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GONZALO TORNÉ / ESCRITOR

“Todos los novelistas deberíamos estar muertos”

Ignacio Echevarría 27/10/2024

<p>Gonzalo Torné e Ignacio Echevarría durante la presentación de <em>Brujería</em> en Barcelona.</p>

Gonzalo Torné e Ignacio Echevarría durante la presentación de Brujería en Barcelona.

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Corría el año 2007 cuando un para mí desconocido Gonzalo Torné me envió un libro, Lo inhóspito (en la hoy extinta editorial Elipsis), preguntándome si estaría dispuesto a presentarlo. Leí el libro –un artefacto narrativo extraño y prometedor–, me interesó y accedí. Tiempo después el mismo Gonzalo me mandó el manuscrito de Hilos de sangre, que leí a su vez y que me impresionó vivamente. La primera edición de esta novela, en Literatura Mondadori (2010), llevaba en el dorso de la cubierta, a petición de los editores, un fervoroso párrafo de mi cosecha en que la saludaba como “un verdadero acontecimiento en el escenario de la nueva narrativa española”, en que la calificaba de “verdaderamente extraordinaria, admirable, impresionante”, afirmando que estaba “destinada a constituir un hito en la literatura en castellano del siglo XXI” y que con ella Torné pasaba de golpe a “a jugar en la liga de los grandes, a la que todavía no ha accedido ninguno de su generación”. Siempre he pensado que ese bienintencionado blurb–del que no me retracto, conste– tuvo efectos contraproducentes. A los críticos no les suele gustar que otro crítico les marque la pauta de lo que deben dar o no por bueno, y no pocos de ellos –de forma directamente proporcional a su mezquindad y despiste– se mostraron fríos y reservados en sus juicios, celosos y suspicaces frente a un libro que los desbordaba ampliamente. Sus editores, sin embargo, no tenían ninguna duda de que habían dado con un autor excepcional, y la trayectoria de Gonzalo –quien a partir de Años felices (2017) viene publicando en Anagrama– no ha hecho más que confirmarlo con creciente rotundidad.

Pese a no ser lo que se entiende por un “superventas”, Torné es hoy, sin duda, uno de los autores más consolidados y prestigiosos de su generación (en España y fuera de ella), y a través de sus artículos y de su actividad en las redes ha conseguido, además, un notable ascendente entre los escritores más jóvenes. Por mi parte, no he dejado de cultivar con él una ya larga amistad atravesada de estrechas y suculentas complicidades, como la que supone codirigir ambos El Ministerio de CTXT, donde él viene articulando a cuentagotas su propia poética como lector y como escritor en forma de breves y agudas notas. Sus seguidores esperamos sus novelas con la curiosidad que nos suscita ver cómo se conforma, de una a otra, el plan que Gonzalo tiene casi enteramente diseñado en su cabeza desde hace mucho, y que va cumpliendo de forma implacable, siguiendo la pista que le procuran los hermanos Montsalvatge, personajes recurrentes en todas ellas. Como Roberto Bolaño, Gonzalo es un autor que escribe con una precisa cartografía del terreno que se propone poblar con sus libros. Pese a lo cual, resulta siempre inesperado y sorprendente.

Presentar las novelas de Gonzalo viene siendo para mí un ritual que practico con el gusto con que siempre converso con él. La conversación que sigue tuvo lugar en la librería La Central de Barcelona el pasado 4 de octubre, con motivo de la presentación de Brujería, su última novela. Ese mismo día acababa de publicarse en Babelia una entusiasta reseña de Domingo Ródenas Moya que constituía el disparo de salida de una recepción crítica que se auguraba muy positiva. “Novelas como esta de Gonzalo Torné deberían llevar una vitola que evitara confundirlas con las novelas de aluvión”, comenzaba diciendo Ródenas, quien concluía afirmando que “la universalidad de lo representado” en la novela, “junto con la excelencia del tratamiento formal y estilístico”, hace de ella “una experiencia intensa no solo estética sino cognoscitivamente”. Vamos allá.

Alguna vez, Gonzalo, hemos comentado la tortura –y no solo la tortura: también la distorsión– que supone que, con motivo del lanzamiento de un libro suyo, el escritor se vea obligado a explicarlo una y otra vez en ruedas de prensa, entrevistas, presentaciones, haciendo explícitas sus intenciones, su tema, sus procedimientos, sus objetivos. De este modo, el libro, que por lo general ya se ofrece más o menos “codificado” por los paratextos editoriales, llega al lector poco menos que previamente “leído”, o lo que es peor: con una especie de tácito prospecto o manual de instrucciones de cómo debe ser leído. Esto es algo que resta no solo frescura, sino también aventura a la experiencia de la lectura. Tendríamos que pedir a los escritores silencio acerca de sus libros, que se limitaran a manifestarse a propósito de circunstancias colaterales a los mismos, pero no centradas en ellas. Respetar un poco más al lector, y de paso a esos problemáticos representantes del lector que en cierto modo vienen a ser o deberían ser los críticos. Estaría bien que el juicio del autor sobre su libro no condicionara ni influyera en el juicio que el lector (ya sea crítico o no) se forma de él, ¿no te parece?

Sí, creo que todos los novelistas deberíamos estar muertos, al menos durante el mes que sale el libro. Además de agotar al lector con nuestra cháchara sobre lo que pretendíamos, es hasta cierto punto una perversión de la lectura. Lo ideal sería que el lector avanzase en silencio por el libro sin agarraderas. Confiar en el cuento y no en quién lo cuenta. Ojalá tuviéramos valor.

Vamos entonces a intentar mantener una conversación que soslaye en lo posible la materia concreta de Brujería, que la rodee sin entrar de lleno en ella. Y se me ocurre hacerlo remitiéndome, de entrada, a El corazón de la fiesta (Anagrama, 2020), tu anterior novela, una severísima radiografía de la corrupción política que se sirve sesgadamente del “clan Pujol” para indagar en las viciosas relaciones entre el poder y el dinero. Tras leerla, esperaba yo que la novela produjera si no un escándalo sí al menos cierto debate en torno a la cuestión, sobre todo en Cataluña; pero, para mi asombro, la novela, si bien respetuosa y aprobadoramente comentada por la crítica, quedó envuelta, fuera de allí, en un sospechoso silencio…

Creo que pasó el covid. Es cierto que la novela tuvo una recepción crítica inicial casi desalentadora, reduciéndola a una roman à clef de la familia Pujol. Pero también es cierto que recibí lecturas muy entusiastas, de lectores jóvenes y de personas que no suelen leerme. Herralde me escribió a la semana para decirme que estaba entre las diez novelas más vendidas en Cataluña, a saber cómo se contabiliza eso, pero que a mí nunca me había pasado. Tenía varias entrevistas a medios catalanes previstas y una gira… Pero nos encerraron. También creo que la novela, pese a abordar el presente, le cobra un buen peaje al lector: está escrita en una sola secuencia, un travelling por los aspectos más desagradables de la política de partidos y sobre la violencia psicológica del dinero, montado en una “conversación” que transcurre en dos tiempos distintos, plagada de elipsis, con dos protagonistas que hacen todo lo que pueden para impedir la identificación sentimental. La novela es una pesadilla, y así tenía que ser, pero no sé si una pesadilla es un buen marco para un debate.

Aprovechemos para comentar algo que no suele recibir, a mis ojos, la suficiente atención: me refiero a la dimensión política de tu proyecto narrativo. Aprecio en tus libros su fuerte fibra política; también en este último, Brujería, a pesar de que la política sólo actúa en él como trasfondo. El personaje principal interviene en las bambalinas de un partido catalán bastante reconocible, que se halla por cierto en una coyuntura muy particular. ¿Qué opinión te merece la generalizada inadvertencia, por parte de la crítica más conspicua, de este aspecto de tu narrativa, por otro lado tan acusado?

No deja de sorprenderme que Hilos de sangre jamás aparezca citada en los recuentos de la literatura sobre la Guerra Civil

También es un enigma para mí. A veces pienso que lo político en mis novelas pasa desapercibido porque no sigue la agenda ni las formas del debate partidista; y otras, porque se imbrica en aspectos más llamativos, como el carácter o en el desarrollo de los personajes. Creo que ese podría ser el caso de Divorcio en el aire, que en buena medida se pregunta: ¿qué pasa con un hombre de mediana edad, privilegiado, que siempre ha considerado que tenían que darle la razón por ser quien era, qué pasa con un hombre así cuando la autoridad empieza a desplazarse a minorías en las que jamás había pensado como interlocutores? La novela trata otros asuntos, como el divorcio o las transformaciones del cuerpo, pero hay un hilo político que sigue el lento descenso de Joan-Marc –económico y moral– hacia la aceptación de la “diversidad”. Pero también cuando el abordaje es más directo cuesta un poco que se reconozca ese nervio político. Pienso en Hilos de sangre, donde pretendía un contraste entre la moral de la Guerra Civil y la moral de mi generación, más bien apolítica y hedonista, antes de la crisis de 2008, que nos politizó a bastonazos. De una manera bastante explícita, planteaba allí el problema de cómo asimilar la revelación de que nuestros abuelos fuesen delatores y agentes activos del franquismo, siendo los nietos personas de izquierdas y demócratas; qué grietas emocionales y rechazos en la herencia (incluso la material) podía provocar. Con el tiempo he comprobado hasta qué punto Hilos de sangre progresa a contrapelo del hábito tan extendido de resolver el asunto en el teatrillo de la propia sentimentalidad: “Bueno, pues sí, el abuelo o el tío era un poco facha, y colaboraba con ese régimen, pero qué buen tipo era, qué de risas”. Y aquí no ha pasado nada. Por disonante que sea la novela, no deja de sorprenderme que Hilos de sangre jamás aparezca citada en los recuentos de la literatura sobre la Guerra Civil, ni siquiera en los más solventes y afines. La única explicación que se me ocurre pasa por prejuicios, como el que da por hecho que si una novela está elaborada literariamente eludirá lo político, o que si la política comparece en la novela siempre será para darle la razón a una conclusión ideológica previa. Prejuicios que a mi entender empobrecen mucho la lectura de cualquier novela en la que lo político no accede a confinarse en lo social.

Ciego a la dimensión política de los textos literarios, el comentarista español medio es sin embargo muy aficionado a la dimensión sociológica –por no decir costumbrista– de los mismos, que parece excitarlo especialmente. Conforme a esta particularidad, a ti parece haberte tocado el sambenito de ser un novelista que radiografía a la burguesía catalana, ja ja. ¡La burguesía catalana! ¿Cómo demonios se zafa uno de algo así?

Considero mis novelas bastante transversales, sustentadas en el contraste, y ajenas a la descripción de las costumbres estáticas de una clase

Creo que el asunto se remonta al titular de la reseña que El País le dedicó a Hilos de sangre: “El sangriento encanto de la burguesía”, que es un juego de palabras que está muy bien, supongo, y que cumple con el propósito de llamar la atención. Pero luego se lo aplicas a los tres hermanos Montsalvatges, que han heredado una confitería, y es como de risa. Quiero decir que la burguesía es una institución que transmite una moral, un conjunto de creencias y unas posiciones políticas que a la mayoría de mis personajes no les importan, cuando no las desprecian abiertamente.  Lo que sí aparece en mis novelas son personas con dinero, pero lo que me interesa no son sus hábitos, sino lo que en el trance de adquirirlo, conservarlo o perderlo el dinero hace con ellos, sus euforias y la violencia psicológica que padecen. Y siempre en contraste con otros personajes que no van a heredar una casa, para los que el dinero es una limitación o una carencia.  Así que considero mis novelas bastante transversales, sustentadas en el contraste moral y la tensión emocional, y ajenas a la descripción de las costumbres estáticas de una clase.  Y espero que esta tensión y el contraste vayan a más a medida que tomen la palabra los personajes menos favorecidos o concienciados como Bodel o Amanda Montsalvatges. Pero si a Juan Marsé, que igual es el mejor novelista español del siglo, con permiso de Valle, se le sigue a menudo reduciendo a ser el cronista de lo charnego, ¿qué esperanzas me quedan a mí?

Pocas, pocas, no quiero desalentarte pero pocas. A pesar de lo cual permíteme decirte, a modo de consuelo, que Brujería es una novela que parece escrita en estado de gracia, o al menos de dicha. Se nota que te lo has pasado bomba escribiéndola, y eso es algo que  el lector siempre agradece, por grande que sea el prestigio del escritor sufriente, flaubertiano. Tanto es así, que me voy a permitir hacerte algo semejante a una objeción: el despliegue estilístico de la novela roza a veces, en su innegable virtuosismo, cierto exhibicionismo, cierto regodeo en el que despunta el peligro del manierismo o del preciosismo, no sé qué sería peor. De momento podemos culpar de todo esto al narrador, el cínico Diego Duocastella, pero quedas advertido.

Es cierto que en la novela hay bastante variedad: sueños, visiones, largos pasajes descriptivos, cartas, incluso un capítulo conjetural, además de monólogos y diálogos. Pero puedo defender que no se trata de un alarde sino que tiene una justificación basada en la estructura del libro. Brujería para mí es una novela que transcurre en dos tiempos, que no se alternan, sino que uno se superpone y tapa al otro. En la primera parte Diego huye de unos años que no terminan de convencerle, el pasado se filtra a través de recuerdos y visiones, mientras él adopta una actitud algo pasiva, de escucha, con los Pons. La segunda parte está dominada por el diálogo, por los intentos de Diego y de los Pons de encajar mutuamente. Y solo en la tercera las infiltraciones del pasado empiezan a desbordarse hasta inundar la novela. Es una suerte de invasión que requería algo distinto al diálogo que domina las páginas anteriores.

En cualquier caso, la novela tiene un montón de frases redondas, rutilantes, casi aforísticas. Me consta que eres un cultivador asiduo de tu cuenta de Twitter, o de X, como se llama ahora, y que no tienes empacho en servirte de ella para operar como escritor, haciendo consultas y encuestas entre tus seguidores. ¿Autoriza eso a pensar en cierta permeabilidad entre los tuits y un estilo que tiende a lo epigramático?

Creo que la cosa viene de antes. Hilos de sangre y Divorcio en el aire son anteriores a Twitter y allí también empleo frases más o menos epigramáticas. Suelo emplearlas como cierre de párrafos o secuencias movidas como una especie de condensación de ideas. En Twitter creo que me dedico más a la crítica cultural a base de chistes, es un tono distinto, aunque también lo empleo como blog de notas o para probar frases. Ahora que lo pienso, quizás me venga más de la poesía, sobre todo la anglosajona, que tiende a condensar tiradas de versos en frases evocativas y aforísticas.

Vale. Pues entremos de una vez en el rasgo más característico de tu nueva novela, de la que, por lo que llevo oído, se viene motejando desde hace ya un tiempo, entre tus conocidos, como “la Dialogada”, pues avanzaste no sé cuándo que estaba casi toda ella formada por diálogos, como en efecto ocurre. Siempre has tenido facilidad y gusto por los diálogos, pero en Brujería te despachas a fondo con eso. ¿Qué fue antes: la idea –o las ganas– de armar una novela que transcurriera casi toda ella mediante diálogos, o el asunto que te forzó, hasta cierto punto, a emplearlos?

Siempre que empiezo con una novela nueva trato de separarme lo más rápido posible de la anterior. Lo primero que recuerdo es que después del vitriolo de El corazón de la fiesta  me apetecía atender a emociones más sutiles y delicadas, a personajes más vulnerables. Y en algún momento pensé que el mejor vehículo podía ser el diálogo, que para mí es una herramienta central de la novela (basta pensar en Cervantes) sobre la que hay muchos prejuicios y mucha tontería. Parece como si el diálogo solo se admitiese en la novela si expresa un modo de habla propio del personaje y de su clase o si contribuye al progreso de la trama. Y que si sale de aquí el diálogo se despeña en lo inverosímil. Y, bueno, lo cierto es que como no habla casi nadie es como en los relatos de Carver y de Hemingway. Las personas se explican, dan vueltas a sus argumentos, se exponen, se esconden, son laberintos verbales de emoción. Y tampoco nadie habla para “hacer avanzar” la trama de una vida en la que en el mejor de los casos estamos casi siempre bastante perdidos. Así que el supuesto verosímil de los diálogos literarios es un artificio fundado en la insistencia y la repetición de los escritores más obedientes, pero lo cierto, insisto, es que nadie habla así, y que ni Cervantes, ni Musil, ni Balzac, ni Mann, ni Iris Murdoch se contuvieron para cumplir con estas reglas austeras.

A fin de cuentas, si me permites la digresión, nada de lo que sucede en una novela sucede como en la vida. Las novelas están obligadas a recortes y condensaciones constantes. ¿Cómo come la gente en una novela? Se tragan tres platos en un párrafo, se dan un banquete en una página, se omiten toda clase de sensaciones continuas que experimentan el olfato y el paladar. Y lo mismo pasa con el sexo, con el ir al baño, con dormir o salir de excursión. Lo que sucede es que estas traslaciones de la vida a la literatura no han quedado bajo el escrutinio de los talleres de escritura y los tópicos de la crítica, y se valoran por su intensidad y su función dentro de la poética de la novela. Yo no quiero que el Quijote calle, por mucho que impida que la trama avance, o que Sancho deje de entremezclar pensamientos con refranes solo porque los criados analfabetos no hablen así. Leer así me parece una cosa tristísima. Quiero decir que cuando se trata de verosimilitud tenemos que decidir qué perdemos para ganar algo. Y me parece más interesante cuando se trata del diálogo tratar de reproducir lo que ocurre cuando empezamos a conversar con alguien que no conocemos, el tanteo, el inventarnos un poco quienes somos, los avances y los retrocesos (¿quiero que se quede?, ¿quiero que se vaya?), el lento progreso de lo que intuimos que el otro piensa de nosotros, las vacilaciones, las repentinas condensaciones de afecto… Todo esto me parece más verosímil que hablar con muletillas o frases lacónicas o asegurarse que la trama avance como si tuviéramos mucha prisa. No sé si me estoy alargando mucho, pero es que para mí es muy importante. Por supuesto todos los diálogos del libro están elaborados literariamente, calculados y graduados hasta la última coma, solo faltaría, pero creo que están puestos al servicio de un tanteo y un despliegue verdaderos, que ni la poesía ni el teatro pueden permitirse, solo la novela.

“La conversación es una fuerza más disruptiva que la imaginación y el sueño. La conversación puede llevarnos a cualquier sitio, transformarnos en otra persona”.

Son palabras que dice el narrador de tu novela, y que parecen haber orientado los rumbos de la misma. Me gustan. En el caso de tus personajes, la conversación parece hacerles cada vez más inteligentes. Uno de ellos, de hecho, habla del “clasismo de la inteligencia”, un tipo de clasismo del que bien podrían resentirse, por cierto, algunos lectores especialmente susceptibles...

Son varias cosas. Sobre la inteligencia de los personajes… una vez Belén Gopegui me dijo que las personas pueden ser muy inteligentes cuando lo necesitan, y la frase se ha convertido en un mantra cuando escribo. Creo que en todas mis novelas hay personajes con menos “facultades” que otros: Llort, Helen, Pedro-María, Bicente, Kevin, Laura... Pero todos son astutos y pueden ser resolutivos cuando lo necesitan. Por otra parte, trato de asociar esa inteligencia a un carácter y ese carácter a unas circunstancias. Para mí es muy distinta la inteligencia de Berta (agresiva, festiva) que la de Diego (contenida, lírica), como lo era, en El corazón de la fiesta, la de Violeta (que podía ser muy torpe gobernando su vida) comparada con la de Astrid. Son “inteligencias” que cambian dentro de la novela, o incluso de libro en libro: creo que hay una evolución de la Clara que es todo nervios en Hilos de sangre a la que asoma en Brujería como un adulto que irrumpe en la habitación para pedirles a los niños que recojan los juguetes. Por otro lado, buena parte de mis novelas se juega en cómo se ven y se valoran unos personajes a los otros, una especie de rueda o conga de la interpretación inacabable porque, ¿quién quiere llegar a conclusiones definitivas sobre las personas o las cuestiones que le interesan? Si un personaje fuese un trozo de madera pintada no me serviría de mucho. ¿Deja todo esto fuera a algunos lectores? Pues supongo que sí, y creo que es lo conveniente. Para mí las novelas plantean un tipo de relación íntima con el lector, de uno en uno. La novela es como es y hace su proceso de selección. Por gusto, por cansancio… da igual. Pero esos lectores que se pierden por el camino son el sacrificio necesario para que podamos leer Guerra y paz o Al faro, por decir algo, que no serían las novelas que son de haber atendido Tolstoi a los que encuentran demasiado largos los pasajes bélicos o Woolf a los que piden un poco más de chicha y trama. Las novelas son como son y van captando a sus lectores. Nada de esto me parece clasista, cualquiera de nosotros detecta en un escaparate de novelas las que dejaría a la mitad.

Buena parte de mis novelas se juega en cómo se ven y se valoran unos personajes a los otros

Lo del “clasismo de la inteligencia”, se dice en un momento clave del libro, en cierto sentido decide la suerte de la historia, y va por el lado de cómo las afinidades intelectuales forman grupos… y excluyen a gente. En un mundo donde se denuncian todas las discriminaciones, esta se va de rositas, a veces ni siquiera se aprecia como discriminación. Quizás porque te puedes reivindicar como mujer, como inmigrante, como persona dependiente o como homosexual. Pero, ¿quién se va a reivindicar como “tonto” para el grupo que te excluye? Para más escarnio, es una exclusión eufórica, porque a los grupos bien avenidos les gusta ser quienes son. Y aunque “dejar fuera” no se penaliza, deja sus aguijones en el excluido. Muchos de los resentimientos y resquemores del mundillo literario vienen de eso, de quienes se sienten no integrados ni considerados. Me apetecía explorar la amoralidad casi cotidiana de este sistema e inclusiones y exclusiones.

A lo que dices debe sumarse el antiintelecualismo que atraviesa toda la cultura contemporánea, llena de resentimiento por ese clasismo de inteligencia. Pero pasemos de una vez al asunto en torno al cual ronda la novela, que es nada menos que… ¡el amor! Aunque no tanto el amor propiamente como las relaciones amorosas…

Sí, se habla y mucho del amor, pero sobre todo de sus contenedores. La gran novela del XIX va del matrimonio como institución cerrada que castiga legal y socialmente a las mujeres que se salen de los márgenes. Con la propagación del divorcio el asunto del compromiso y la lealtad da pie a novelas más centradas en las heridas psicológicas. Desde hace unos años el paisaje es nuevo, hay una ampliación de las “geometrías del amor” –por decirlo como en la novela–, al alcance del ciudadano, más o menos toleradas legal y socialmente. Muchos ensayos exponen sus pros y sus contras, si son más acordes a su tiempo, o más ecológicas, como si fuéramos a comprar una lavadora. Y aquí es donde la novela debería venir (no la mía en particular, sino la novela en general) a desordenarlo todo, porque las personas son nuestra especialidad, y desde luego no son lavadoras. Las personas están sujetas a la suerte, a la traición, a la salud, a sus cambios de humor y al dinero. Así que la novela pretende ir por aquí: cómo se ven estos “contenedores” desde dentro y desde fuera, y como se alcanzan se viven y se abandonan según las circunstancias. Al escribir imaginaba la novela como una especie de fotografía agitada, que nunca se está quieta.

La bondad tiene mala prensa, se asocia a algo blando e inocente. Pero la bondad exige mucha firmeza y determinación

Así y todo, yo diría que tu novela se decanta sutilmente hacia “la pareja humana de larga duración” como la fórmula más afortunada entre las conocidas. Me permito detectar ahí cierta vibración moral que estimo más acusada en Brujería que en libros tuyos anteriores. Se repite en más de una ocasión que deberíamos cuidarnos más unos a otros, intentar ser más amables. Como las novelas de Iris Murdoch, la tuya también parece apostar, por encima de la efervescencia del enamoramiento, por el amor como construcción, como épica.

Es cierto que el argumento, en la medida que varias de las relaciones terminan en desastre, adopta unos contornos conservadores. Pero la “pareja de larga duración” también soporta los ataques de Julio, y la nostalgia que siente Diego es por algo que no pasó, que no supieron conservar, quizás por culpa del ideal de la monogamia. Igual Diego es más sincero cuando habla de la soltería o de la monogamia sucesiva. No estoy seguro. Creo que la mayoría de personajes son sinceros incluso cuando no se creen del todo lo que están diciendo. En algún momento alguien dice que hay tantas maneras de vivir que es muy complicado no sentir un poco de nostalgia hacia las que no nos convencen. Algo así.  En cuanto a la aspiración de ser amable creo que recorre toda la novela, los personajes sienten una nostalgia genuina por la bondad. La bondad tiene mala prensa, se asocia a algo blando e inocente. Pero la bondad exige mucha firmeza y determinación. La bondad se ejerce, casi diría que debe imponerse. Y Laura, Clara, Diego y Berta son algo diablillos, unos seductores de sí mismos, demasiado inconstantes. Cada uno de ellos deposita la esperanza en que alguien les ponga firmes y terminan disparándose en el pie. Pero cómo se forman y se sostienen los “misteriosos círculos de la amabilidad” es una preocupación que se repite con menor o mayor intensidad en todas mis novelas.

Has mencionado a Berta, un personaje estupendo, emparentado con la Violeta Mancebo de El corazón de la fiesta. Antes he aludido a la dimensión política de tus novelas, en las que está muy presente –destaco ahora– la perspectiva de clase, la lucha de clases. Como Violeta Mancebo, Berta es un monstruo de rabia, de rencor, de resentimiento, y escalofriantemente lúcida. ¿De dónde te sale esa voz?

Lo que busco en un personaje es intensidad, de manera que aunque pueda partir de algo que vi o escuché, las personas reales no suelen servirme como modelos, somos demasiado discontinuos, por fortuna. Parto de una base de observaciones “reales” (¿qué quieren?, ¿qué les da miedo?, ¿a qué aspiran?), sin las que el asunto se despeñaría hacia lo irreal, y luego trato de ampliarlo con la imaginación, que es lo que supone el joven Henry James que hacía Balzac con todas esas marquesas, banqueros, anticuarios y delincuentes que pueblan sus páginas y con los que no había frecuentado apenas. Entonces lo que busca la imaginación es un ángulo intenso desde el que desarrollar el material. Y me parece interesante que el discurso reivindicativo, el ánimo que clama por la justicia social, no venga de un personaje bondadoso, amable o ingenuo, sino de una persona resentida, de un monstruo de energía, con el que no igual no pasarías tres minutos fuera del libro.

Aparte de la rabia y el resentimiento por parte de Berta, tu novela destila también, al menos a mis ojos, un acusado romanticismo. Ya sé que este término es espinoso y los escritores no os soléis sentir cómodos con él. Pero no sólo en lo relativo al amor, también cierta mitología de la juventud y de la amistad, ya presente en novelas tuyas anteriores, tiene para mí una impronta fuertemente romántica. Diego Duocastella, el protagonista de Brujería, es –así se dice en la misma novela– un “ángel caído”, y en general detecto un tono que me recuerda a veces a la poesía de Jaime Gil de Biedma, quien vivía la madurez como un exilio de la juventud.

“Romántico” es una palabra resbaladiza, pero creo que sí es una novela cuidadosa con los sentimientos y los personajes, y que se preocupa por esos momentos en los que somos, como dice Keats, “una fiebre de nosotros mismos”. No lo rechazo. Me interesan mucho las personas que sienten que tuvieron un gran momento en el pasado, que un día fueron más ellos, que se reconocen más en medio de unas relaciones que ya no existen. Cuando empezaba a escribir Brujería leí los diarios de Marsé, que son devastadores con unos cuantos tontiastutos de nuestro tiempo, pero cuando habla de cosas que le interesan recurre como interlocutor a Jaime Gil de Biedma, que llevaba muerto, no sé, ¿veinte años? “A Jaime le hubiese gustado esto”, “¿Qué hubiese dicho Jaime?”, “Cómo se hubiese reído Jaime”. Creo que soy una persona muy volcada en el presente, pero me impresiona –y no lo digo ahora solo por Marsé– cuando tropiezo con esta lealtad a ciertas amistades y complicidades, a la que a menudo se incorpora la energía nostálgica de lo que no ocurrió o de lo que se recuerda de manera distorsionada. En “La casa de los aduaneros” Montale lo dice de una manera enigmática y conmovedora: “Tu no recuerdas; otro tiempo trastorna / tu memoria”. Es un poema al que vuelvo a menudo y la cita que enmarca el libro. La gestión de la propia memoria, por decirlo en feo, me interesa muchísimo.

Brujería contiene una pequeña conversación sobre el género de la novela, muy interesante, por cierto, en la que se habla de los finales de novela. Diego Duocastella execra los finales felices porque, dice, no se corresponden a la más común experiencia de la realidad, y sale entonces a colación el nombre de Frank Capra. Pese a lo cual Brujería no deja de tener un final feliz, o al menos no termina mal.

Lo que le molesta a Diego es el final feliz como atajo, como solución mágica que supone una falsificación de la vida. Pero a mí me gustan los finales felices cuando se toman la molestia de esforzarse en ser verosímiles, como en las novelas de Forster o en Persuasión. Y todavía me gustan más los finales que son buenos para unos, malos para otros, ambiguos para la mayoría, que no desmienten las alegrías y sufrimientos previos, y transmiten la ilusión de que la vida de los personajes sigue. El final de Brujería me dio mucho trabajo, y tuve muchas dudas. En cierto sentido es un alarde al estilo de los que me “reprochabas” antes, pero también un exorcismo y una liberación. Quizás sea el punto de partida de algo mejor para Julio, Berta y Laura, no lo sé, pero para Diego, venga lo que venga después, es la salida de un trastorno. Un hombre que ha vivido bajo el signo del rojo y que ahora puede decir que el rojo ya no es su color.

 

Corría el año 2007 cuando un para mí desconocido Gonzalo Torné me envió un libro, Lo inhóspito (en la hoy extinta editorial Elipsis), preguntándome si estaría dispuesto a presentarlo. Leí el libro –un artefacto narrativo extraño y prometedor–, me interesó y accedí. Tiempo después el mismo Gonzalo me...

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Ignacio Echevarría

Es editor, crítico literario y articulista.

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