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Si abro Instagram a lo largo del día lo más probable es que me encuentre con un mensaje de mi amiga Anna en el que me envía un post de algún animal pequeño –normalmente un perro o un gato– con un gesto cómico en la cara y junto a la frase “mira, soy yo”; en Twitter es común que Amaya o Lara o Amin me envíen un tuit con una foto de Snoopy a la que yo respondo, siempre, “yo literal”. Creo que todos, si estamos en este lado de internet, sabemos qué significa y/o hemos utilizado la frase “soy yo literal”.
El meme primigenio fue un copypaste de 4chan, publicado el 17 de noviembre de 2015: un usuario respondía a una imagen de Rick, de Rick y Morty, con el siguiente texto:
Este soy yo. Literalmente yo. Ningún otro personaje se acerca a mí de esta manera. No hay forma de que puedas convencerme de que este no soy yo. Este personaje no podría ser más yo. Soy yo, y nadie puede convencerme de lo contrario. Si alguien se acercase a decirme que es posible que no sea yo, inmediatamente le callaría la boca con pruebas abrumadoras de que este personaje soy yo. Este personaje soy yo, es indiscutible. No me entra en la cabeza que alguien intentase argumentar que este personaje no soy yo. Si sostuvieses dos imágenes, una mía y otra del personaje, una al lado de la otra, no notarías ninguna diferencia. Puedo mirar a este personaje con seguridad cada día y decir “Sip, soy yo”. Prácticamente puedo ver a este personaje cada vez que me miro al espejo. Salgo a la calle y la gente me para para decirme lo mucho que me parezco a este personaje y cómo actúo del mismo modo que él. Se me escapa una risita mientras me reafirman diariamente que soy este personaje en todas sus formas. Sonrío cada vez que salgo de la cama sabiendo que he encontrado mi identidad en este personaje y sé cuál es mi sitio en el mundo. Es bastante gracioso, en realidad, cómo de parecido es a mí este personaje, es casi como si fuésemos mellizos. La primera vez que vi a este personaje tuve una crisis existencial. ¿Y si el personaje era mi yo real y yo era el ser ficticio? ¿Y si el personaje se hubiese dado cuenta de mi existencia? ¿Tendría este personaje la capacidad de tomar conciencia de sí mismo?
Fuera de los círculos de 4chan, en cambio, este meme se inició de otra forma, y el primero se publicó en Facebook: cinco imágenes de hombres atractivos fumando –Al Pacino en Scarface, Cary Grant, David Bowie, Keanu Reeves en Constantine y Humphrey Bogart en Casablanca– sobre otra imagen que casi se considera parte de las pinturas rupestres de internet: en una estética de alrededor de 2010, un chaval de unos doce años, con gafas, frente a un ordenador portátil en una habitación que parece el aula de informática de un colegio (nerdy kid on laptop es como lo llaman algunas páginas que generan los famosos y prehistóricos memes de TOP TEXT/BOTTOM TEXT). Este meme venía a ironizar sobre el contraste entre ambos: sentir que eras ellos (guapos y atractivos) mientras en realidad tú eras todo lo contrario (delgaducho, friki y sin atractivo). Rápidamente el meme se extendió y comenzaron a aparecer sus diversas variantes: personajes ya no sólo atractivos, sino también carismáticos o con personalidades muy concretas (Ryan Gosling en Blade Runner: 2049, Travis Bickle de Taxi Driver, Brad Pitt en El club de la lucha, Alex DeLarge de La naranja mecánica…), personajes femeninos (Laura Palmer y Donna de Twin Peaks, Saoirse Ronan en Ladybird, Amélie, Scarlett Johanson en Lost in Translation…), y también se extendieron a todas las subculturas existentes –góticos, emos, sadboys, otakus, kpopers, gamers…–, cualquiera podía tener su meme autorreferencial a medida que este llegaba a todos los rincones de internet.
Fue entonces cuando TikTok se impuso como nadie y el meme se actualizó, adoptó otros formatos con otros mensajes (uno muy común es un vídeo con el estribillo de la canción Iris, de Goo Goo Dolls, sonando de fondo mientras aparece un peluche de un Pou triste tirándose escaleras abajo o empapándose bajo la lluvia, a veces flotando a merced del agua de la bañera, y en un texto superpuesto en el centro se leen cosas como “yo cuando ella se va”, “yo esperando tu mensaje”, “yo cuando mis amigos no están”), pero todos ellos venían a decir básicamente lo mismo: “Soy yo literal”.
He decidido traducir e incorporar al principio y de forma íntegra el copypaste de 4chan con el que se inició este meme porque me topé con él mientras buscaba información sobre su origen; desconocía de la existencia de dicho mensaje –no soy ni he sido usuario de 4chan– y me ha sorprendido ver cómo un mensaje tan cargado de ironía, tan hiperbólico, podría ser ahora algo que no me sorprendería leer en Twitter o TikTok un día cualquiera, dicho por alguien sin ningún ápice de ironía. El meme se ha convertido en realidad, la vida ha vuelto a copiarle una vez más a la ficción y aquello que comenzó como una broma ha pasado a ser el día a día de mucha gente que ha delegado en libros, películas y todo tipo de elementos de la cultura pop el desarrollo y construcción de su propia identidad.
De un tiempo a esta parte nos hemos encontrado con un creciente movimiento antiintelectual cuyo mayor exponente es, creo yo, la comunidad “lectora” de diversas redes sociales. Booktok, Bookstagram, Booktwt…, comunidades que en sus inicios buscaban compartir lecturas, reseñas, recomendaciones según los gustos de cada cual, generar debates en torno a ellos y ser algo así como un gran club de lectura, han evolucionado con el tiempo en auténticos sumideros de indigencia mental, un monstruo consumista de páginas y páginas con una falta sonrojante de capacidad crítica y analítica. Y yo no estoy aquí para juzgar las lecturas de nadie, no es el objetivo ni la intención de este texto, sino para analizar un fenómeno que no solamente sucede en este tipo de comunidades, pero cuya magnitud es muy útil para entender a qué me refiero. Hace poco alguien publicó un vídeo en TikTok en el que aparecía una persona abriendo un libro y, justo después, llevándose las manos a la cabeza en un gesto de desesperación; el texto que acompañaba el vídeo era “Cuando me empiezo un libro… pero está escrito en tercera persona”. En los comentarios, miles de usuarios –miles de verdad, no exagero– escribían eufóricos que ellos se sentían igual, que eran incapaces de leer una historia contada en tercera persona, preferían –otros directamente lo necesitaban– que el narrador se refiriese a sí mismo como yo. Tras varias críticas el autor del vídeo publicó otro en el que “justificaba” renegar de los narradores en tercera persona aduciendo, entre otras, las siguientes razones:
- [La primera persona] es más personal, es como un diario.
- Me ayuda a conectar más con el personaje y tener que ver con él.
- Parece como si tú estuvieses viviendo la historia, como si fueses el personaje.
- Quiero ser el personaje principal: quiero ver las cosas a través de los ojos del protagonista, como si yo fuese él.
Esto, que cualquiera podría juzgar rápidamente, reírse un poco y pasar a otra cosa, esconde una cuestión a la que no estaría de más prestarle atención: ¿por qué hay personas que, de repente, son incapaces de leerse un libro si no son el protagonista? No me entra en la cabeza que alguien intentase argumentar que este personaje no soy yo.
Esto no es algo que suceda únicamente en TikTok, en todos los ámbitos, aunque de forma no tan exagerada pero al mismo tiempo apreciable, parece que las cosas que nos gustan ya no reflejan “nuestra personalidad” o “nuestros gustos”, sino que ahora lo que nos gusta es, directamente, nuestra identidad, lo que nos gusta somos nosotros. Ya no me gusta este libro, ahora soy este libro, ya no me gusta esta canción, ahora soy esta canción (o soy quien los escribiese). Un paseo de media hora por varias cuentas de redes sociales y leeremos biografías del estilo de “Estoy escrito/a por Sally Rooney/Haruki Murakami/Ottessa Moshfegh” o “Vivo en una película de Jean-Luc Godard/Greta Gerwig/Richard Linklater”, cada uno elige su nombre predilecto.
Y siempre, aquello que nos gusta (aquello que somos) es aquello bueno y aquello que está bien
Y siempre, como no puede ser de otra forma, aquello que nos gusta (aquello que somos) es aquello bueno y aquello que está bien. Ya no se considera “bueno” o “malo” algo según unos estándares u otros, según tenga más o menos “calidad”, según pueda estar peor o mejor escrito, peor o mejor filmado, si en su originalidad dice algo nuevo o es un pastiche que esconde los mismos conceptos mil veces vistos bajo una falsa capa de novedad; algo es bueno si nos vemos de algún modo reflejado en ello, si nos dice lo que queremos escuchar porque es lo que nosotros hemos sentido o pensado o experimentado alguna vez. Pareciera como si necesitáramos que nuestra vida nos la confirmase otro, como si sólo pudiésemos haber vivido x o y situación si alguien ha escrito algo similar, si alguien nos dice que sí, que eso que piensas o sientes o experimentas es real porque te lo está contando y tú lo estás leyendo, como si sólo a través del reflejo en el otro uno pudiese reafirmar su propia existencia en el mundo. Se me escapa una risita mientras me reafirman diariamente que soy este personaje en todas sus formas. Si soy yo, si puedo verme ahí, si puedo incorporar esto a la performance de mi identidad, ¿qué importa entonces que sea una opinión más que evidente y que quien lo ha escrito parece que acaba de caerse del guindo más alto del bosque?, ¿qué importa si, en realidad, el autor de esto no se refería con lo que dijo a lo que yo he deducido? (en el audiovisual, por poner un ejemplo, esta última cuestión tampoco es nueva, no es difícil ver a hombres malinterpretar personajes o la caricatura que de ellos quiere hacerse y decir ese “soy yo literal” con personajes como Walter White, el Joker de Joaquin Phoenix o mi favorito de entre todos los personajes mal entendidos por quienes enarbolan sus nombres como propios: Ignatius Reilly de La conjura de los necios –lo que hoy en día es un incel a todas luces–).
Pareciera como si necesitáramos que nuestra vida nos la confirmase otro
Del mismo modo, algo es “malo” si no se relaciona directamente con aquello que se piensa; si uno cree que todo lo que lee o ve debe ser colocado en uno de los dos platos de su balanza moral, para decidir si lo introduce o no en su mural identitario, no será complicado que asocie lo escrito con quien lo escribió, que crea que el autor es lo que escribe o lo que filma (Lolita de Nabokov es un ejemplo que no necesita explicación). Asociar la ficción a lo tangible es un error, pues la ficción se define por ser, bueno, ficticia. Y es que la ficción está mucho más cerca de la mentira que de la verdad –hay verdad dentro de la mentira–, ningún arte se inventó para expresar la realidad tal y como es –ni siquiera la fotografía, que “capta la realidad” con una cámara, está captando realmente la realidad–. Lolita será una mejor o peor novela, pero por encima de todo es una obra ficticia, un engaño, cuyos personajes sólo existen en forma de letras de tinta unidas una a otra.
Esta falacia no lleva solamente a descartar todo aquello que no “resuene con nosotros”, sino que invalida cualquier tipo de análisis crítico que pueda hacerse sobre ello, pues sólo es importante poder decir “soy yo, esto soy yo”. Y ese análisis no se descarta por innecesario (que también, ¿por qué voy a cuestionar que lo que me gusta es bueno, si que me guste ya es razón suficiente?), sino porque al incorporar a la identidad de uno aquello que, en primer lugar, le es ajeno y, en segundo, es algo que puede (y en mi opinión, debe) ser objeto de crítica, cualquier opinión, por muy fundamentada y constructiva que sea, se entiende como un ataque; no un ataque al libro/película/canción, no, un ataque a mí, porque, recordemos, este libro/película/canción soy yo. Si alguien se acercase a decirme que es posible que no sea yo, inmediatamente le callaría la boca con pruebas abrumadoras de que este personaje soy yo.
El 12 de junio de 2024, Annie Ernaux visitaba la Filmoteca de Catalunya, como parte de una pequeña gira entre Barcelona y Madrid, para presentar junto a su hijo el documental Los años Super-8 (2022), y yo tuve la suerte de estar presente en la proyección y el posterior coloquio. Durante este último, alguien le hizo una pregunta introducida por la siguiente frase: “Usted se ha pasado la vida escribiendo sobre su vida”. La frase no iba con malicia, el tono no fue ese y la pregunta posterior fue buena, simplemente reflejaba una apreciación de quien la hizo. Ernaux, antes de responder a la pregunta, aclaró la afirmación previa diciendo: “Yo no creo haberme pasado la vida escribiendo sobre mi vida”. Cuatro días antes, en una entrevista para El País, a la pregunta del periodista: “Otra cosa que le disgusta es que la asocien a la autoficción. ¿Por qué?”, también respondió algo similar: “Porque yo no hablo de mí. Parto de mi vida, pero en ningún caso para hablar solo de mí misma”. Y es que la obra de Annie Ernaux, aunque tenga libros más o menos acertados –la existencia de El hombre joven es, en mi opinión, incomprensible y me parece una estafa piramidal comprarlo–, no puede entenderse como una obra autobiográfica, sino como un trabajo monográfico de género y clase a lo largo de 50 años de escritura y que va más allá de las situaciones concretas que en ellos puedan describirse. Una obra que desarrolla de forma minuciosa el concepto general de que lo personal es político no puede quedar reducida a un mero reflejo identitario individual; Annie Ernaux no “eres tú” sólo porque tú escribas sobre tu vida y creas que ella hace lo mismo, porque leas una frase en Pura pasión o Perderse (libros en los que pueden verse reflejados tanto hombres como mujeres) sobre cómo en su vida solamente existían la presencia y la ausencia, sobre cómo se pasaba días enteros luchando por salir de la cama, viendo la vida sin proyecto alguno y sin que el tiempo la llevase a ninguna parte, y concluir que “esta mujer está tan mal de la cabeza, como yo”. Sonrío cada vez que salgo de la cama sabiendo que he encontrado mi identidad en este personaje y sé cuál es mi sitio en el mundo.
Buscarse en cualquier manifestación artística lleva inevitablemente a confundir lo escrito con lo que se quiso contar
Buscarse en cualquier manifestación artística –como si el arte fuese algo místico que nos “cambia la vida”, como si fuese algo así como un oráculo de Delfos que guía nuestros pasos y acciones– lleva inevitablemente a confundir forma y contenido, lo escrito con lo que se quiso contar, muchas veces nos lleva a malinterpretarlo o incluso manipularlo con el único fin de que encaje en nuestro muestrario de principios e ideas. Ya no buscamos que, por ejemplo, una película nos diga algo (es decir: verla y sacar de ella una conclusión –si la tiene–, aunque sea una conclusión con la que no estemos de acuerdo), sino que buscamos extraer de la película aquello que nosotros queremos que diga, el proceso contrario, que refuerce las ideas con las que venimos de casa a través de lo que veamos proyectado. El ejemplo más reciente es el de Poor Things (2023), película a la que se le impuso el adejtivo de “feminista” (o “antifeminista”), sobre la que se hicieron análisis alrededor de la figura de la mujer sometida y la mujer empoderada o en proceso de emancipación, cuando, en realidad, Yorgos Lanthimos (a quien por asociación también se tildó de feminista/antifeminista) no expresó jamás su intención de hacer crítica alguna sobre nada de esto, él simplemente hizo su trabajo: hacer una película; fue el público quien buscó que esta se alinease con unos valores (los suyos) si le había gustado o, por el contrario, con los contrarios si le había parecido una abominación (de nuevo: me gusta = es bueno / no me gusta = es malo). Otro ejemplo, más breve: alguien en Twitter comparó hace no mucho La Quimera (2024) con Alcarràs (2022), para justificar que ambas películas se fuesen de vacío en las entregas de premios porque, cito textualmente, “la sutilidad no se premia”. Animo a cualquiera que no lo haya hecho a ver Alcarràs y buscar algún indicio de sutilidad en sus 115 minutos de duración (nada malo con no ser sutil, simplemente no es el caso de esa película).
Lo mismo sucede con otros autores, la correspondencia de Kafka con Milena y Felice, así como sus diarios y algunas de sus obras, son el combustible perfecto para cualquiera que necesite esa dosis de reafirmación que le permita seguir diciéndose “sí, sigo siendo yo”. Prácticamente puedo ver a este personaje cada vez que me miro al espejo. Kafka no fue ningún romántico más allá de lo literario, por mucho que de sus cartas a las mujeres con las que se relacionó puedan sacarse frases que bien encajen con este término –“Buscar tus ojos, encontrarlos, morir de alegría”, “Querida, mi amada, por amor, sólo por amor, quiero bailar contigo” y una de las más conocidas: “…tuyo (ahora estoy incluso perdiendo mi nombre: se hace cada vez más corto y ahora es: Tuyo)”– ; sobre la relación de Kafka con las mujeres se han presentado decenas de teorías y explicaciones, pero todas coinciden en que, independientemente de su causa, a Kafka le fue muy difícil relacionarse con ellas a lo largo de su vida, y así lo atestiguan varios pasajes de sus diarios y cartas a Max Brod. Si estas frases se presentan así, descontextualizadas y como meras citas retuiteables, sobre quien decimos “soy yo literal” es un Kafka recortado, transfigurado, que nada tiene que ver con quien fuese el autor de esas líneas. La frase “Él me entendería” sobre su retrato es un leitmotiv en este tipo de memes. Él te entendería, tal vez, pero ¿le entiendes tú a él? Si sostuvieses dos imágenes, una mía y otra del personaje, una al lado de la otra, no notarías ninguna diferencia.
Tampoco es necesario profundizar en cómo autores como Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar, Virginia Woolf, Sylvia Plath, (y un largo etcétera) se han convertido en meros atributos decorativos para aquellos que buscan romantizar de forma superficial y fría la tristeza, convertirla una estética de “autores torturados” (la espiral de locura que se formó cuando Taylor Swift anunció The Tortured Poets Department da buena fe de ello) cuya obra queda en segundo plano y su autor redefinido como un simple sufridor, sin profundidad, como si solamente ese sufrimiento y el haber acabado voluntariamente con su vida fuese la única forma de definirlos, como si la idea de que uno pueda ver su dolor en otros como algo sobre lo que hacer alarde y celebración no rozase lo esquizoide.
No creo que todo esto haya surgido porque la sociedad actual sea más individualista que antes o porque sus miembros practiquen el ombliguismo (el fenómeno de la autoidentificación no lo ha creado TikTok: le das una patada a una piedra y te salen cien personas con camisetas de Star Wars peleándose contra los que llevan las de Star Trek para ver quién lleva más en el corazón su franquicia multimillonaria favorita), sino por unos modos de producción sobresaturados y una necesidad de que sintamos sus productos como propios; la paradoja de la elección: a más opciones se nos presentan, más difícil es elegir una de ellas, por lo que es necesario que aquellas que cuajen con nosotros lo hagan de tal forma que, una vez asumidas como parte del yo, resulte imposible separarnos de ellas sin provocarnos un vacío, una sensación de que algo nos falta: nosotros mismos. La primera vez que vi a este personaje tuve una crisis existencial. ¿Y si el personaje era mi yo real y yo era el ser ficticio? Mark Fisher en Realismo capitalista habló de algo parecido: el capitalismo tardío necesita borrar y hacer olvidar cualquier indicio de mensaje revolucionario en la cultura convirtiéndolo en un mero espectáculo, una simple estética para impedir así la proliferación de lo nuevo. ¿Si todo esto soy yo y con esto me valgo, para qué voy a necesitar que nada lo suceda?
Nuestra identidad no tiene el logo de ninguna marca, no es algo que pueda comprarse en una librería o una tienda de discos
Nuestra identidad no tiene el logo de ninguna marca, no es algo que pueda comprarse en una librería o una tienda de discos, producido en masa y vendido en millones de unidades. Y esto lo dice alguien que tiene varios pósteres de películas en las paredes de su casa, que decora con vinilos y expone en su estantería Compactos de Anagrama. Pero también lo dice alguien que ha escuchado folklore y evermore más de lo que le gustaría aceptar y al mismo tiempo sabe que el august de Taylor Swift no es el suyo y que la distancia que le separa de la multimillonaria es abismal; que lee a Murakami más de lo que sería aconsejable confesar en una primera cita, pero preferiría pegarse un tiro en el pie a considerar al autor o a alguno de sus personajes como parte de sí mismo (y que opina que su último libro es una mofa infumable, que sería más útil para calzar una mesa si no fuese un tocho de casi 600 páginas); que adora el cine de David Lynch y se ha comido cada biografía que de él se ha publicado, pero jamás se le ocurriría decir que el propio Lynch o Bobby de Twin Peaks son él, o que “sólo Henry Spencer de Eraserhead le entendería”.
El autorreferencialismo y el reflejo en lo otro puede ser muchas veces emancipador y conectivo y permite que uno se forme y se transforme, pero adoptémoslo desde pensamientos que sean nuestros, reflexionemos sobre todo aquello que resuena con nosotros –¿por qué lo hace?, ¿de qué forma?, ¿hay algún doble fondo oculto en esto?–, no nos limitemos a absorber como una aspiradora conceptos e ideas sin pasarlas por ningún filtro, sin introspección. Que bajo el capitalismo no se pueda consumir de forma ética no implica necesariamente que no podamos elegir cómo hacerlo; no nos borremos a nosotros mismos en pro de, como dijo @ccvrmen, “capitalizar la nostalgia de una generación turboconsumidora de regurgitación cultural”, convertirnos en soldados incondicionales de un sistema productivo que, no quedándole nada que quitarnos, nos impone una identidad que solamente puede ser la suma de una serie de elementos de su propio catálogo. ¿Tendría este personaje la capacidad de tomar conciencia de sí mismo? Ni siquiera es necesario matar a ningún ídolo, es suficiente con mantenerlo al otro lado de la frontera que impida que “ser yo literal” signifique todo menos ser realmente yo.
Si abro Instagram a lo largo del día lo más probable es que me encuentre con un mensaje de mi amiga Anna en el que me envía un post de algún animal pequeño –normalmente un perro o un gato– con un gesto cómico en la cara y junto a la frase “mira, soy yo”; en Twitter es común que Amaya o Lara o Amin me envíen un...
Autor >
Marc Martínez-Campayo
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