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He quedado a las siete y cuarto en un bar cercano a la Plaza de Toros con los amigos de siempre. Me tomo una cero-cero porque por suerte ya no quiero desaparecer. No vamos al Continental ni a la Sacristía que son los bares a los que íbamos a tomar café con leche y cañas y ensaladilla rusa cuando el Super 8 se estaba gestando y antes, cuando hablábamos y hablábamos de música y de la playa de Pavese y de Böll y de Hesse. Cuando ensayaban en el local de los Pajaritos y todo este barrio era nuestro espacio habitual al bajar de la facultad. A las ocho nos vamos para la Plaza. Hay una cola tremenda que ocupa toda la acera de la puerta principal (y única) y parte de la acera de la calle que da a los hospitales. Cuando la cola se pone en marcha, avanza rápido. A unos cincuenta metros de la puerta empiezan a tocar Alcalá Norte. El que haya pensado en abrir la puerta sólo un cuarto hora antes del inicio nos ha jodido a mí, que tenía muchas ganas de verlos, y a los del grupo, que empiezan a tocar casi sin público. Al entrar, el escenario y cómo está montado el espacio, me sorprende: es más espectacular y elegante de lo que esperaba. Los Alcalá Norte me desconciertan un poco, me imaginaba otro sonido, quizás más punzante o afilado, menos clásico, menos atmosférico. Son muy jóvenes y me choca la imagen que tienen, por poco pensada o, quizás, porque la piensan desde un universo muy distinto al mío. Tocan casi todo el LP y me gustan tanto como su disco: mucho. Hay alguna gente alrededor que ha ido a verlos y tararea las canciones. Acaban con “La calle Elfo” y “La vida cañón” y me quedo con ganas de mucho más. Las entradas para el mes que viene en el Lemon Rock se han agotado y creo que no podré verlos.
Descanso. Cuatro euros otra cero-cero más otro euro de un vaso reciclable que nadie reciclará. El timo del más absurdo greenwashing.
Depresión Sonora me gustan más de lo que esperaba. No conectan nada con el público festivalero de Los Planetas ni siquiera en la versión de “Qué puedo hacer”, que pasa casi desapercibida, y se van deprimiendo ellos solos. Me encanta su actitud, su pinta desastrosa de aparcacoches del Equipo Unificado y algunas de sus canciones. Tengo que oírlos bien, pero no sé en qué momento de mi vida de señor mayor puedo oír a un grupo así: quizás en el coche, en un atasco. No es broma ni tontería: es uno de los pocos sitios y ratos en los que tengo tranquilidad, aunque sea obligada. Creo que la próxima vez que vengan iré a verlos como fan. Sin duda, son el grupo de la noche que más le gustaría al J del 94.
Segundo descanso. En los baños y en los bares hay unas colas imposibles. Ni puedo entrar al baño ni puedo tomarme otra cero-cero. A los Cármenes van dieciocho mil humanos cada quince días y hay baños y barras sin colas y es más barato. ¿Por qué hemos aceptado como lógicas estas incomodidades en un concierto que nos cuesta cincuenta euros? Mientras, en el escenario, Migueline nos recuerda que en España hay un hombre que lo hace todo. Y bien.
Los Planetas salen y tienen al público absolutamente entregado desde el primer compás. Tanto, que no se oye el grupo y sólo se oye a la gente cantar. Da igual que el sonido sea horrible en las primeras canciones (donde yo estaba, en la pista, a mitad del coso). La mitad de la afición asistía a una ceremonia de sacralización de la música de sus vidas. La otra mitad estaba flotando desde hacía un rato. Los Planetas han encontrado un público que celebra la libertad de meterse un millón de rayas sin pensar, ni por asomo, que eso es como mínimo un desastre existencial o una deriva hacia la estupidez. Sin pensar, ni por un segundo, en el sentido de “Línea 1” o “Desaparecer”. Mientras van cayendo las canciones y me voy deprimiendo, pienso en que no debería de haber venido. Pero hay cosas que no puedes dejar de hacer. ¿Cuántas personas estuvieron en el mítico concierto de Los Subterráneos en el Palko y están hoy aquí? Cinco, seis, quizás siete; más ellos, claro está. En treinta años hemos pasado de ser unas treinta personas a siete mil y ese cambio nunca es fácil. El salto del más absoluto underground al mainstream siempre tiene un precio. Y unas ventajas, no lo olvidemos. Pero hay cosas que no cambian: me da ternura ver a Floren abrazar a su guitarra y estar cómodo allá donde se fuguen y ver a J, impasible, buscar refugio para su timidez detrás de la gorra, las gafas y la pose.
El versionado del Super 8 lo han hecho desde su sonido actual: un muro de guitarras con una rimbombante batería detrás y el añadido de los coros
Esta gira, tocar el Super 8 en directo, es asumir un riesgo tremendo. Las últimas tres veces que los he visto han sido en el Manuel de Falla, sólo J y Floren, con la OCG; en la Sala Copera con el Niño de Elche y el disco de himnos y en el Generalife con David Montañés al piano. Cuatro montajes y quizás el que ha tenido más éxito y a la vez el más difícil de defender artísticamente es el de esta noche. Entiendo que comercialmente, y los Planetas son profesionales y no son Taylor Swift, era más que razonable y aconsejable. Y me alegro mucho de que la apuesta les haya salido tan bien. Pero una vez tomada la decisión: ¿cómo hacerlo? Porque aunque la gira es con la misma formación que en aquel año, es decir, sin los teclados de Banin, no se puede tocar un disco de 1994, pre-internet, como se tocaba entonces, porque en 2024 aquel sonido sería inaceptable. Pero claro, hablamos de un disco mítico con un sonido muy concreto que tienen que tocar ahora músicos con mucha más destreza técnica y experiencia y, ay, con el cansancio y el descreimiento de treinta años de carrera profesional. El versionado del Super 8 lo han hecho desde su sonido de los últimos años: un muro de guitarras con una rimbombante batería detrás y el añadido, en esta gira, de los coros de Floren y Miguel. Pero con los fallos de sonido de la primera parte del concierto la sensación que yo tenía era la de estar oyendo dos discos a la vez, desacompasados. Las versiones de canciones míticas iban sucediéndose mientras el 99% del público flipaba, cantaba y disfrutaba. Me chocaba oír a los dos tíos más exitosos que conozco cantar “porque mi vida ha fracasado una y otra vez” mientras la plaza los coreaba. Todo bien, supongo. Tocaron “Desorden” y recordé a Ian Curtis y tantos días tristes en los que esta canción me ha acompañado y me alegré de volver a oírla en directo tantísimos años después. “Hoy es dieciocho y ella se ha ido”. Ay. Acabaron la primera parte del concierto sonando mucho mejor y con una fantástica “Caja del diablo”: la pesadilla más fructífera de J.
La segunda parte sonó mucho mejor y el grupo parecía más cómodo con las canciones quizás, y sólo quizás, porque no las estaban versionando. Hay sitios a los que no puedes regresar: no se puede volver a tu casa ni a tus amigos de hace tantos años, no puedes pretender ser el mismo que eras. No sé si se puede actualizar una obra de arte de hace treinta años más allá de que sea un divertimento nocturno de clases medias desacomplejadas con la ebriedad. Tocan “Mi hermana pequeña”, otra que hace muchos años que no oía en directo, y recuerdo ir a casa de F. para salir de noche y tener que esperar a que me la pusiera en cinta un par de veces porque le había encantado al oírla en el ensayo. Al lado, un chaval, el único que se está quieto, sólo canta mientras mira el móvil con los auriculares puestos. Está solo. Una pareja de treintañeros borrachísimos se tambalea y se les acerca otra mujer que también se tambalea. Un tipo enorme y con barba no se preocupa de respetar nuestro espacio vital mientras baila. Los amigos de siempre disfrutaban y todo el mundo estaba encantado de estar allí, de ir a un concierto que era mítico antes de empezar y estaba en Instagram antes de acabar.
En los bises, “Islamabad”, lo mejor del concierto y “Pesadilla en el parque de atracciones” que me suena como un juicio sutil e inconsciente del grupo sobre en qué nos hemos convertido, sobre cómo y porqué la música es esto y esto está tan bien. Acabó el concierto con la enésima muestra de estupidez colectiva en forma de vasos de cerveza reciclables y llenos de cerveza cayendo sobre nuestras cabezas. Una molestia más. Quizás alguna foto de los vasos volando, de la alegría que no se podía contener, adorne algún muro de Instagram. Acabó el concierto y pensé en Morata que siempre es mejor que sus aficiones. Acabó el concierto y me preguntaron si me había gustado y casi siempre respondí que bien, muy bien.
He quedado a las siete y cuarto en un bar cercano a la Plaza de Toros con los amigos de siempre. Me tomo una cero-cero porque por suerte ya no quiero desaparecer. No vamos al Continental ni a la Sacristía que son los bares a los que íbamos a tomar café con leche y cañas y ensaladilla rusa cuando el Super 8 se...
Autor >
Javier Ruiz Barquín
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