PERIODISTING
La confesión del jefe de cajas
CTXT es un sitio que me gusta mucho. Es la primera vez en mi vida que trabajo para una empresa y no me deleito fantaseando con verla arder
Adriana T. 14/12/2024
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Esta pieza forma parte del libro CTXT, una utopía en marcha, en el que sesenta y siete firmas hablan sobre los primeros diez años de funcionamiento de la revista y su contexto político. Se puede comprar aquí.
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Lo primero que hice cuando dejé mi curro de niñera errante y regresé a España, en julio de 2019 fue, qué remedio, buscar un empleo. No le puse ni ganas ni interés. Lancé media docena de currículos al azar por las grandes cadenas y me quedé esperando enfurruñada. No pasó ni un día antes de que me concertaran una entrevista en un gran establecimiento a treinta minutos en autobús de mi casa. La ubicación no me venía mal. Decidí no estropearlo. La jefa de recursos humanos, una mujer cuya mirada recordaba de manera sorprendente a la de un cadáver, me agasajó en una oficina no más grande que un retrete con la habitual retahíla de preguntas absurdas.
—¿Por qué quieres trabajar con nosotros?
Contemplé con ojos soñadores el fluorescente parpadeante que no hubiera desentonado en una sala de autopsias e improvisé sin pensar.
—Bueno, esta marca es un referente. Siempre he querido formar parte de algo grande.
Vi titilar una débil chispa en sus pupilas muertas en señal de aprobación ante mi descaro. Después de todo, mentir con convicción es una habilidad imprescindible para trabajar de cara al público.
—¿Tienes experiencia en caja?
—Solo en comercios pequeños, imagino que aquí haréis las cosas de otro modo. Estoy impaciente por aprenderlo todo. Me vais a llamar, ¿verdad?
Era verano, necesitaban cubrir vacaciones con urgencia. Por supuesto que me llamaron. Empecé esa misma semana y pronto me sumergí en una amalgama tediosa de días exactamente iguales. El trabajo de cajera es monstruoso, alienante, agotador. Las horas transcurren con tal lentitud que dejé de usar reloj para no mortificarme más de lo necesario. Mi responsable directo, el jefe de la sección de cajas, era un hombre de mi edad. Un treintañero mal afeitado, con el pelo de punta y ojeras amoratadas bajo los ojos claros, siempre uniformado con una camisa demasiado apretada y una corbata demasiado estrecha. Exhibía una amabilidad gélida apuntalada con un fuerte acento de Europa del Este. Aún ardían en él los rescoldos del joven granuja de instituto con el que, tuve pronto la intuición, hubiera pasado la hora de matemáticas de cháchara, fumando en el baño, de habernos conocido quince años atrás y en otras circunstancias. Pero ahora era un tipo serio y muy fiable, que, a pura fuerza de voluntad y de hacer sacrificios inenarrables, había ascendido desde un puesto de auxiliar de caja hasta terminar liderando una plantilla de más de medio centenar de trabajadores. Todos cajeros y cajeras, como él.
El trabajo de cajera es monstruoso, alienante, agotador
Un día, mi jefe me convocó junto a cuatro compañeros más y nos llevó a una sala de reuniones.
—Hoy nos toca formación, chicos. Servíos un cruasán e intentad aprender algo de lo que os voy a contar, que después os tendré que hacer un examen.
Mis compañeros, todos hombres, todos muy jóvenes, todos un poquito descerebrados, protestaron de inmediato. Me alegré de tener una excusa para poder escaquearme del ajetreo de la tienda. La ridícula charla sobre los valores, misión y visión de la empresa fue avanzando sin sorpresas. Pero, de pronto, alguien recordó que quería preguntar por el procedimiento para cogerse unos días libres antes de un examen de oposiciones importante.
Al oír aquello a mi jefe le cambió la cara. Pareció meditar y luchar contra sí mismo durante unos instantes, pero entonces las palabras empezaron a brotarle de la boca casi contra su voluntad, como el champán de una botella descorchada por accidente.
—Chicos —siempre nos llamaba chicos si había mayoría de varones y guapas si había mayoría de mujeres—, sé que no debo deciros esto, pero os lo voy a decir —era la primera vez que lo escuchaba hablar como habla una persona y no un hierático robot de atención al cliente—: si tenéis un sueño, no sé, sacar unas oposiciones, ser policías —juro que suspiró al pensar en ser policía— o estudiar una carrera, lo que sea, tenéis que ir a por eso. Y tenéis que hacerlo ahora, cuanto antes. No esperéis más. Llevo atrapado en esta empresa doce años. Estos hijos de puta son peores que una puta secta —lo juro, juro que eligió usar todas esas palabras allí, en la sala de juntas—. Una vez que te tienen pillado ya no puedes salir. Yo os voy a seguir llamando para ofreceros los contratos que vayan saliendo, la empresa os necesita y es mi obligación. Pero tenéis que huir. Para mí ya es tarde.
Aquella confesión tan extemporánea —y tan misterwonderfuliana— no constó en el cuestionario de evaluación de calidad de la formación recibida. De hecho, mi jefe retomó enseguida sus exquisitos modales de robot. Pero a mí aquello me cogió con el pie cambiado y me llenó de tristeza. Si tenéis un sueño, luchad por él. Yo no tengo ningún sueño salvo llegar a fin de mes, pensé. Me voy a marchitar aquí como este tío. Qué pena.
***
Me equivoqué. Y cuánto me alegro de haberme equivocado. Cuando Miguel Mora me ofreció, de la manera más inesperada, un puestito de media jornada en la redacción de CTXT a principios de 2022, a mí, a una niñera / cajera / lo que sea sin ninguna experiencia en el periodismo, sabiendo que tendrían que adiestrarme hasta en las sutilezas más obvias de este negocio (¡y lo que me queda todavía!), no acepté pensando que encontraría en esta revista el trabajo de mis sueños. Para empezar, en mis sueños no trabajo. Nada. Ni para peinarme. A mí en mis sueños me peinan. Si acepté fue porque necesitaba trabajar y, mientras no fuera nada muy inmoral, muy lejos de mi casa o muy descabellado, me daba un poco igual en qué.
Me gusta haber recuperado algo de la ilusión perdida tras una concatenación infinita de empleos miserables
Sin embargo, he ido descubriendo, poquito a poco, que CTXT es un sitio que me gusta mucho. Me gusta de verdad. Es la primera vez en mi vida que trabajo para una empresa y no me deleito fantaseando con verla arder hasta los cimientos. No solo eso, deseo de corazón que nos vaya bien a todas, a ser posible juntas. Me gustan las cosas que leo aquí y las cosas de las que hablo con mis compañeros. Qué diablos: me gusta mucho cómo escriben mis compañeros. Me gusta no tener que fingir todo el tiempo que soy más tonta o más lista de lo que realmente soy. Me gusta poder decir lo que pienso. Me gusta aprender algo diferente cada día y tener el privilegio, que jamás imaginé que tendría, de conversar de vez en cuando con gente fascinante que sabe muchísimo de muchísimas cosas. Me gusta pensar a veces en nuestros lectores, en la gente a la que acompañamos y le hacemos la vida un poquito menos cuesta arriba (¡o eso quiero creer!). Me gusta que a veces nos escriban o nos llamen para darnos ánimos. Me gusta que podamos tomarnos las cosas con calma en el trabajo, tener tiempo para reflexionar. Me gusta haber recuperado algo de la ilusión perdida tras una concatenación infinita de empleos miserables y clientes mezquinos. Y, por encima de todo, me gusta mucho tener la certeza de que mi labor tiene un propósito y que ese propósito no es hacer —aún más— rico a algún millonario sin escrúpulos, como ha sucedido durante buena parte de mi vida laboral. Creo que solo por eso valió la pena decirle a Mora «en fin, allá tú si quieres contratar a una niñera para tu redacción» tras una breve entrevista de trabajo que no pudo ser más diferente, más luminosa y, sobre todo, más esperanzadora que la que narré al principio de este relato.
***
El móvil sonó temprano una mañana. Tuve que salir de la ducha a toda prisa para cogerlo. Era él, el jefe de cajas.
—Agradezco que sigas acordándote de mí. Pero me salió otro curro y de momento no voy a tener disponibilidad. Iré a veros si la cosa cambia.
Sé que nadie me va a creer, pero estoy dispuesta a ir a jurar ante quien haga falta que, cuando el robot me deseó suerte lacónicamente y me colgó el teléfono, supe sin ninguna duda que estaba sonriendo satisfecho desde su cubículo en aquella sórdida oficina.
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Adriana Torres compagina el oficio del niñering con su trabajo en la redacción de CTXT desde 2022.
Esta pieza forma parte del libro CTXT, una utopía en marcha, en el que sesenta y siete firmas hablan sobre los primeros diez años de funcionamiento de la revista y su contexto político. Se puede comprar aquí.
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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