
En España tenemos ahora un problema muy grave con la prescripción y el consumo de benzodiazepinas. Se está empezando a hablar de desprescripción, pero, ¿qué alternativa para paliar el dolor le estamos ofreciendo a la gente cuando les retiramos el Orfidal para que no se hagan adictos?
El marco biologista induce un mercado, en este caso el de la prescripción de psicofármacos, que bajo esta perspectiva se prescriben para, en teoría, corregir o curar un desajuste neuroquímico.
Estas medicinas son útiles cuando uno las entiende bien, cuando no cree que esa pastilla le vaya a curar una enfermedad que tiene en el cerebro
Pero los psicofármacos tienen un uso fuera de ese marco, y es que, en efecto, sirven para calmar o rebajar el nivel de angustia que una persona puede estar sufriendo, ya esté causado por la esquizofrenia, la depresión o una crisis de ansiedad. En ese sentido, estas medicinas son útiles cuando uno las entiende bien, cuando no cree que esa pastilla le vaya a curar una enfermedad que tiene en el cerebro, sino que a lo mejor ese lorazepam le permite mantenerse a flote y acudir a su trabajo, porque no puede permitirse perder el trabajo y los ingresos, y porque necesita dormir por la noche y no pasarse el día llorando. Cuando uno entiende los psicofármacos de esta manera no son medicinas tan peligrosas, porque en esos casos el paciente se está haciendo una composición mental que incluye también lo de fuera, todo lo que le está pasando. Las mujeres que sufren violencia de género, por ejemplo, toman psicofármacos en su gran mayoría, es inevitable. Tenemos que solucionar el problema principal, pero no vamos a retirarles una ayuda que les permite atravesar una situación durísima con un poco menos de angustia.
Las estrategias de desprescripción son estrategias que implican, no solo quitar la medicación, sino hacer un cambio de lectura de lo que estamos viviendo, un cambio de marco. Para poder hacer una prescripción bien, uno tiene que entender primero que el fármaco no va a corregir un desbalance neurobioquímico. En segundo lugar, que gran parte del problema que sufre tiene que ver con el entorno en el que vive la persona, y con las experiencias de vida que tiene esa persona. Y tres, que hay que hacer intervenciones paralelas, como por ejemplo psicoterapia.
Cuando un psicofármaco se retira mal, lo que produce es un síndrome que emula la propia patología que estábamos tratando
Los psicofármacos tienen una carga de significado que va mucho más allá de la sustancia bioquímica, se ven afectados por la relación de confianza que el paciente tiene con su médico y por la sensación de estar haciendo algo para curarte. Pero además tienen una particularidad: se suele hacer la analogía –falsa– de que un paciente toma litio o toma serotonina porque le falta litio o le falta serotonina como a un diabético le falta insulina, pero los psicofármacos no funcionan así. Son sustancias que modifican el funcionamiento del cerebro, y a menudo no tenemos muy claro cómo lo hacen.
Debido al desconocimiento en el mecanismo de acción de estos medicamentos, a menudo no nos atrevemos a retirarlos por si el paciente empeora. Cuando un psicofármaco se retira mal, lo que produce es un síndrome que emula la propia patología que estábamos tratando. Por ejemplo, cuando retiramos mal un antidepresivo, se puede producir un síndrome de abstinencia que simula un episodio depresivo. Así que volvemos a poner esa medicación, se calma el síndrome de abstinencia y desaparece la depresión. Y eso nos confirma en nuestro sesgo de que el paciente sufre depresión crónica y va a necesitar medicación toda la vida.
Acudir a psicoterapia no solo ha dejado de estar estigmatizado, sino que ahora se recomienda indiscriminadamente. ¿De verdad es necesario que vayamos todos a terapia?
Creo que tenemos que garantizar el acceso a una terapia en buenas condiciones dentro de la red de salud mental pública, no podemos estar dando una cita con el psicólogo cada seis meses.
Existen casos en los que la terapia es muy necesaria. Hay personas que sufren trastornos mentales graves, personas con historias de traumas terribles tras haber sido objeto de una violencia inimaginable durante toda su vida. Esas son las personas que deberían poder acceder en primer lugar a una terapia de calidad.
Mucha gente ha llegado a la conclusión equivocada de que cualquier malestar psíquico precisa de ayuda profesional para poder resolverse
Luego hay casos en los que recibir psicoterapia sería muy deseable, por ejemplo en situaciones en las que uno está mal, o atraviesa momentos críticos o de sufrimiento vital y desea disponer de un recurso que le ayude o le acompañe en ese periodo transitorio. La terapia en esos casos puede ser un espacio donde reflexionar y descubrir patrones que uno estaba repitiendo sin ser consciente de ello.
Pero claro, en una sociedad en la que todo el mundo identifica tener problemas de salud mental, es esperable que encuentre la respuesta en acudir a terapia, y eso va a generar una demanda masiva de servicios de salud mental que no podemos atender. Mucha gente ha llegado a la conclusión equivocada de que cualquier malestar psíquico precisa de ayuda profesional para poder resolverse, y además esa terapia tiene que llegar cuanto antes. Pero eso no funciona así. Además, la terapia también conlleva riesgos, no es inocua.
Se habla poquísimo del potencial dañino de la terapia. Parece que como no es una pastilla, es totalmente inofensiva.
No se puede recomendar ir al psicólogo por sistema, y está costando mucho hacer entender eso a la población, porque ya está muy asentada la coletilla de que hay que pedir ayuda profesional en cuanto uno se encuentre un poco mal. Ir al psicólogo se ha vuelto algo cotidiano, y no tengo duda de que a mucha gente le ayuda, pero a mucha otra no le está viniendo nada bien. Para empezar, ir a terapia no es como ir a charlar a la barra del bar. Cuando uno va, se compromete con un proceso que, si se hace bien, puede conllevar el afrontamiento de cuestiones muy dolorosas. Uno se arriesga a abrir melones que a lo mejor no quería abrir, porque más o menos iba conviviendo con ellos hasta entonces sin demasiado problema.
Pero además, hay otro factor de iatrogenia de la psicoterapia, y es esa percepción enquistada de que sin ayuda profesional no podemos resolver nada de nuestras propias vidas, como si fuéramos niños pequeños.
Responder a malestares colectivos de forma colectiva es mucho más eficaz que ir de uno en uno al psicólogo
Estamos desempoderando a la población. A lo largo de la historia, el acompañamiento más eficaz ha sido el de los amigos, la familia, la comunidad, etcétera. Todos ellos proporcionan una gran fuente de consuelo, de escucha, de construir resiliencia, de ayudar en la recuperación. Y además, responder a malestares colectivos de forma colectiva es mucho más eficaz que ir de uno en uno al psicólogo para que te responda sobre tu asunto concreto.
¿Puede un psicólogo que ha crecido en un entorno más o menos privilegiado empatizar con el malestar de sus pacientes cuando este hunde sus raíces en problemas sociales?
Creo que el problema no es solo la experiencia en primera persona de ese profesional, sino todo el marco desde el que se trabaja la salud mental. Ese marco no puede estar construido por personas que han tenido lugares epistémicos de privilegio, porque van a reproducir ese lugar de privilegio que no escucha ni entiende los lugares sociales de la alteridad. Es imprescindible la introducción en el marco de la salud mental de teorías y narrativas que tengan lugares epistémicos diferentes de los que ha tenido la psiquiatría normalmente.
Según un informe muy reciente, una persona de cada cinco sufre soledad no deseada en España, y afecta en concreto a un tercio de los jóvenes de entre 18 y 24 años. ¿Qué se puede hacer desde la política institucional para encarar este problema?
La desvinculación sistemática y la hiperindividualización son algunos de los mayores problemas que tenemos ahora. La pérdida del vínculo produce mucho dolor, y uno puede sentirse solo y desvinculado aunque esté rodeado de gente, porque el vínculo tiene mucho que ver con el sentido que nos damos a nosotros mismos dentro de una comunidad. Si destruimos las comunidades y nos convertimos solamente en individuos, va a aparecer esa soledad no deseada de forma subjetiva, y eso es lo que nos destruye emocionalmente.
Me gusta mucho el concepto de ‘soledad no deseada’, porque si no lo llamáramos ‘soledad no deseada’ lo estaríamos llamando ‘depresión’. Y entonces se nos vendrían a la cabeza psicólogos y antidepresivos. Pero si lo llamamos ‘soledad no deseada’, lo que se nos viene a la cabeza es qué podemos hacer para que la gente deje de sentirse sola. Llamar a las cosas por el nombre correcto es fundamental para afrontar el malestar.
Son necesarias infraestructuras comunitarias, necesitamos espacios tanto físicos como simbólicos en los que la gente se pueda encontrar y generar vínculos. Y necesitamos también tiempo para generar esos vínculos, porque es difícil que se produzcan si me paso doce horas al día en el trabajo o en el transporte público.
Cuando no encontramos un término social para definir ese malestar, acabamos introduciendo diagnósticos de salud mental para nombrar el sufrimiento
Le echamos mucho la culpa de nuestro malestar físico y mental a las pantallas, a la mala alimentación, al sedentarismo. Pero no se habla nunca del efecto que tiene pasar ocho, diez, doce horas al día trabajando, muchas veces además en algo que te resulta totalmente ajeno.
Las jornadas son cada vez más prolongadas, más intensivas, más aceleradas, más exigentes, más imprevisibles. Eso afecta mucho a la salud mental de la gente, por supuesto. Y desde luego, tenemos que exigir que nuestros trabajos tengan sentido, que podamos integrarlos en nuestra vida, porque lo contrario nos lleva al sufrimiento psíquico. Hay mucha evidencia científica de que la precariedad laboral y las distintas formas de aceleración del trabajo generan ansiedad, depresión, insomnio, o a veces cuadros de migrañas, somatizaciones, dolores generalizados o cansancio inespecífico.
¿Puede tener buena salud mental una sociedad que se ha acostumbrado a contemplar un genocidio en directo o a deshumanizar a los niños migrantes? ¿Nos estamos insensibilizando, envileciendo y traumatizando de manera colectiva?
Se produce una situación de desesperanza, de malestar generalizado, de impotencia. Esto nos induce a una condición de indefensión aprendida, en la que prima esta especie de indiferencia y parálisis. Tenemos la sensación de que por más que reclamemos y hagamos actos reivindicativos no sirve de nada. Terminamos cayendo en el desafecto, en poner distancia para no seguir sufriendo. Es algo parecido a lo que sucede con el cambio climático, que mucha gente prefiere negarlo, creer que no existe, para no tener que pensar en ello. Todo esto lo que genera es una situación de malestar colectivo que tiene que ver con muchas cosas y con ninguna a la vez. Y cuando no encontramos un término social para definir ese malestar, acabamos introduciendo diagnósticos de salud mental para nombrar el sufrimiento.
En los últimos años, especialmente entre las generaciones más jóvenes, la salud mental parece haber dejado de ser un tabú, y acudir a psicoterapia ya no conlleva ningún estigma, pero no está claro todavía dónde estamos poniendo el foco cuando pensamos en salud mental. Mientras el fenómeno de la
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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