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En términos generales, se te educa –esto es, se te informa, apenas– de todas las edades que vendrán, y que deberás ir atravesando. Salvo la vejez, de la que no solo no se te dice nada, sino que esa nada se acompaña de un silencio ruidoso, de una ausencia de datos única en el periplo de la vida. De la vejez no te hablan ni los ancianos, que suelen asistir a su propia edad perplejos, sin entender qué ocurre, nuevamente presos en un cuerpo que no es el suyo, como sucedió, ya sin ser recordado, en la infancia. La vejez, en fin, debe de ser algo en verdad particular, único. Si no fuera porque ocurre lo mismo –el silencio, el secreto, el tabú– también con otra edad del ser humano, la última, tan silenciada que apenas posee nombre. Se trata de la edad más breve, una región de la vida que puede durar –nunca lo sabremos hasta que sea demasiado tarde– muy poco, tal vez unos meses o segundos, tal vez, incluso, menos. Es la muerte, etapa en la que el fin de la vida lo copa todo, y de la que, como sucede con la vejez, nadie habla, nadie lega, nadie transmite, a pesar de que, continuamente, estemos hablando con muertos, de una manera cotidiana. Si se fijan, los pensamos, los leemos, escuchamos la música que compusieron o que interpretaron. En términos generales, de hecho, solemos leer y escuchar a muertos –sus obras escritas, sus partituras– tanto o más que a vivos. Por lo que continuamente, y sin darnos cuenta, asistimos a un fenómeno extraño, consistente en que los muertos se dirijan a nosotros, desde un punto desconocido, sin espacio, sin tiempo, del que provienen sus obras y su autoridad. Si uno lo piensa detenidamente –algo difícil, pues resulta, por lo que sea, improbable, pensar diáfanamente en la muerte desde la vida–, nuestra relación con los muertos –con Quevedo, con Tolstoi, con Bach– es extraña, cotidiana, profunda. Pero aún es más profunda, más intensa, más perpleja, estremecedora incluso, cuando los muertos nos hablan realmente, de manera que escuchamos, literalmente, sus voces, sus voces de muertos, de seres sin garganta. He empezado a escribir estas líneas para hablarles de ello, de un fenómeno que debería ser aterrador, cuando en realidad es placentero, sublime, si entendemos lo sublime como la suspensión del juicio, lo que es, a su vez, el sentido y el objetivo del arte.
En American Records, sus últimas grabaciones, Johnny Cash canta desde la muerte
En American Records, las últimas grabaciones de Johnny Cash, ya seriamente herido de muerte, profundamente afectado por el fallecimiento de su esposa, y obsesionado –más aún– por la redención, esa mística protestante y profunda, que acompañó, como una pesada y dolorosa carga, a cientos de músicos, blancos y negros, del Sur de los EE.UU., sucede algo espectacular y para lo que ha sido necesaria toda una vida y todos sus segundos e instantes, desde la primera infancia, pasando por la adolescencia, la edad adulta y la vejez. Se trata de la muerte. Cash canta desde la muerte, con voz de moribundo, si no ya de muerto. La suya no es la voz de un niño, no es la voz de un anciano. Es la voz, estremecedora, de alguien que ya no puede cantar. No desafina, es fiel al tono y, más aún, a la interpretación, que carece de artificio, que simplemente es. Por todo ello, cantar se traduce en el portento de emitir un leve hilo de voz, básico, que, por lo mismo, ya no es de este mundo. El resultado es que abre una nueva perspectiva del sentido de canciones conocidas –esos discos son, fundamentalmente, versiones–. Una vez depuradas por ese momento de muerte, las canciones adquieren su sentido imprevisto, tal vez su sentido. De pronto, One, esa canción de U2, cantada desde la muerte, ya no es una canción sometida a las tensiones de la vida. Ya no habla del dolor de una separación, sino que ha dejado de ser un himno, católico e irlandés, contra las separaciones, para pasar a ser un canto de sufrimiento y aflicción, más universal, ante la imposibilidad de la separación. Esto es, ante la imposibilidad de las separaciones nítidas, ante el carácter inconcluso de toda separación. Esa sensación de asistir a la verdad, a algo inopinable y, por fin, nuevo y diáfano, la he experimentado, también, escuchando las últimas grabaciones de Manzanero, junto a Tania Libertad. Otra vez un hilo de voz, profundamente humano, si bien siempre a punto de dejar de serlo, desambigua canciones de amor. Esas canciones, cantadas por un vivo, podrían haber tenido fallos, lugares comunes, cursilerías. Pero ahora, temas como Nos hizo falta tiempo hablan, de manera certera, de un dolor más profundo que el amor, tal vez anterior, emitido desde un lugar en el que no existe ni el frío, ni el calor, ni el paso del tiempo. Solo lo que importa, lo que queda, lo cierto.
Morir, la muerte, aquello de lo que no sabemos, ni sabremos, nada, debe de ser algo tan absoluto y propio, tan parecido solo a sí mismo, que es inasequible a la inteligencia. Por eso, en un rasgo de piedad desmesurado, la propia muerte nos suele impedir morir con inteligencia. O, al menos, la muerte cambia nuestra inteligencia por otra, de manera que la inteligencia, la búsqueda de explicaciones y razones, torna en otra función: formular lo vivido, con serenidad. Dejar de explicar lo que pasará y explicar, de manera certera, lo que ha pasado, lo que ha sido, lo que es. Por lo que sea, eso es turbador y reconfortante a la vez. Tal vez la muerte habla de sí misma a partir de su última obra: esa inteligencia que explica cosas importantes y les da, por fin, su sentido. Su sentido: todo fue, y todo fue cierto y, en ocasiones, hermoso.
En términos generales, se te educa –esto es, se te informa, apenas– de todas las edades que vendrán, y que deberás ir atravesando. Salvo la vejez, de la que no solo no se te dice nada, sino que esa nada se acompaña de un silencio ruidoso, de una ausencia de datos única en el periplo de la vida. De la vejez no te...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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