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Lo mejor para empezar, en la mayoría de los temas más complejos a los que tenemos que enfrentarnos, es poner hechos encima de la mesa. El primero de todos: a casi todo el mundo le gusta mucho el cine. El segundo: casi todo el mundo odia o desprecia, o por lo menos siente una animadversión nada disimulada, hacia la figura del crítico cinematográfico y hacia la crítica como estamento intelectual y filosófico. Y el tercero, de momento, que voy a consignar: a todo el mundo al que le gusta el cine y no le gustan los críticos cinematográficos, le gusta hablar de cine, comentar, criticar, defender, atacar, discutir, clamar a los cuatro vientos sus excelentes gustos cinematográficos.
En cierto momento de la celebérrima El exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, el policía interpretado por Lee J. Cobb le ofrece al padre Karras, al que da vida Jason Miller, ir al cine los dos juntos porque al parecer le sobra una entrada. Le dice que prefiere ir en compañía porque lo mejor de todo es criticar la película al salir. Claro que sí. Con o sin conocimientos profundos de cine y de narrativa, a todos nos gusta, incluso nos apasiona, hablar de aquello que hemos visto, dando vía libre a nuestro fervor o a nuestro desagrado. Y ahora, con las redes sociales, ese ímpetu por decir aquello que pensamos se hace posible de un modo mucho más amplio y sencillo. Hasta hace un par de décadas teníamos que conformarnos, como el policía del filme de Friedkin, con sentarnos en un bar a la salida del cine y ponernos a charlar, siquiera con nosotros mismos. Ahora disponemos de no pocas herramientas con las que hacer conocer al mundo entero –a todo aquel que, de forma gratuita, quiera acercarse a nuestra cuenta, nuestro blog, nuestro foro– todo lo que pensamos sobre las películas y las series que vemos. Ya no es necesario que formemos parte del equipo de redacción de un periódico o de una revista para que cientos de personas lean lo que escribimos acerca de todo ello. Basta tener alguna cuenta en X o algún blog y ponerse a teclear.
Con el cine los espectadores no se sienten tan intimidados como con la literatura o con la música
Porque con el cine los espectadores no se sienten tan intimidados como con la literatura o con la música –no digamos ya como con la pintura o con el arte abstracto–, y no albergan, o no quieren albergar, ninguna sensación de inferioridad intelectual con los que se hacen llamar “críticos de cine”. ¿Quiénes son ellos, a fin de cuentas, para decidir lo que es bueno o malo? ¿Alguien les ha dado carta de naturaleza? ¿Qué se creen que son? ¿Mejores, más listos, más altos y más guapos que los demás? Dicen que el cine es un arte, ¿y no se supone, o alguien lo dijo en alguna parte –nadie recuerda quién o dónde–, que el arte es subjetivo y que cada cual puede sentir lo que quiera y emocionarse con lo que le dé la gana? En ese caso, ¿por qué no va a poder ser cualquiera de nosotros tan buen crítico cinematográfico como esos a los que pagan por decir lo que piensan?
Todas estas ideas, y otras de índole similar, son las que se esgrimen con asiduidad en muchos de estos foros y páginas web que pueden encontrarse a un golpe de click, lugares en los que por supuesto abundan los insultos, los ataques personales y gratuitos, los supuestos expertos y toda clase de aficionados, en un “totum revolutum” del que casi nunca sale un argumento original. Dejemos quizá para otra pieza lo que las redes sociales en particular, y el internet en general, han aportado a la literatura o al cine como experiencia colectiva y en la crucial labor de acercar las obras más importantes al público general. Centrémonos en lo que todo ello ha coadyuvado a la hora de hacer todavía más complicado el necesario ejercicio de la crítica cinematográfica, sumándose al agotamiento, creo que indiscutible, de una forma de entender el cine y la narrativa audiovisual, todavía anquilosada, en muchos casos, en conceptos y definiciones surgidas hace siete u ocho décadas. Y esto sin olvidar el nefasto –por acudir a una palabra no demasiado gruesa– trabajo que algunos «críticos estrella» llevan a cabo en cabeceras de tirada nacional, abundando en esa manera chusca, tendenciosa y personalista de entender la crítica, casi como si estuviéramos en una barra de bar en la que todo vale, y en la que la opinión y el gusto personal echan a codazos a la reflexión profunda y el conocimiento sosegado.
Egos, adscripciones y empecinamientos
No se trata de poner en un altar a la crítica o al crítico, ni mucho menos. El crítico o crítica no es, en absoluto, un ser infalible –ni tiene por qué serlo–, ni un individuo o individua llenos de luz y sabiduría que, en un acto de admirable altruismo, se ofrecen al mundo para señalarles el camino correcto en el proceloso mar de la creación artística. No son tampoco más inteligentes o más cultos, necesariamente, que la masa de espectadores o receptores de una obra narrativa. Pero sí detentan, o deberían detentar, una serie de herramientas, conocimientos y estudios académicos que les hacen, con suerte, propicios para ejercer de guía o de faro ante la cada vez más ingente y torrencial avalancha de contenidos que se nos ofrecen, tanto por parte de una industria ávida de los enormes beneficios que pueden obtener, como por la de unos artistas y creadores deseosos de que sus criaturas lleguen lo más lejos posible, tanto en impacto global como en reconocimiento crítico.
Ni el crítico cinematográfico ni el literario deberían escribir según sus gustos, ni en base a preferencias personales o a fobias irredentas. El crítico o la crítica están ahí para hacer de la lectura de ese libro o del visionado de esa película, o de la escucha de ese nuevo álbum, una experiencia mucho más rica y satisfactoria para el receptor, proporcionándole unas herramientas útiles para conseguir que tal cosa pueda llegar a ocurrir y situándole en un estado de ánimo e intelectual óptimo para ser capaz de llegar mucho más al fondo de lo que, a priori, habría llegado por su cuenta. La crítica o el crítico ejercen de una suerte de intermediario u orientador, de observador o espectador 1 –el espectador 0 vendría a ser, cómo no, el propio director–, de cazador o de rastreador experto, capaz de captar detalles y rastros que a otros quedan vedados, no porque sean menos listos u observadores, sino porque no están entrenados para ello. Pero proveer al espectador de herramientas, ayudarle a entrenar una forma de mirar, no se consigue sólo con querer hacerlo.
Todo crítico/a que se precie de serlo y que no quiera convertirse en otro de esos supuestos expertos del “porque yo lo digo”, como esos curanderos del Oeste Americano que ofrecían falsas soluciones a problemas inexistentes, sabe que el cine es como cualquier otra disciplina artística. Es decir, que requiere de considerables conocimientos en áreas convergentes tales como literatura, dramaturgia, música, plástica, pintura… y de no menores conocimientos en materias propias como el montaje, la dirección de actores, la puesta en escena, el estilo… Porque el crítico no solamente es un intermediario, un rastreador y el espectador 1, es también alguien que debe contribuir a un canon y a una percepción global de estilos y confluencias narrativas. En otras palabras: es un creador de teorías y de ideas, que cuanto más originales y más arriesgadas se construyan más podrán ser a su vez objeto de estudio y serán dignas de estar a la altura de aquello que observan y critican.
Un verdadero crítico no quiere que simplemente le escuches, quiere que te adscribas a su pensamiento
Pero queda una evidencia clamorosa: para que alguien tome la decisión de dedicarse a la crítica ha de ser presa de un ego lo bastante grande como para pretender situarse, nada menos, que entre la obra y el receptor, e incluso entre el autor y su obra. Y estar a la altura no es fácil, y las presiones vienen de todos lados. Por eso de igual modo que un artista ha de ser ambicioso y aspirar a algo grande si quiere conseguir algo mediano, el crítico ha de poseer un ego poderoso que le ayude a sostenerse en medio del vendaval que supone su oficio. Nos está pidiendo que le escuchemos en medio de ese vendaval, y que confiemos en él, casi con la misma fuerza con la que debemos confiar en el narrador de una historia. Un verdadero crítico no quiere que simplemente le escuches, quiere que te adscribas a su pensamiento, al menos por unas horas, que le otorgues el crédito suficiente para llegar hasta el final. Se sitúa, o eso quiere creer, detrás del autor, y trata de escuchar los resortes y las razones, los motivos y las obsesiones que le han movido a ejecutar esa obra de esa determinada manera y no de ninguna otra. Y te lo transmite de la mejor manera que puede o que sabe, a veces con una prosa enrevesada, otras con un estilo más desenfadado o abierto, pero tratando de hacerte entender lo que en teoría el autor pretendía.
Escribir crítica tiene algo de Sísifo moviendo el enorme peñasco ladera arriba. La ladera es la percepción general de una obra, el peñasco es la idea concreta y original, propia, sobre una película, y Sísifo es… bueno, es el crítico, claro está, intentando llevar su idea lo más arriba de la cuesta que sus fuerzas le permiten. Trata de llevar esa idea, esa defensa de un filme concreto, o de un autor, lo más lejos posible, sabiendo que en pocos días puede caer en cierto olvido, en cierto vacío inextinguible, pero sigue intentándolo, sin cesar, hasta lograr colocar algunas piedras ahí arriba, que se sostendrán unos días, o unos años, antes de volver a caer. Porque todo crítico auténtico lleva en su pecho un Pigmalión, una idea de belleza y de elevación artística, personificada en un puñado de títulos y de autores que le sirven como modelo. A partir de ese modelo construye una teoría previa imprescindible para buscar en otras obras ese ideal de belleza y elevación. En mi caso puedo citar también algunas, como La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), de Terrence Malick, Melancolía (2011), de Lars Von Trier, o Ran (1985), de Akira Kurosawa. Están allí arriba del todo, con otro puñado de películas, series y documentales, y me sirven de modelo para trabajar el análisis de cualquier otra.
Son empecinamientos personales que no han sido, queremos creer, elegidos por nosotros, sino que nosotros hemos sido elegidos por ellos. Y nos empeñamos en edificar razones, y tratamos de sostener, durante décadas, los argumentos que diseñamos en torno a nuestros modelos, sirviéndonos de nuestras teorías, con la esperanza de que se queden en lo alto de la dichosa cuesta todo el tiempo que se pueda.
La batalla de la objetividad
El cine es muy diverso, mucho más que el pensamiento de muchos de la mayoría de los exégetas que se ocupan de él. Por eso, y por la magmática situación actual, en la que cualquier «influencer» sin verdaderos conocimientos puede ser leído y puede causar un impacto mucho mayor que un crítico teórico de gran experiencia, en la que profesionales de trayectoria intachable se ven relegados de sus puestos de trabajo porque hacen una mala crítica de un proyecto financiado por su propia casa –un filme o una novela mediocre que es tratado con honestidad, pero que pertenece al grupo dueño del medio en cuestión–, en la que la multiplicidad de pantallas, materiales y contenidos hace casi imposible seguir el ritmo y el latido de la actualidad, y en definitiva en la que probablemente el espectador medio se sienta perdido y sin saber muy bien a qué tablón sujetarse, la crítica se antoja más necesaria que nunca.
Porque las grandes grandes obras no perviven en el tiempo, durante décadas o incluso siglos, gracias a los millones de personas que van a verlas o que las leen, tampoco gracias a los mecenas que las pagan y se hacen millonarios con ellas, ni a los diseñadores de la campaña publicitaria, ni a los vendedores. Las grandes obras, me parece, sobreviven al paso del tiempo gracias a la labor de la crítica. Una obra maestra desde luego habla por sí misma, y ha de hacerlo, pero es el crítico, el intérprete cualificado, el que traduce su significado profundo, el que encuentra en ella cuestiones y valores universales y se esfuerza por darlo a conocer al mundo, a veces contra viento y marea, oponiéndose al pensamiento de muchos más influyentes que él o ella. Las obras más revolucionarias y palpitantes no mejoran con el tiempo. El tiempo es un ente abstracto que nada tiene que ver. Sobreviven gracias a la labor investigadora, divulgadora y vehemente de la crítica.
Por eso hablar en este contexto del gusto personal está fuera de lugar. Por supuesto que es admirable que cualquier persona, cualificada o no, tenga buen gusto a la hora de elegir aquello que ve o aquello que lee, como el que dispone un menú para ocho personas en su casa. Pero eso no tiene nada que ver con la crítica, o como mucho tiene un valor tangencial. El crítico verdadero desaparece en su crítica, se disuelve en aquello que trata de demostrar. El crítico hace emerger aquello que es la obra en sí misma, en su verdadera naturaleza, no aquello que él o ella quieren ver, no aquello que les gustaría que fuera o aquello que ven que falta y que en su opinión la mejoraría. Simplemente lo que es, sin filias ni fobias. En un mundo en el que hemos otorgado un papel preponderante a la subjetividad, el crítico genuino parece empeñado en hacer prevalecer la objetividad, esa que tantos niegan que se pueda emplear para valorar una obra artística.
El crítico hace emerger aquello que es la obra en sí misma, en su verdadera naturaleza
A la tiranía del “me gusta”, como si se tratara de un tuit o de una entrada de facebook, algunos críticos radicales pensamos que tenemos mucho más de científicos, de buscadores de esencias poco arbitrarias. No es cuestión de tener razón, sino de disponer de una teoría lo bastante robusta como para demostrar qué obras son las valiosas y qué otras son las tendenciosas y de poca altura poética. Ni más ni menos. Y eso es una tarea, se me va a permitir, hercúlea, en un mundo en el que el relativismo de los mediocres campa a sus anchas, en el que parece que es imposible llegar a un mínimo consenso sobre qué valores posee una gran obra –cinematográfica, literaria, musical, o de cualquier otra clase– y en el que cualquier recién llegado parece dispuesto a discutir el trabajo y el tesón de profesionales con décadas de experiencia. Pero ante todo ello el crítico se mantiene firme, porque a él o ella lo único que le interesa es que esa obra revolucionaria llegue a cuantos más mejor, aunque no la comprendan, y se mantenga viva y en el recuerdo cuantas más décadas mejor.
Vemos películas y series para vivir aquello que la vida no nos proporciona, o para experimentar una verdad de los personajes que permanece vedada en nuestro día a día, y nos dejamos arrastrar por sus imágenes y sus sonidos, por aquello que nos cuenta, incluso en el caso de críticos especializados. Por eso es necesario no verla una sino varias veces, hasta que sus resortes y aristas, su verdadera naturaleza, emerge ante los ojos expertos del crítico, que no dejarán nada sin escudriñar, y por eso el que nada más verla ha de dejar una reseña muchas veces no es más que un reportero, pero no un verdadero crítico. Pero los críticos también son –¡oh, sorpresa!– personas, con sus reacciones emocionales, con sus personalidades diversas, y ante un cuadro, un tema musical o una serie pueden experimentar un abanico de sensaciones que pueden llegar a ser muy difíciles de gestionar, y que sólo mediante una disciplina de trabajo y una severidad a prueba de balas pueden convertir en una crítica apta para ser leída, que verdaderamente aporte algo a quien la lea.
Pero todo esto son los avatares, las luchas, de un oficio que puede ser apasionante, ingrato y desesperante a partes iguales. Personalmente, estoy convencido de que hasta un chaval sabe lo que es bueno o no. Con conocimientos, miles de lecturas y experiencia podrá discernir por qué algo es interesante, valioso y hasta revolucionario, pero algo en nuestro interior, incluso cuando somos muy jóvenes, nos ayuda a separar el grano de la paja. Con unos cuantos años de estudios y de búsquedas, quizá llegamos a empezar a entender de qué está hecha la literatura, o el cine, o la música. Al menos un poco, un mero atisbo. Y con unos cuantos años más, y muchos ensayos mediocres en los que plagiamos a otros, en los que calcamos ideas ajenas por miedo a que las nuestras no sean lo bastante robustas, comenzamos a escribir piezas decentes que llegan a cuestiones importantes de una obra narrativa. Sólo falta el ego que nos impele a seguir llevando el maldito peñasco una y otra vez cuesta arriba. En caso de obtenerlo, no cejaremos, por muchos insultos, censuras, cancelaciones, ataques, defenestraciones, marginaciones que nos impongan.
Quizá la crítica sea un acto de amor, el definitivo acto de amor hacia una pieza o un autor. No se obtiene nada a cambio, no hay recompensa material de ningún tipo. Ni la obra ni el autor mismo van a venir a darnos las gracias. Pero ni falta que hace. Descubriste esa obra, o la ayudaste a mantenerse en el huracán de la actualidad, o rescataste a ese o a aquel otro autor o autora del olvido más injusto. No puede haber recompensa mayor. Y décadas después el nombre del crítico habrá pasado al olvido, pero no el de aquellas obras maestras que no cejó en defender hasta la muerte. Sí: hace falta la crítica, y cuanto más valiente y radical mucho mejor para todos.
Lo mejor para empezar, en la mayoría de los temas más complejos a los que tenemos que enfrentarnos, es poner hechos encima de la mesa. El primero de todos: a casi todo el mundo le gusta mucho el cine. El segundo: casi todo el mundo odia o desprecia, o por lo menos siente una animadversión nada disimulada, hacia...
Autor >
Adrián Massanet
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