Como los griegos
La sopa de cebolla / soupe à l’oignon
El invierno es el peor momento para morir porque todo está ya muerto. De esa selva de frío solo nos salva el calor que podamos crear, pues nadie más lo hará por nosotros
Guillem Martínez 7/12/2024
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-EN BUSCA DE TU FUEGO. En el momento en el que escribo estas líneas hace un ris que parte el cutis. Es la nota de despedida que nos ha dejado en la atmósfera Perséfone, comunicándonos que se ha ido, como cada año, a que Hades le practique la custodia compartida. Ahí, apartada del mundo, en el fondo del fondo de la tierra, estará hasta marzo, dejándonos abandonados y únicamente acompañados por nosotros mismos, lo que no es mucho. Es el invierno, el peor momento para morir porque todo está ya muerto. De esa selva de frío solo nos salva el calor que podamos crear, pues nadie más lo hará por nosotros. El calor, como sabrán por el informe anual de Endesa, parte de nuestros pies, anudados con otros pies bajo el tejado de una manta, recordando el momento en el que todos éramos vegetales, enredaderas, y sonreíamos porque era bueno. Pero el calor también parte y se fabrica en nuestros labios, al cabo siempre rojos y siempre en agitación, como una llama, esa juerga, esa danza del vientre continua. Pero, finalmente, el calor también nace de nuestras manos. Con nuestras manos, que fabrican el fuego con dos maderas secas, o con otras manos, podemos fabricar alimentos, ese calor lento y sencillo con el que resistir la lógica del hielo, ese material insensible que no quiere nada de nosotros salvo todo. Es preciso, en fin, resistir al frío, porque el frío son muchas cosas y casi todas malas. Hola. Bienvenidos a Como los griegos, una sección fieramente partidaria del fuego, que hoy propone al mundo un clásico eterno de la cocina francesa, que por ello mismo carece de autoría salvo la colectiva. Es la sopa de cebolla / soupe à l’oignon. Esta sección, por otra parte y como ya sabrán, diferencia, por un tubo y por militancia dogmática –de hecho, es su único dogmatismo estúpido y absurdo–, entre la sopa y el caldo. Sinopsis: el caldo es eso, caldo, agüita amarilla, mientras la sopa tiene que ver, históricamente, con el pan, con mojarlo con caldo, para crear un no-sólido y un no-líquido. El pan, a su vez, sería el alimento más humilde del mundo, si no fuera por la cebolla. La diferencia entre el pan y la cebolla, y que cuenta a favor del pan, es que el pan ha estado tan intensamente meditado desde la humildad, por lo siglos de los siglos, que ha creado una palabra fantástica y única como solo lo es compañero –castellano–, company –catalán–, compañeiro/companheiro –gallego/portugués–, compango –italiano– o el más sonoro, literal e incuestionable copain –francés–, con el que los latinos aludimos al hecho de que la persona con la que compartimos el pan es importante. Mucho. Lo más. Hasta merecer una palabra. Sobre la cebolla, ese alimento tan humilde que está desatendido, es preciso vociferar que lo dijo casi todo el señor Hernández.
Comer sangre de cebolla tuvo que ser un buen recurso invernal. Los inviernos, hasta la agricultura, debieron ser interminables, duros
-DIMINUTAS FEROCIDADES. Miguel Hernández hizo, en esa etapa de la vida denominada agonía, un canto al perdón, al olvido y al poder desbordante y revolucionario de la vida, a través de la cebolla, en sus Nanas de la cebolla. En tan solo un centenar de versos, Hernández redefine la cebolla –“escarcha grande y redonda”; es el frío, sí, pero poco y simpático–. Explica lo que nos alimenta de ella, su esencia –la “sangre de cebolla”–. Explica las ventajas de comer, cebolla o no. La primera es la alegría, que crea consecuencias tales como la risa, algo trascendental –“tu risa me hace libre”; piensen en esa frase cuando un político o un periodista le inviten a no reír, a crisparse–. Explica lo contrario a ese despertar de la inteligencia que es el comer: la tristeza, el nacimiento de otra inteligencia, que tal vez no sea la nuestra –“desperté de ser niño / nunca despiertes”–. En un poema tan carnal, que une la libertad con los alimentos –como así es; lo que hará caer a Milei de manera estruendosa, como siempre y aunque, como siempre, nadie lo crea–, Hernández anima, por ello mismo, al vitalismo más absoluto frente a la barbarie, cuando la barbarie lo copa todo: “No te derrumbes / no sepas lo que pasa / lo que ocurre”. Alude al cuerpo de su hijo a partir de sus herramientas incipientes para comer –cebolla, por cierto–. Se trata de los dientes, a los que califica de “frontera de los besos”, como así es. Y, sin venir a cuento, zas, alude a los dientes de los bebés por el que tendría que ser su verdadero nombre desde ese momento de 1939: “Diminutas ferocidades”. Gracias a Hernández sabemos lo que es una cebolla. Es una región importante de la vida. Y de la rebeldía, la especie más sabrosa de la propia vida. Sean alegres, rebeldes y osados. Y coman cebolla. Con pan. Con copanes, esos compañeros por/con los que partimos el pan con las manos.
Esta receta parte del recetario de Julia Child, con leves modificaciones, que aportan las experiencias. El resultado es, por lo tanto, una suerte de sopa de la experiencia
-CEBOLLA LA NUIT. Comer sangre de cebolla tuvo que ser un buen recurso invernal. Los inviernos, hasta la agricultura –hasta bien entrada la agricultura quiero decir, pues sus inicios fueron terribles, puro ensayo y desnutrición–, debieron ser interminables, duros. En la cueva del Sidrón, en Asturias, se han encontrado los restos de 13 neandertales, de diversas edades, algunos del mismo grupo familiar, que se remontan a hace casi 50.000 años. El análisis del esmalte de sus dientes –sus diminutas, o no, ferocidades– explica periodos de desnutrición frecuentes, que podrían coincidir con el abandono anual de Perséfone, esa irresponsable. La cebolla, alimento de fácil almacenamiento, podría haber evitado, en parte, aquella agonía anual. La cebolla, que viene de Asia –casi todos los vegetales nos vinieron, en primera instancia, de Asia, por lo que es razonable que hoy Asia lo reclame casi todo; la vida siempre requiere y exige simetría–, accedió a la sopa en la Edad Media, momento en el que se vertía esa sopa de cebolla sobre una rebanada de pan –hoy hacemos lo contrario; no se pierdan la receta–. La primera receta resultona aparece en Le viandier, de Guillaume Tirel –1314-95–, aka Taillevent, cocinero real que demuestra que, de alguna manera, la sopa de cebolla, en la Francia del siglo XIV, estaba abandonando el punto en el que nació –la pobreza extrema– para acceder a la realeza –la riqueza extrema–. Para ello, la sopa tuvo que ser modificada. Por ejemplo, en vez de hacerse con agua, se pasó a hacer con caldo. En el siglo XIX la sopa de cebolla vive su Edad de Oro en Francia, cuando se convierte en un alimento reconstituyente de los trabajadores del mercado central de abastos de Les Halles, en París –ha salido mucho en esta sección; es un punto importante en la cocina europea; la real, quiero decir–. Hoy no queda nada de todo aquello, salvo algún restaurante. Y, por lo mismo, esa sopa también fue un alimento alegre de los trabajadores nocturnos –actores, periodistas, juerguistas, aristócratas, cocottes, pobres de rigor–, que se desplazan allá, en mitad de la noche, a tomarse una sopa de cebolla calentita en pleno invierno parisino, tan carente de diálogo –en mi vida he pasado tanto frío como en París, debo informarles; solo al recordar aquel frío tirito, y en vez de escribir “tirito”, debido a los estertores fosilizados, escribo “mipito”–. Sucede eso mismo, en otros puntos del planeta, con otros alimentos relacionados con el caldo. En el matadero de Chicago de entresiglos –el más grande y sanguinario del mundo–, los trabajadores se dopaban con un mejunje denominado bullshot –básicamente, caldo con vodka; versión chachi contemporánea: 40ml de vodka, 80ml de caldo de carne, chorrito de salsa Worcestershire, zumo de medio limón y gotas de Tabasco; atómico; no se lo pierdan–. Existiendo el bullshot es incomprensible la venta de vasitos de caldo en Lhardy, esa costumbre madrileña que siempre sorprende al visitante bullshotero. Bueno, me he salido de madre. Es el frío parisino, que me copa la memoria de frío. Volvamos. Sopa de cebolla.
-LA RECETA. Esta receta parte del recetario francés de Julia Child –El arte de la cocina francesa, Debate, BCN, 2013; no se lo pierdan, que es la chica más canónica de la cocina francesa; tal vez porque es americana, y los integristas siempre son los nuevos–, con alguna leves modificaciones, que matizan y aportan las experiencias vividas. El resultado es, por lo tanto, una suerte de sopa de cebolla de la experiencia. La receta de Child es sencilla. Pero larga, de gran duración. Más de dos horas de cocción, lo que sin duda dibuja una de las dos horas mejor empleadas de su vida. Necesitarán un kilo de cebollas –en bruto; al limpiarlas, queda menos; últimamente utilizo cebolla dulce; mola–. Se cortan a la cojonésima en pedazos pequeños, y se vierten a una olla de la marca ACME, en la que se ha derretido mantequilla y se ha vertido aceite de oliva. Se tapa. Se olvida todo ello por 15´, de manera que la cebolla sude su sangre. Echar después la sal y el azúcar –la mitad de azúcar que de sal–. Y, ya sin tapa, volver a olvidarlo todo en la olla ACME. Pero no mucho, que si no se mueve cada X minutos la cosa se quema, créanme. Pasado ese segmento de tiempo, empieza el pitote. Echen al conjunto tres cucharadas de harina. Remover continuamente por 3´, y por la Grandeur de la France. Y aquí puede verter a) vino blanco, o b) chorrito de cognac –yo hago eso último; la madera del cognac, ese sabor, equivale a verter a la cebolla un tronco de leña, lo que hace al compendio rústico, salvaje e interesante, como un vikingo alfabetizado–. Tras el vertido de alcohol, recuerden subir el fuego, para que el alcohol se evapore. En la olla, no en su hígado, lo siento. Posteriormente hay que echar el caldo, ya caliente. Child, no obstante, es partidaria de agregar, en este punto, un chorro discreto de oporto y madeira. Yo no hago eso, que es un tanto cursi. Child, por cierto, da a elegir también entre echar un litro de caldo, un litro de agua –no lo hagan, que queda triste–, y un litro de fondo oscuro. Y sí, mola echar fondo oscuro. Pero hoy echaremos caldo –y más de un litro; más bien dos– en tanto en mi próximo artículo –le filet mignon; llevo unas semanas del palo francés; es el olor del frío, me remite a París; los estertores que me crea el recuerdo del París invernal me hacen escribir en modo el meneito-el meneito-el meneito; ahora mismo quería escribir el “agua que lava tu rostro” y me ha salido “el agua que lava tu chocho”; otro año sin el Nacional de Periodismo, brrrrr– les explico cómo hacer un fondo oscuro. Es la pera. Y sencillo. En cada hogar debería haber uno. Dejar hervir 30’. Y punto pelota. Child propone diversos aderezos para servir esa sopa. El llenapistas es, claro, servirlo con croûtes au fromage.
-DIEU RÉUNIT CEUX QUI S’AIMENT. Agarren una rebanada de pan por bigote. Tuéstenlas al horno, un rato, a 160 grados. Añadir aceite de oliva por ambas caras. Espolvorear con queso rallado por ambas caras. Poner cada rebanada encima de un bol, en el que se ha servido la sopa. Gratinar hasta que el queso funda. Servir a la francesa, arrastrando la errrrrre. Yo hago todo esto más a pelo. A saber: tostada de pan, emmental rayado por la cara superior, se ubica eso sobre la sopa y se gratina, hasta que el queso se ponga cachondo. La sopa crea vapor, y el vapor es la esencia de la evocación. Tal vez por ello he escrito este artículo –y previamente, he cocinado esta receta– escuchando a toda leche Hymne à l’amour, de Edith Piaf, una obra de arte profunda, compuesta por esa mujer en parte italiana, en parte argelina, es decir, francesa. La canción arranca mal, con lugares comunes sobre el amor, una manera de ocupar el tiempo y el ocio. Hasta que, zas, da un giro inesperado hacia la profundidad y empieza a hablar de verdad, sin trucos. Lo que es un truco sensacional. Explica entonces lo que haría por amor. Explica todo lo que haría a demanda del amado. Y aquí inicia un crescendo. Parece que llega al límite de lo posible cuando explica que se teñiría de rubio –la canción es de 1949; en aquella época de postguerra, recordemos, solo se teñía de rubio Carmen Broto–. Hasta que formula la entrega absoluta. Con estas palabras: je renierais de ma patrie –“(si me lo pides) yo renegaría de mi patria”; recordemos: la canción es de los años 40–. Esa Francia es la que adoro, y la que ahora parece que no es posible. Posteriormente, la canción, sin perder su belleza, se adentra en las tinieblas, en el amor tras la muerte. Y tras un momento instrumental turbador, finaliza con un Dieu réunit ceux qui s’aiment –“Dios reúne a quienes se aman”–, que es, por cierto, el epitafio de su tumba, en el cementerio de Père Lachaise. Ahí iré, por cierto, en unos días, a visitar a los últimos miembros de mi familia. Hará un frío espantoso, ese frío de cuando Perséfone parece que no volverá nunca jamás. Mis dedos volverán a temblar. Necesitaré una sopa de cebolla.
-EN BUSCA DE TU FUEGO. En el momento en el que escribo estas líneas hace un ris que parte el cutis. Es la nota de despedida que nos ha dejado en la atmósfera Perséfone, comunicándonos que se ha ido, como cada año, a que Hades le practique la custodia compartida. Ahí, apartada del mundo, en el fondo del fondo de...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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