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Estaba naciendo CTXT y Luis Felipe Torrente se inventó el título de esta sección: “Gastrología”. El mundo, las redes sociales, la prensa se había llenado de foodies presumidos y gourmets blabas. Aunque los sociólogos teníamos datos sobre la decadencia del espejismo de la dieta mediterránea y el avance de la comida basura, remota, sosa y sólo aparente, en los medios de comunicación la comida, la gastronomía, el turismo gastronómico, los recetarios, los chismes nuevos para cocinar, lo saludable y nutricionalmente positivo ocupaba muchas páginas y minutos de pantalla, pero faltaba algo, quizá lo más importante para los humanos en este “asunto del comer”.
Años antes, Manuel Vázquez Montalbán había advertido de estas y otras paradojas en su libro Contra los Gourmets. Al ilustre crítico Miquel Sen le habían largado al exilio por meterse con los imitadores y la masiva moda o negociete de lo tecnoemocional en Luces y sombras del reinado de Ferrán Adriá y el gran burgués Francisco de Sert Welsch había publicado sus memorias con el título de El Goloso, una historia europea de la buena mesa, en el que se confesaba como “gordo de espíritu”, al considerar la cocina una forma sofisticada de cultura en la que, sin duda, debíamos educar a nuestros hijos porque, si comer no nos hacía más felices, sí nos hacía más dichosos y sabios. Así que Luis lo tenía claro, se trataba de hacer una sección de filosofía, ética y poética en la que la cocina sólo era la salsa, aunque la salsa siempre es importante ¡Importaba aprender a ser golosos y no gourmets!
Luis se lo había leído todo, por supuesto a los clásicos Revel, Montalbán, Domingo, Luján, Camba, Cordón, Pla y Pardo Bazán… pero también a los novísimos de la cocina científica. Pero sobre todo había educado a su paladar sin prejuicios, apreciando por igual los guisotes tradicionales y los más sofisticados, si detrás de unos u otros había inteligencia, arte, ciencia y buena artesanía. Había peregrinado a la Cala Montjoi a comer en el Bulli con Pilar y, además, ella había dejado años antes el vegetarianismo ante una ración de jeta asada en el bar La Viga, de Salamanca. Mantenía la tradición familiar de preparar el caldo gallego de su madre, que debía hervir en el fuego un día entero, mimado por sus cuidados, pero también se dejaba deslumbrar por unos tacos de tuétano y pulpo con ají panca que había descubierto en su último viaje a México. Y, sobre todo, le parecía que una parte de la educación sentimental que debía dar a sus hijas estaba en la música, la literatura y claro, también en la mesa. Comer era muy importante pero no solo para borrar el hambre.
Cuando comenzó CTXT, el neoliberalismo estaba vendiendo como rosquillas la “psicología positiva” que se materializaba sobre todo en las toneladas de cursos, cursillos, gurús y libros de autoayuda que se veían por todas partes. Cualquier cosa valía para matar la tristeza y vender “felicidad”, ya fuera a través de palabras, pastillas o mantras. También te vendían wellbeing (bienestar) y flourishing (florecimiento personal), diversos estados de ánimo, cuyo objetivo era que fuéramos más productivos y no pensásemos en hacer revueltas, revoluciones o preguntas; luego llegarían las groserías de los criptobros y la moda de las cosas fermentadas en casa… Pero por suerte aún no vendían “dicha”, simple “alegría” y nosotros querríamos educar a nuestros hijos en esta rara virtud. Gastrología debía tratar de cómo alcanzar la dicha cocinando, comiendo y bebiendo junto a los que te quieren y quieres. Puede parecer fácil, pero nunca lo es. Dice la RAE que la palabrita viene “del lat. dicta ‘cosas dichas’, pl. n. de dictum, con el sentido de fatum ‘suerte’, ‘destino’, en lenguaje vulgar, según la creencia pagana de que la suerte individual se debía a las palabras pronunciadas por los dioses al nacer el niño (…) también dice que es un estado de ánimo sutil, puntual, que sabemos temporal y breve, de una persona cuando se siente plenamente satisfecha por gozar de lo que desea o por disfrutar de algo bueno”. Hay quien piensa que es un sinónimo de felicidad ¡Pero no lo es! Nosotros no aspirábamos a la grandilocuencia de la felicidad y sus retóricas. Para eso ya estaban los adictos al triunfo, los yonkis del éxito, las escuelas de negocios, los cantamañanas de los panfletos de autoayuda y los que soñaban con coches de trescientos caballos. No aspirábamos a la felicidad pero sí a tocar, de cuando en cuando, la dicha. La felicidad es como un dios exigente y tiránico, requiere nuestra credulidad, sus supersticiones y sus parroquias; en cambio, la dicha, una pizca de alegría, no exige óbolos, ni cielos, ni reverencias, ni Amazon. La alegría es barata, asequible, cercana, colega, muy real y leal. A ella le vale cualquier cosa para manifestarse. No exige ni cinco estrellas, ni aplausos de multitudes, ni eróticas del poder, ni visas metalizadas, ni tres mil likes. Sólo el tú a tú, la intención, la intimidad, las ganas, pero también saber sus secretos y uno de estos secretos es saber cocinar y comer algo bueno con los que quieres.
Por aquel entonces yo tenía una novela en un cajón. Trataba de la amistad entre un cocinero muy reconocido al que acaban de diagnosticar de Alzheimer y una joven cocinera con problemas para gestionar su furia. Luis Felipe leyó el original, le gustó mucho, me sugirió algún cambio y me dijo que la moviera en algún concurso y alguno ganó. No hubiera salido del cajón si no hubiera sido por su entusiasmo, por su alegría discreta, su energía y acierto para ayudar a los amigos y por sus ganas siempre de tocar esto de lo que aquí hablo: la dicha. Luego, ahora, todos estos días ya sin él, me vienen a la memoria las veces que cociné en la “casa roja” de Villanueva y en la casa de su familia, en Ramallosa. Nos comimos y bebimos lo mejor de este mundo. Recuerdo las botellas de Calvados que compartimos en Normandía, las docenas y docenas de ostras y buena mantequilla que devoramos en Arcachon, los chuletones y calçots que asamos sobre un viejo carro de obra, los foie con peras gratinadas y la liebre royal con manzanas asadas de algún fin de año en el que acabamos nadando en el río helado, los huevos fritos con patatas y abundante lluvia de trufa negra de Teruel, lo que costó conseguir raya frita en las Cíes tras visitar en piragua la isla desierta, las paellas al final de la ruta de Ojos Negros, los callos a la portuguesa y los caracoles que nos comimos junto al río Limia, las ostras escabechadas que guisamos siguiendo con total fidelidad la receta de doña Emilia Pardo Bazán, cierto arroz con cuatro enormes bogavantes gallegos que devoramos toda la pandilla el primer verano de libertad tras la pandemia, los enormes lingotes dorados de tocino de cielo que hacía Poto… Y sobre todo me acuerdo muchas veces de su caldo gallego.
Algunos años antes de la pandemia fuimos a Venecia, era principios de febrero y no había nadie en ninguna parte. Las calles estaban semidesiertas, las plazas vacías, como en la película Al otro lado del río, entre los árboles. Un buen hotel, a cincuenta metros de la Plaza de San Marcos, nos había costado cuatro perras. Esa ciudad, de noche, es un laberinto. Nos perdíamos por las calles, pero Luis siempre sabía orientarse como si tuviera el plano de la ciudad en su cabeza, y varias veces acabamos la noche en una tasca antigua y extraña. El cocinero guisaba lo que le daba la gana en una cocina diminuta, como de camping. Luis descubrió el secreto a la primera. Comimos y disfrutamos de todo lo que nos ofrecía el tipo y enseguida se creó una rara complicidad entre él y el cocinero, que no tenía con el resto de parroquianos a los que trataba, si no con desprecio, sí con indiferencia. Nos gastamos en ese bar, en vinos buenos y estupenda comida italiana, una pequeña fortuna. Una fortuna que hoy es nada. El año pasado acabamos nuestra ruta austrohúngara en bicicleta en Venecia y estuvimos calle arriba y calle abajo varias veces buscando la memorable tasca, pero había desaparecido. Llamamos por teléfono a Luis Felipe para que nos orientara, pero ni siquiera dimos exactamente con el local que ocupaba, aunque el resto de lugares que recordábamos seguían donde siempre. Preguntamos. Nadie sabía nada.
Nada dura, nada es repetible, la vida nunca es circular, la dicha solo late en todos esos instantes presentes, no mañana. Nos maleducan en el aplazamiento, nos engañan con el futuro y sus rémoras, sus ahorros y cálculos, nos doman con las advertencias, las amenazas, el consumismo y sus cuentos, pero solo importan los cuerpos, los besos de los amores, los abrazos de los amigos y celebrar cualquier cosa, celebrar porque sí la fiesta de vivir siendo un glotón. Las veces que cocinaba para él disfrutaba mucho, porque Luis disfrutaba igual y siempre, siempre me decía lo bueno que estaba el guisote ¡y eso es muy importante para un cocinero, nunca se da por sentado! Creo que no admiro a casi nadie, pero admiraba a Luis Felipe por su forma de estar y de ser: amigo, padre, periodista ¡y glotón!
Este año, tras un paseo en bicicleta hasta Nordkapp, compré algunas viandas para compartir con él a la vuelta: arenques en conserva, salvelino ahumado, bacalao seco, lomo de reno, salchichón de corazón de alce… pero no hubo ocasión. Cuando subimos al tanatorio en Ramallosa, en la sala habían dispuesto un montón de botellas de ginebra gallega Nordés, hielo y agua tónica, los de la funeraria no habían vivido nada igual, ¡los familiares y amigos dándole sin parar al gin-tonic! No sabían que a él le hubiera gustado una despedida así (miento, no, a Luis no le gustaban las despedidas). Luego, en la casa familiar, habían preparado una cena rica con estupendas empanadas gallegas, jamón, quesos y vinos buenos, al mejor estilo yanqui ¡Qué se notase que había nacido en Albany! ¡Que nunca dejaremos de ser glotones!
Luis hizo caso a los sabios antiguos: enseñó a sus hijas a nadar y a leer, a ser curiosas, disfrutar del viaje, de los guisos, la amistad y el silencio. Pero también les mostró la más honda verdad.
El largo viaje de vuelta sin él, de Galicia a Madrid, me acordaba de que una vez hablamos de este poema de Claudio Rodríguez que pego ahí abajo. Nos centrábamos en lo político del verso: “En derrota, nunca en doma”, pero habíamos dejado de lado lo más importante, el inmenso valor de la alegría, su necesidad, su energía, su difícil aprendizaje.
Hoy estamos en derrota, Luis, nunca en doma; eso nos demostraste estos últimos meses. Pero no vamos a dejar de educar a nuestros hijos, hijas, en la alegría, que es lo más importante. Así se lo recordaremos a Marina y a Claudia si alguna vez dudan. Pero sé que no dudarán nunca, porque siempre les mostraste “la más honda verdad, lo único que tiene verdadero sentido”.
Déjame que te hable en esta hora
de dolor, con alegres
palabras. Ya se sabe
que el escorpión, la sanguijuela, el piojo,
curan a veces. Pero tú oye, déjame
decirte que, a pesar
de tanta vida deplorable, sí,
a pesar y aun ahora
que estamos en derrota, nunca en doma,
el dolor es la nube,
la alegría, el espacio;
el dolor es el huésped,
la alegría, la casa.
Que el dolor es la miel,
símbolo de la muerte, y la alegría
es agria, seca, nueva,
lo único que tiene
verdadero sentido.
Déjame que, con vieja
sabiduría, diga:
a pesar, a pesar
de todos los pesares
y aunque sea muy dolorosa, y aunque
sea a veces inmunda, siempre, siempre
la más honda verdad es la alegría.
La que de un río turbio
hace aguas limpias,
la que hace que te diga
estas palabras tan indignas ahora,
la que nos llega como
llega la noche y llega la mañana,
como llega a la orilla
la ola:
irremediablemente.
Estaba naciendo CTXT y Luis Felipe Torrente se inventó el título de esta sección: “Gastrología”. El mundo, las redes sociales, la prensa se había llenado de foodies presumidos y gourmets blabas. Aunque los sociólogos teníamos datos sobre la decadencia del espejismo de la dieta mediterránea y el...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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