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La gran pantalla

Nueva Roma y la decadencia del imperio

Notas sobre ‘Megalópolis’ y ‘Gladiator II’, que representan dos formas de entender el mundo y el cine

Adrián Massanet 13/12/2024

<p>Fotograma de <em>Megalópolis</em> (Francis Ford Coppola, 2024). </p>

Fotograma de Megalópolis (Francis Ford Coppola, 2024). 

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No pueden existir dos directores más diferentes que Francis Ford Coppola y Ridley Scott. Si esto, en lugar de un texto sobre cine, fuera uno de divulgación científica, hablaríamos de dos elementos químicos contrapuestos, y si nos pusiéramos un poco más poéticos nos referiríamos a la mezcla del agua y el aceite o a la imposible conjunción de noche y día. Ridley Scott nació el 30 de noviembre de 1937 en South Shields, a 16 kilómetros de New Castle. Francis Ford Coppola nació el 7 de abril de 1939 en Detroit, Michigan. El británico proviene de una familia de militares, y con menos de treinta años fundó junto a su hermano Tony Scott una compañía publicitaria que le llevó a grabar más de dos mil anuncios y a ser un hombre muy rico incluso antes de filmar su primera película. El estadounidense de ancestros italianos proviene de una familia de artistas y músicos, en la universidad fue un prominente director de teatro y antes de filmar su primera película importante ya era un guionista consagrado y galardonado.

El primer filme de Scott fue el muy reivindicable y hoy poco conocido Los duelistas (The Duellists, 1977), muy influenciada por el Barry Lyndon de Kubrick, con una fotografía y una ambientación muy cuidadas y basada en un relato de Joseph Conrad. El primer filme de Coppola –si nos olvidamos de las nudies que tuvo que remontar para Roger Corman…– fue el relato de terror Demencia 13 (Dementia 13, 1963) un filme de presupuesto irrisorio, financiado con el dinero sobrante de otro proyecto irrisorio de Roger Corman, con un guion escrito en un fin de semana y con una fotografía y un sonido que rozan el de un título de estudiante de cine. Ya desde el principio queda cristalino quien proviene de clase media alta y filma títulos de gran empaque de producción, y quien tuvo que medrar en la industria a base de trabajo y talento. Y en sucesivos años quedó también muy nítido quien proviene de la esfera anglosajona y atlántica, y quien de una más mediterránea y grecolatina. Porque se ha dicho mucho que El padrino, la trilogía por entero, tiene mucho de Shakespeare, pero no es cierto. Sus precursores y sus influencias, aunque parezca lo contrario, tienen menos que ver con El rey Lear que con Sófocles, más con los mitos de la Antigua Grecia y Roma, que con las figuras tardorrenacentistas del teatro británico. En el caso de Scott, sin embargo, está claro que su cine proviene de Kubrick, y que su acervo cultural está plenamente incrustado en el de la órbita del Bardo de Avon y sus adláteres.

Así las cosas, llegado este 2024, parece casi cosa del destino que coincidan, con pocos meses de diferencia, los últimos dos trabajos de estos cineastas ya octogenarios avanzados, y que ambos trabajos tengan que ver, además, con la Antigua Roma. Uno porque lleva a cabo una secuela / recuela / remake –o una mezcla rara de todo eso y algunas cosas más– de uno de sus éxitos económicos más notables, otro porque por fin culmina un antiguo sueño nacido de las cenizas de la locura de Apocalypse Now. Y viene perfecto al cinéfilo veterano y al experto que durante décadas ha seguido la trayectoria de ambos cineastas, ya en el inevitable ocaso de sus carreras. Uno de ellos fue el dios del cine durante diez años, antes de que los desastres financieros y personales destruyeran su carrera. Otro es uno de los directores más famosos y respetados del mundo por ciertos sectores de la crítica y el público. Pero ¿hasta qué punto ambos filmes, Megalópolis y Gladiator II, se erigen en una declaración de intenciones y en un resumen de la obra, el pensamiento y la forma de ser y de enfrentarse al cine de cada uno de ellos?

Arquitectos y gladiadores

Pues en muchos puntos, porque al final todo narrador o creador, por más que esté aherrojado por las convenciones de una industria, o por los imperativos comerciales de toda gran producción, acaba dejando una impronta, una manera de hacer las cosas. No es casualidad que en este último tramo de su carrera Coppola haya renegado de los estudios y se haya lanzado a financiar sus ficciones, del mismo modo que no es casualidad que Scott, a pesar de su avanzada edad –87 recién cumplidos–, en la que muchos ya estarían pensando en el retiro, siga poniéndose detrás de mastodónticos proyectos –el año pasado Napoleón, ahora esta secuela que es uno de los filmes más caros de la historia– que además de intentar obtener un rango de calidad, aspiran a causar un impacto de envergadura en las taquillas de todo el mundo. En pocas palabras: el primero, Coppola, que tampoco se puede decir que tenga problemas de dinero, no tiene problemas en invertir lo que sea necesario, incluso decenas de millones de su bolsillo, para levantar proyectos personales en los que nadie, salvo él mismo, parece creer; mientras que el segundo, Scott, a pesar de ser también un hombre obscenamente rico, sigue aceptando encargos de gran producción, en los que por supuesto no escribe ni una coma, y que están destinados a un público masivo, cuanto más masivo y menos exigente mejor.

Con Megalópolis, Coppola ha cerrado una parte muy importante de su vida creativa, que le ha llevado más de cuarenta años culminar. Contaba Laurence Fishburne –a la sazón irónico personaje secundario a la vez que circunspecto narrador del filme– en las entrevistas previas al estreno, que ya por la época en que ambos compartieron jornadas interminables en la jungla de Filipinas –hablamos de los años 76 y 77– Coppola le hablaba de las primeras ideas para este proyecto. Tras el triunfal estreno de Apocalypse Now, la necesidad de contar la historia de un arquitecto visionario que reconstruyera Nueva York de sus cenizas se hizo más y más acuciante, pero Coppola siempre tenía tres o cuatro proyectos en preparación, y el siguiente fue el desastre pavoroso de Corazonada (One From the Heart, 1981), con el que tuvo que vender sus estudios, entró en bancarrota y se vio obligado a aceptar varios encargos consecutivos para salir a flote. La idea de Megalópolis había quedado aparcada, quizá para siempre. El inopinado resurgimiento de sus finanzas a principios de los años noventa le dio un nuevo impulso, y la fuerza y la voluntad necesarias para tener el filme listo para finales de la década o quizá 2000 o 2001. Pero el atentado contra las Torres Gemelas volvió a postergar el proyecto, y durante más de veinte años, ya alejado de los estudios, Coppola se ha dedicado a reinventarse a sí mismo y a volver a aprender a filmar, como un Ave Fénix resurgiendo de sus cenizas. Cuando nadie creía que fuera posible, hace cuatro años, regresó al proyecto, y aquí la tenemos, para pasmo de todos.

En la historia de la Antigua Roma podemos encontrar mucho de lo que hoy en día acontece a los nuevos imperios, más concretamente EEUU

El camino hasta llegar a Gladiator II ha sido muy diferente, diríase que opuesto. No ha tenido que ver con sueños personales, ni con visiones artísticas de ningún tipo. Ha sido un cálculo económico, simplemente. En una industria en la que sobre todo se presta atención a secuelas de éxitos pasados, Scott se ha limitado a dar el visto bueno a un guion demencial escrito por David Escarpa y, con un presupuesto por lo menos tres veces mayor que el de Megalópolis, han planteado una Roma lujosa y epatante en la que incluso llevan tiburones y barcazas al Coliseo, siguiendo la norma del “más grande, más épico, mucho más caro”. Y aunque nadie niega la capacidad, casi innata, de Ridley Scott para crear atmósferas densas e inquietantes, y que probablemente ha estado rodeado de profesionales y artistas de primer nivel, tras una primera media hora bastante sólida que es casi un remake calcado del primer filme, todo se convierte en un disparate incoherente y narrativamente muy pobre en el que solamente un imperial Denzel Washington es capaz de salir con vida (artísticamente hablando). 

Pero ya la aproximación de ambos realizadores a ese mundo pretérito y a esos iconos culturales universalmente conocidos, son muy diferentes. Mientras que Scott vuelve a confiar el músculo de su narración –nunca mejor dicho– a un gladiador y su venganza, aunque luego el relato no vaya exactamente de eso, Coppola se pone en la piel de una Ayn Rand y sitúa en el centro de su relato a un arquitecto vanguardista que, en la línea de Preston Tucker o de Tetro, es un soñador que aún cree que el arte y la creatividad pueden suponer un cambio profundo en la sociedad. Y mientras el primero crea un título para el espectador más exigente que presumiblemente hará mucho dinero en las salas, el segundo construye una fábula arriesgada y extravagante que apenas ha recuperado un porcentaje de lo invertido. Scott y su guionista Scarpa proponen una narración dislocada y frenética, en la que el punto de vista de Lucio pronto es traicionado para acabar contando una confusa historia de intrigas y golpes de estado, Coppola, pese a todo lo que se ha dicho de su filme, consigue estructurar a la perfección su ópera bufa para ser fiel a sí mismo y a su visión en todo momento.

Nueva Roma / Viejo New York 

Roma siempre ha servido como espejo y reflejo deformante de nuestra sociedad actual. En realidad, casi todo viene de allí, con sus luces y sus sombras, pues en la historia de la Antigua Roma podemos encontrar mucho de lo que hoy en día acontece a los nuevos imperios, más concretamente EEUU, que como imperio hegemónico desde hace unas cuantas décadas encuentra en este icono de la antigüedad una inspiración y también inquietantes paralelismos que no puede soslayar. Desde que el cine se dio cuenta de ello, se han hecho multitud de ficciones de las llamadas “peplum”, en las que se contaba la vida de césares, de reinas de Egipto, de judíos que se encontraban con Jesucristo o de gladiadores que desafiaban el poder de Roma, todo ello con intenciones poco o nada artísticas, sino más bien comerciales, jugando la baza de la épica y del relato histórico, y siempre teniendo en la recámara, consciente o inconscientemente, esos citados paralelismos entre imperios que, al fin y a la postre, no son eternos, y que tropiezan siempre con la misma piedra: ellos mismos. 

Gladiator II en realidad viene a ser una falsa reivindicación del imperio, una idealista ficción en la que el poder resulta mágicamente devuelto al pueblo

Sorprende que Ridley Scott, por lo demás un director muy cuestionable en gran parte de su carrera, pretenda reivindicarse como autor con un filme de estas características, más aún porque Scott jamás ha sido un cronista de lo contemporáneo ni un artista comprometido con una idea. Pero incluso en ciertas entrevistas ha querido comparar a Máximo y a Lucio, con Vito Corleone y su hijo Michael, precisamente. Pretensiones absurdas aparte, llega a cotas ridículas en su necesidad de unir en lo argumental el filme de 2024 con el del año 2000, con el objetivo de contentar a los fans de la primera parte y de establecer una especie de saga o gran relato que no sostiene por ninguna parte. Porque aunque es imposible, viendo este Gladiator II, no encontrar ciertos rasgos concomitantes en los emperadores hermanos Geta y Caracalla –histriónica, casi paródicamente interpretados por Joseph Quinn y Fred Hechinger respectivamente– con los de no pocos líderes populistas y de extrema derecha que afligen el panorama político actual en medio planeta, lo cierto es que la peripecia de Lucio y Macrino se antoja inconexa y dislocada, pues Scott es incapaz de establecer un punto de vista y un tono concretos y sólidos a cada uno de ellos y por ende al filme en su globalidad. Así, la narración avanza a trompicones y a trallazos, y cuando todo parecía una historia de venganza más, se transforma en la lucha de un héroe por devolverle la dignidad a Roma, pero ambas cosas contadas como si el espectador necesitara que se le subrayara todo constantemente, sin la menor capacidad de elipsis y sin el menor encanto ni capacidad de evocación o sugerencia.

Megalópolis, por el contrario, y a pesar de lo que se ha vertido sobre ella desde su infausto pase por el festival de Cannes, el pasado mayo, es un filme que en ningún momento da nada por sentado, ni se lo pone nada fácil al espectador, pero que sin embargo sabe perfectamente lo que quiere, y a pesar de su intrincada forma, se resuelve con claridad y sencillez yo diría abrumadoras. Scott todo lo dirige de la misma manera y con las mismas herramientas visuales y narrativas, ya sea un filme de fantasía –Legend–, que un thriller –Black Rain– o un histórico –El reino de los cielos (Kingdom of Heaven)–, pero Coppola ha sabido cambiar de estilo, buscando el suyo propio, durante toda su carrera. En su largometraje oficial número veintitrés ha tratado de encontrar su propio estilo. Y eso pasaba, como no puede ser de otra manera, por crear su una nueva ópera cinematográfica, en este caso una ópera bufa, extravagante y única, en la que hacer una summa de todo su cine y de sus múltiples obsesiones, pero también con el objetivo de entregar algo que nunca se haya visto, ni en su cine ni en ningún otro. Como casi no podía ser de otra manera, grandes sectores de la crítica y del público no han entendido nada, y muchos la han atacado con ferocidad. Pero lo cierto es que Megalópolis es siempre, desde su primera hasta su última imagen, coherente consigo misma, y al contrario que Gladiator II es capaz de aprehender los mitos y los iconos provenientes de la Antigua Roma y de hacer algo con ellos muchísimo más interesante. 

Porque el verdadero objetivo de Coppola, con este complejo tinglado, es certificar la muerte del imperio, uno tan decadente como lo fue la Antigua Roma en sus estertores, y de cuyo cadáver puede nacer algo terrible o hermoso… algo que él, el creador de esta película, no se atreve a pronosticar. Mientras Gladiator II en realidad viene a ser una falsa reivindicación del imperio, una idealista ficción en la que el poder resulta mágicamente devuelto al pueblo, Coppola nos hace una única pregunta: ¿estás preparado para el cambio? Nada más. En torno a eso gira toda su elaborada estructura narrativa. Scott mira hacia el pasado para justificar un presente terrible, Coppola mira hacia el futuro, sirviéndose del pasado, para plantearte aquí y ahora si estás de acuerdo con la sociedad que te ha tocado vivir, si crees que este es el único mundo posible y sobre todo qué estás dispuesto a hacer con tu creatividad y tu talento, sean estos cuales sean.

Nada más y nada menos. No está mal que un filme sea capaz de esto.

El Nueva York / Nueva Roma de Coppola son decenas de Nueva Yorks y de Romas, desde el cine mudo, al académico, pasando por el cine contemporáneo

Cine muerto y cine vivo

Y podríamos extendernos más. Podríamos hablar del modo en que Ridley Scott se sirve de los códigos más plúmbeos y manoseados de los llamados blockbusters, de cómo emplea un excelente montaje de Sam Restivo y Claire Simpson y una aún más excelente fotografía de John Mathieson, amén de fastuosos decorados y vestuario y de una profusión de imágenes creadas por ordenador, para hacer un cine que hemos visto mil veces, la mayoría de ella con más enjundia y más encarnadura que aquí. Podríamos asegurar, por si hiciera falta decirlo, que el viejo zorro Coppola no se casa con nadie y que cada uno de sus bloques narrativos funciona con una perfección absoluta en sí mismo y en relación con los demás. Que los actores de Gladiator II, salvo un siempre imponente Washington, son un sincero “quiero y no puedo”, mientras que Adam Driver se erige como un fascinante y resbaladizo alter ego de Coppola. Se podrían incluso establecer muy pertinentes paralelismos entre los emperadores de Scott y ese pérfido Clodio al que da vida un inspirado y repulsivo Shia LaBeouf. Yendo más al fondo de la cuestión, podríamos afirmar que los decorados creados por el equipo de Coppola con mucho menos dinero pero mucha mayor inspiración, están presididos por una sugerencia y una imaginación que quedan muy lejos de las capacidades pétreas y opacas de Scott.

Pero al final queda una poderosa e inobjetable sensación: la de que una es cine muerto y la otra es cine vivo. El Nueva York / Nueva Roma de Coppola son decenas de Nueva Yorks y de Romas, desde el cine mudo, al cine académico, pasando por el cine europeo –siempre tan caro a Coppola– y el cine contemporáneo, y la Roma de Scott huele a naftalina de lujo. Coppola es uno de los directores más cultos, no ya de la actualidad, sino de la entera historia del cine. Un hombre que de no haber sido cineasta podría haber sido músico o novelista, o director de ópera. En su Nueva York / Nueva Roma se encuentra el eco de cualquier urbe grandiosa del mundo, pero también las sombras de la corrupción de la sociedad actual. Su densidad conceptual es tal que casi funciona como crisol de las ambiciones creativas y capitalistas, mezcladas, de la actualidad. La Roma de Scott, sin embargo, es la de un videojuego: espectacular y grandioso, desde luego, pero hueco. Scott es uno de los directores más astutos, no de la actualidad, sino de la entera historia del cine. Haciendo cine de videoclip y de anuncios se ha ganado el estatus de un gran cineasta para muchos que, quizá, no reflexionan lo suficiente sobre el verdadero vuelo de una pieza cinematográfica. Como mucho podemos decir, en el ocaso de su carrera, que Scott ha hecho un gran filme, Alien, en 1979, y que posteriormente a ella ha firmado algunos más que sólidos y dignos títulos como La sombra del testigo (Someone to Watch Over Me, 1987) o Thelma & Louise, en 1991. Poco más. No es una gran carrera, me temo, pese a la proliferación de títulos de las últimas dos décadas.

Gladiator II obtendrá pingües beneficios en taquilla y Megalópolis será tratada como un nefasto fracaso y como una rareza digna de un loco

Sin embargo la aportación de Coppola al cine de todos los tiempos es capital, y de un alcance crítico desconocido para sus contemporáneos y para sus predecesores. No existen visiones más oscuras de Estados Unidos que las planteadas en la trilogía de El padrino, que en Apocalypse Now y que en La conversación. Tampoco existe una búsqueda formal y personal similar a la que le ha llevado, finalmente, a alejarse de los estudios y volver a aprender a hacer películas, algo que culmina con la que seguramente sea la última de ellas: Megalópolis. En ella una visión apocalíptica de EEUU se une, por primera vez, a una tímidamente optimista: quizá el futuro sea mejor de lo que parece, siempre que nos lo propongamos. Su última ópera es un canto a la creatividad y a la libertad, a la justicia social y a la lucha por un mundo mejor. No va a cambiar este mundo, como algunos ingenuos siguen pensando que puede hacer el cine o la literatura, pero sí va a señalarte a ti y va a exhortarte a que de una vez despiertes y te plantees un mundo diferente al que vivimos mediante tu creatividad. Pero no lo hace como un panfleto o de un modo naif, sino con violencia, con extravagancia y clarividencia, como toda fábula. La película es un fin y un medio al mismo tiempo. Un fin poético, y un medio de ideas como hacía tiempo no veíamos en una pantalla. Ideas vivas de un poema libérrimo y vivo.

Pero Gladiator II obtendrá pingües beneficios en taquilla –pese a algunas críticas atroces– y Megalópolis será olvidada por el gran público y tratada como un nefasto fracaso y como una rareza digna de un loco. Así funciona el mundo del cine. Mientras, algunos seguiremos insistiendo en que no todo es lo que parece. Es más, posiblemente la entera historia del cine, la oficial, no sea más que un conjunto de clichés, lugares comunes y ficciones muertas en la que, de cuando en cuando, se cuelan verdaderos poetas.

No pueden existir dos directores más diferentes que Francis Ford Coppola y Ridley Scott. Si esto, en lugar de un texto sobre cine, fuera uno de divulgación científica, hablaríamos de dos elementos químicos contrapuestos, y si nos pusiéramos un poco más poéticos nos referiríamos a la mezcla del agua y...

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Autor >

Adrián Massanet

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