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Madrí, zona de obras

Justicia y transubstanciación

El truco de trocar el pan y el vino también se puede hacer con edificios enteros. Es lo que sucede en Las Salesas

Ricardo Aguilera 15/12/2024

<p>Fachada del Tribunal Supremo, situado en la plaza de la Villa de París. / <strong>R. A.</strong></p>

Fachada del Tribunal Supremo, situado en la plaza de la Villa de París. / R. A.

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Lo de la transubstanciación es algo fantástico. Para alguien, como es mi caso, que no ha recibido educación religiosa, es lo más parecido a un truco de magia, solo que al final el ilusionista en vez de decir ¡tacháaan!, dice amén. Según el diccionario, la transubstanciación es la conversión del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Este trueque no se produce mediante cajas con doble fondo ni juegos de espejos, sino simplemente mediante la palabra del prestidigitador. Y lo mejor es que, aunque el pan y el vino hayan trocado en partes humanas, permanecen inalterables sus características sensibles: el pan sigue teniendo color y gusto a pan, y lo mismo se puede decir del vino, afortunadamente. Lo que pasa es que ha cambiado su substancia. Volvamos al diccionario. Substancia: ser, esencia o naturaleza de algo. Pues, aunque parezca mentira, este truco también se puede hacer con edificios enteros. Es lo que sucede en Las Salesas. 

A mediados del siglo XVIII, Bárbara de Braganza, mujer precavida y esposa del rey Fernando VI, encargó la construcción de un nuevo convento en Madrid, por si hubiera pocos. Nominalmente, ese nuevo santuario habría de estar dedicado a la instrucción de doncellas de la aristocracia, pero la gran dama portuguesa tenía intenciones ocultas. El Convento de Las Salesas, pues así habría de llamarse, estaba destinado a ser su morada tras la muerte de su regio marido. Lo que pasa es que ella murió antes. Nadie es perfecto. La casita que se estaba preparando la Braganza resultó ser un moloch de enormes dimensiones. Se acabó de construir en 1748 sobre un diseño del arquitecto francés François Caulier que se pasó por el arco del triunfo su colega español Francisco Moradillo. Éste último obvió los detalles barrocos del galo y levantó una mole neoclásica de severa solidez. Al final, el convento quedó para lo que están, para las monjitas, incluyendo un enorme huerto para los pepinos.

A la estela de las muchas desamortizaciones que se produjeron en este país que tanto tiene por desamortizar, en 1870 las sorellas salesas fueron exclaustradas y mandadas con sus tocas a otra parte. El imponente convento fue reconvertido en Palacio de Justicia, aunque se dejó un piadoso trozo dedicado al rito: la actual iglesia de Santa Bárbara o de las Salesas Reales, que tanto monta. En ella está sepultado el matrimonio de marras: Fernando VI y Bárbara de Braganza. Es lugar habitual de bodorrios de gente bien y mucho bien, quizás porque en mayo de 1939 se celebró allí una misa de exaltación de la toma de Madrid. Fue la primera vez que Franco-Franco-Franco entró bajo palio en un templo. Le cogió tanto el gusto que incluyó esta prerrogativa en la negociación del acuerdo entre España y la Santa Sede. Nada como ser un enano para tener aires de grandeza. La misa encadenó una sucesión de homilías concursando por ser la más pelota con el asesino. Parece ser que el premio se lo llevó el cardenal primado Gomá. Hubiera sido preferible que hubiese triunfado su prima, la Goma 2. Santa Bárbara, patrona de los barreneros, habría estado encantada.

La acumulación de juzgados, tribunales, magistraturas y audiencias ha dado nombre a este barrio: Justicia

El resto del complejo, como decíamos, fue dedicado a la justicia a la española usanza. Además, en su cara oeste, justo en la calle General Castaño, habitaba otra mole justiciable: el Juzgado Militar franquista, una institución especializada en la distribución al por mayor de penas de muerte. Hoy es tan solo el Tribunal Superior de Justicia. El que tuvo, retuvo. Simple transubstanciación. Pero el número fuerte de la magia eucarística se produjo en el cuerpo del edificio principal del antiguo convento. En un amén, el Palacio de Justicia se transformó en el TOP, allá por 1963. Este Tribunal de Orden Público fue la herramienta con que marcaron como al ganado a todo aquel que se saliese de la norma, y la norma era muy estrecha. Rojos, quinquis, homosexuales, intelectuales y demás gente excéntrica al pensamiento mostrenco encontraron su merecido gracias al TOP, poblado por jueces amaestrados para morder cual perros guardianes. Pero con la desamortización del franquismo, allá por 1977, Suárez mediante, el complejo jurídico pasó a ser el actual Tribunal Supremo. La Gran Transubstanciación. Pese a acoger decenas de jueces aforados y aforrados, no cabían todos los que dedicaron lo mejor de sus dentelladas al TOP, así que hubo que buscarles acomodo profesional y habitacional. Así nació la Audiencia Nacional, juzgado especializado en crímenes de especial interés para la cosa política. Para albergar ese gentío con puñetas se construyó un edificio justo enfrente. Feo a rabiar: una mole metalizada y gris que ha dado mucha tarea. Cuando se quedó chica la tiraron y volvieron a hacer otra aún más grande. Estas obras constantes molestaron mucho al vecindario, tanto como la construcción de un parking especial bajo la plaza para acoger los coches de sus señorías. Da igual. La justicia es lo primero. 

Todo este ir y venir de togados, edificios y estacionamientos se produjo en los antiguos terrenos del huerto de las salesas. El lejano recuerdo de ese campurrial es la actual plaza de la Villa de París, un parque poco transitado que debe su nombre al recuerdo de Émile Loubet, a la sazón presidente de la República Francesa, que pasó por allí en 1905. Ese generoso huerto llegaba hasta más allá de Génova. Entre las raíces de sus hortalizas se encuentran hoy los cimientos del edificio que alberga la sede del PP, que también fue remodelada en su momento con los bajos fondos de la actividad política. Otra transubstanciación: la de los dineros públicos en beneficios privados. Volviendo a la plaza encontramos dos estatuas dedicadas a los impulsores de todo este conglomerado ajusticiable. Allí está, con cara soñadora, Bárbara de Braganza, inmortalizada por Mariano Benlliure. También mora en la plaza su marido, Fernando VI “el prudente”, exterminador de gitanos y perseguidor de masones. Puro TOP. Su efigie se la debemos (aunque creo que ya se la pagamos) a Juan Domingo Olivieri. Visto desde abajo parece un patán. Quizás lo fuera. 

Todo ha sido transubstanciación al alza del mercado inmobiliario y los gustos de tarjeta platino y encefalograma plano

La acumulación de juzgados, tribunales, magistraturas y audiencias ha dado nombre a este barrio: Justicia. Demos un paseo. En la cara este de la Plaza de la Villa de París, la calle Marqués de la Ensenada. En el tardofanquismo, el personal con ganas de respirar se arrimaba a la discoteca Bocaccio, remedo madrileño del original barcelonés. Allí había movimiento y una tertulia encabezada por María Asquerino. Hoy es Archy. Su única gracia es ver a los pijos babear cuando aparece algún retoño de la familia real. A su lado, un foco de intelectualidad: el Instituto Francés. Ahí estudiaron prohombres de la patria como Peces Barba, Boyer o Tamames. En las fechas señaladas cantaban La Marsellesa. Un desperdicio que se acordaran de la República Francesa y dejaran para pasado mañana la de aquí. Al acabar esa calle, cruzando Bárbara de Braganza, se puede seguir por Tamayo y Baus hasta llegar al Teatro María Guerrero. Rancio abolengo en sus tablas y el eco en su escenario de una patochada que dijo Dalí arrimando el fascismo a la sardina de Cadaqués: “Picasso es comunista. Yo tampoco”. Una pena de hombre. 

Callejeando por el barrio de Justicia, es de justicia decir que es lugar de muchos posibles: dos millones de euros de media sale un pisito en la zona. En sus callejuelas los coches de alta gama hacen el trenecito. Hay dinero. Y hay vidilla. Multitud de bares de diseño y tiendas de ropa a cien mil. No falta un establecimiento de togas y puñetas en la calle Argensola: sentido comercial. Lo malo, otra vez, es la transubstanciación. Donde estaba Oliver, pub de fachada azulona e interior muy entretenido, hoy encontramos un restaurante de comida cruda. En el recuerdo quedan las tertulias, los pianistas y las farras de madrugada con espontáneos cantando. Ahora se trata de hincar el diente. Casa Gades, con su carta de pastas contestatarias, también ha desaparecido. Su lugar lo ocupa un restaurante uruguayo: carnes y brasas. El Finnegan’s, pub irlandés con fundamento, ha dado lugar a un bar de copeo insubstancial. Así podríamos seguir hasta el hastío. Signo de los tiempos tontos. Todo ha sido transubstanciación al alza del mercado inmobiliario y los gustos de tarjeta platino y encefalograma plano. Queda un reducto: el minúsculo parquecillo de la Plaza de las Salesas. Escondido entre cipreses y cedros, este refugio acoge un busto de Rousseau, ilustrado y republicano. Nadie sabe qué pinta allí. Lo cierto es que a su vera acampan los mendigos de la zona, ocultos a la opulencia tras un telón verde que pocos vecinos traspasan. Están tendidos en los bancos sin rechistar, no vaya a ser que los descubran. No hay transubstanciación que valga: llevan la miseria impresa en el cuerpo y la sangre. Saben que mancillan terreno vedado y en cualquier momento el renacuajo consistorial les puede aplicar la ley de vagos y maleantes, aunque ya esté derogada. Para eso tienen habilitada los suyos una puertecita en la parte trasera del TOP, perdón, del Tribunal Supremo.

Lo de la transubstanciación es algo fantástico. Para alguien, como es mi caso, que no ha recibido educación religiosa, es lo más parecido a un truco de magia, solo que al final el ilusionista en vez de decir ¡tacháaan!, dice amén. Según el diccionario, la transubstanciación es la conversión del pan y el vino en...

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Autor >

Ricardo Aguilera

Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.

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