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No tengo precisamente aspecto de estudiar o de haber estudiado ingeniería industrial. Y aun así, a veces, cuando me preguntan sobre qué me dedico a investigar –en una especie de anticipación a decepcionar– me da vergüenza decir que sobre poesía. Ocurre lo mismo cuando alguien se interesa por saber qué es lo que escribo: también me da vergüenza –a veces y según qué contexto– contestar que poesía. Es extraño, en el fondo no es que me avergüence; al contrario: me encanta leer, investigar y escribir poesía, pero me anticipo –muchas veces acertadamente– al hecho de que hay algunas personas que lo consideran –a parte de lo que es: una cosa superfriki– una tontería, una cosa pequeña, algo adolescente, un proceso de vómito de sentimientos, una cosa si no fácil, al menos con una importancia pasajera, ligera, medio insignificante, medio inútil.
Martina Cruz, poeta y guionista bonaerense, escribe en Las cosas inútiles, libro publicado este año 2024 en la editorial argentina Santos Locos, este poema: “Ya no pienso que un poema pueda salvarme. / El poema es una cosa inútil. / A mí siempre me obsesionan / las cosas que no sirven para nada”. La protagonista del poemario es un personaje con una profundidad asombrosa teniendo en cuenta el poco espacio que se nos proporciona para mirar su vida, que pasa en poco más de setenta páginas a través de flashazos de poemas que tienen en su mayoría muy pocos versos. La voz de Las cosas inútiles es la de una mujer que va contando cómo se ha definido a través del amor y las relaciones sexo-afectivas, la vida y la muerte de la figura paterna. Primero, a través de la promesa de nunca parecerse a aquello que tenían sus padres: “Siempre pensé que ella tendría que haberle sido infiel a mi papá / que no podía ser que estuviera / desperdiciando su vida”; “Parecían amigos / pero ni siquiera se llevaban tan bien. / No recuerdo haberlos visto besarse. / a los siete años me prometí que eso jamás me pasaría”. Después, con su introducción al sexo no individual: “Perdí mi virginidad un 31 de diciembre a la madrugada. / Volví avergonzada en el colectivo / para festejar año nuevo / me preguntaba si mamá y mi abuela / se darían cuenta que había ganado algo”. Y en el siguiente poema, creando un espejo con el propio pensamiento sobre su madre, parece que rompiendo su promesa anterior, leemos: “La primera vez que fui infiel era invierno / casi todo lo importante me sucede cuando afuera es imposible / subí los tres pisos de escalera caracol / no había nadie en su casa / la luz entraba naranja por las cortinas / terminó de cogerme / y me dijo que yo no era una buena persona / después, me pidió que me fuera”. Este es un libro enorme, cuyos poemas exploran la complejidad y la contradicción de comportarse como –e incluso a veces convertirse en– aquello que no esperabas ni esperaban. Un libro que inteligente y profundamente difumina la línea moral entre lo que está bien y lo que está mal.
En Las cosas inútiles, la escritura de Martina Cruz huye de enmarcarse (y de hecho hace explotar en añicos) el arquetipo de la víctima o de la mujer promiscua (nótese que uso un eufemismo de corrección, porque las palabras con las que pensamos en estos términos son mucho más pesadas) o de la buena o la mala mujer y comprende que una persona y concretamente una mujer, en toda su vida y en diferentes contextos, no solo es recipiente de violencias o de daños o de heridas sino que también es productora o sostén o legitimadora de otras violencias, daños y heridas. Los pequeños poemas, como flashes de rayos y truenos, iluminan esta complejidad y el abismo que dejan sin nombrar –¡prácticamente toda la vida!– sirve para complejizar todavía más lo expuesto. ¿Somos malas personas porque actuamos mal?, ¿o somos buenas personas, por otro lado, porque nos definamos a través de las expectativas sociales y nos comportemos correctamente? Actuar mal muchas veces quiere decir protegerse y entonces, en otro sentido, quiere decir actuar bien. La maldad y la bondad, por supuesto, son categorías creadas para vigilar y castigar y para que permanezca lo más quieta posible la fragilidad del mundo con tantas aristas oscuras en el que vivimos: “Mi hermana y mi madre me recomendaron mentir / en eso estaban de acuerdo. / Con el tiempo entendí: / solo me estaban regalando / la técnica de supervivencia que habían heredado”.
Un poema es un poema porque hay algo que es distinto, ¿pero a qué?
Uno no puede sino preguntarse por qué en medio de todo este despliegue de complejidades Cruz define al poema como “cosa inútil”: “No sirven para nada”, contesta la voz poética del libro. Una páginas antes, sin embargo, otro destello anuncia: “Lo tuve en claro desde chica. / Voy a escribir, voy a ser horrible. / Me aterra y me tranquiliza: / en la mentira es en el único lugar donde estoy completa. / La literatura es el último fortín / donde no tengo vergüenza”. Es algo paradójico, entonces, adjetivar como inútil un espacio donde se puede practicar ser horrible sin vergüenza, es decir, un lugar donde los muros sobre la moral y la ética quedan provisionalmente suspendidos. En otras palabras, ¿por qué categorizar algo como inservible cuando ese algo puede suponer una dimensión que nos puede funcionar para practicar ser otras personas, ser de diferente forma, transformarse en otras cosas o para explorar el embrollo en el que nos hallamos simplemente por existir? ¿Por qué a veces la poesía da vergüenza?, ¿por qué otras quita la vergüenza? ¿Por qué pensamos que muchas veces los poemas son tonterías, pequeñeces, pero luego en cuanto nos asomamos a mirar nos desbordamos de complejidades?
En el ensayo de 2011, Leer poesía: lo leve, lo grave, lo opaco, Alicia Genovese, poeta y ensayista bonaerense, defiende que “la poesía insistentemente se sitúa en el descontrol que generan los discursos transparentes”, es decir, que es aquello que es borroso o lioso o oscuro o incluso tan brillante y claro que se vuelve de nuevo oscuro. Las tesis de los formalistas rusos, que han viajado y se han transformado en los últimos cien años, siguen más o menos vigentes: la literatura y concretamente la poesía es un decir especial, un decir desviado. Siguiendo la teoría de la desautomatización de Shklovski, cuando un objeto aparece en un poema no aparece por los rasgos por el que lo definimos cotidianamente ni a través de una fórmula ya sabida, sino que se llega a él a través de la torsión perceptiva y articuladora. Y esta torsión poética no tiene por qué ser la de un objeto o la de las palabras concretas, también puede ser de la estructura o de los silencios o de las emociones. Quiero decir: un poema no es un poema porque contiene palabras cuyo significado es complejo ni un poema tiene que ser poema por ser difícil de leer o de comprender. Un poema es un poema porque hay algo que es distinto, ¿pero a qué? Ese “qué” que es distinto es una incógnita que se va despejando según el caso: a veces es una palabra concreta, a veces es la disposición de los versos, a veces la forma de contar o la forma de no contar o puede ser una coma que está ahí o que no está ahí o puede ser que lo que haga a un poema un poema es simple y misteriosamente una especie de tilín que encoge o que recoge el corazón.
Puede ser que lo que haga a un poema un poema es simple y misteriosamente una especie de tilín que encoge o que recoge el corazón
En su ensayo, Genovese advierte que cuando pensamos en la poesía contemporánea nos encontramos, entre otras, con la problemática de “una imprecisa y aletargada concepción de la lírica, identificada con una sentimentalidad confesional carente de sutileza y de conceptualidad”. En otras palabras, que muchas veces menospreciamos la poesía por ser un género que está plagado de sentimentalismo y de subjetividad y autobiografismo. La autora argentina hace uso del ensayo El amor al nombre. Ensayo sobre el lirismo y la lírica amorosa, de Martine Broda, para anotar que gran parte de la culpa sobre la denostación de la sentimentalidad en la literatura –y concretamente de la poesía– proviene de la propia teoría y crítica de la literatura de mitad del siglo XX y sus correspondientes vanguardias que tuvieron lugar en Francia: “En medio de un pensamiento crítico que decretaba la muerte del sujeto y su correlato, la muerte del autor, la vanguardia literaria lanzaba un verdadero terror contra el lirismo como género subjetivo”. En este pasaje están soterradas las referencias indirectas a las obras de Alain Robbe-Grillet y el nouveau roman y obviamente a Roland Barthes y sus famosos textos teóricos. Tengo mis dudas y mis reticencias en aceptar que Barthes pensase en lo subjetivo como algo negativo en la literatura y me parece incluso una mala lectura de su obra. No hay más que ver, por ejemplo, Roland Barthes por Roland Barthes o Diario de duelo o Fragmentos de un discurso amoroso. Que el autor francés abogue por una fragmentación del sujeto y por desplazar las lecturas y críticas biografistas de la literatura no tiene nada que ver con que eso suponga una animadversión hacia lo sentimental y lo subjetivo. De hecho, la escritura de Barthes es profundamente sensible e incluso a veces estallada de entusiasmo: lo sensible y lo subjetivo son dos aristas que no solo son tratadas sino que son explotadas tanto temática como formalmente por el teórico francés.
Aunque creo que la problemática del menosprecio sobre la sentimentalidad en la poesía es algo muchísimo más complejo y colmado de aristas histórico-culturales (y no olvidemos que es muy importante enlazar aquí la cuestión del género), sí estoy de acuerdo en que, como defiende Genovese, entre tantos otros elementos y problemáticas, en algún momento “aquella doxa crítica instaló, no sólo en Francia, la sospecha sobre la emoción”. Pero sobre todo me alineo en el siguiente pasaje, donde defiende que una pretendida objetividad es también una forma plena de subjetividad: “La sobrevaloración (…) de un objetivismo, bajo una legítima defensa de la sobriedad en la emoción, a veces ata un chaleco de fuerza sobre cualquier manifestación subjetiva. Como si la propia selección del campo observado, la propia elección de objetos (dentro de una realidad tan diversa) no fuera en sí misma indicio y presencia identificatoria de una subjetividad”.
¿Para qué sirven los poemas? ¿Para qué sirven las cosas inútiles? Está bien no saber para qué sirven y que quizás esté bien que los poemas no sirvan para nada
¿Es entonces solo este menosprecio a la sentimentalidad que identifica Genovese en la mitad del siglo pasado lo que hace que tomemos a la poesía como un género literario o una forma literaria menor, a veces adolescente, a veces una pequeña cosa, una nimiedad, una tontería? Por supuesto que no. Sumémosle a ello las ideas hipertrofiadas que vienen del Romanticismo inglés y esa definición de poesía de Wordsworth como “el espontáneo desbordamiento de poderosos sentimientos” que ha sido tan manoseada. Sumémosle, y aquí hay una idea tentativa, a que la poesía es un género minoritario para el mercado editorial y poco aprovechable por el alcance del número de lectores. A eso sumémosle que hay cristalizada socialmente una idea de que la poesía cuesta entenderla, es difícil de leer y que crea una barrera homogeneizante del propio género literario. Sumémosle el casi nulo involucramiento de la crítica literaria y de ciertos espacios culturales a hablar, pensar y dedicarse a la poesía y concretamente a la poesía contemporánea. Sumémosle también la poca presencia e interés que hay en la inclusión de poesía contemporánea en las lecturas y los programas de asignaturas en las universidades de, al menos, el Estado español. En la asignatura que cursé de Literatura Española, por ejemplo, se consideraba poesía contemporánea la obra de Jaime Gil de Biedma, que murió hace más de treinta años y que pertenece a la llamada Generación del 50. Por supuesto, todas estas sumas de factores son una generalización y deben ser ampliadas y discutidas, pero creo que ha de ponerse al frente que el menosprecio de lo poético no es algo ni anecdótico ni puntual sino algo bastante complejo que viene también de lo estructural y cultural. Y por otro lado, algo que también debería entrar en la ecuación y que no debería olvidarse es el debate sobre el difícil y casi nulo acceso a –y/o si debiera existir un espacio para– la profesionalización de la escritura poética y, en este sentido, también hablar sobre el tema del dinero y los pagos, que abriría claramente otra larga discusión. Ahí cabría entonces la pregunta: ¿por qué hemos llegado a aceptar que, en algunos casos, por escribir un libro de poesía no se perciban ni honorarios o que se reduzcan los honorarios con respecto a otros géneros y ni siquiera se perciba tampoco, en otros casos, una cantidad simbólica de dinero como adelanto por el tiempo dedicado a la escritura, por ceder el trabajo y la creatividad y la imaginación? ¿Por qué la poesía está tan movida por el entusiasmo y por qué es tan vulnerable ese entusiasmo? Sé que todo lo que aquí pregunto es algo complejo y muy poco iluminado y es una problemática que ni debería ser individualizada ni aislada y a la que mucho menos yo tengo una respuesta concreta ni fija. Sin embargo, siento que hay en esta sumatoria tentativa algo soterrado y latente que impulsa a, entre otras cosas, entender la poesía como algo inútil, algo insignificante, algo secundario. Escribimos poemitas, escribimos libritos.
Detrás de la afirmación en ese poema de Martina Cruz –“Ya no pienso que un poema pueda salvarme. / El poema es una cosa inútil. / A mí siempre me obsesionan / las cosas que no sirven para nada”– con el que se abría este texto, existe realmente una certeza o, al menos, una intuición en que hay algo que tiene una especie de poder o hay algo que importa en los poemas: “Está bien. / Voy a frenar. / No voy a escribir nada más sobre ustedes / nada sobre quienes amo / este último es para pedir perdón / y decirles / que siempre me importaron más que todo esto”. En otro poemario brillante publicado en Argentina recientemente, Cómo cocinar un lobo (Tenemos las Máquinas, 2023), Magalí Etchebarne también se adentra en el duelo paterno y también, no sé si casualmente, se sumerge en la cuestión de la utilidad de la poesía, en la pregunta de para qué sirve la escritura poética. En un momento de autoconsciencia sobre la unión entre poesía y sentimentalidad, escribe: “Me guardé para el final / la pregunta del amor / aunque creo que estaba exagerando… / es que estoy trastornada / con las cosas de la emoción. // Voy a desenfundar las palabras que son / mis conjuros, mi ejército, / y voy a ponerlas a dar vuelta / la casa hasta encontrar la ilusión”. Aquí Etchebarne tiene claro el poder de invocación de lo poético y sobre todo su carácter ofensivo como arma (“Voy a desenfundar…”). Y, sin embargo, no cae en la solemnidad ni en la idealización de lo poético rebajando la intensidad de lo dicho a través de la aparición y la rima de los términos “emoción” e “ilusión”. Y, sin embargo, haciendo eso no se despega de lo sentimental de la poesía, como tampoco lo hace Cruz, puesto que parecen advertir que quizás lo que hace inútil, pero (también al menos un poco) poderosa a la poesía es unir palabra con corazón: “Un poema es como un beso: una promesa, un pedido”, escribe Etchebarne.
¿Para qué sirven los poemas? ¿Para qué sirven todas estas cosas inútiles? No lo sé. Y creo que está bien no saber para qué sirven y a veces creo que quizás esté bien que los poemas no sirvan para nada. A veces te gusta cómo suena una palabra o una serie de palabras y se te quedan encajadas ahí un buen rato en el corazón y, a veces incluso, mágicamente, esas palabras no se te despegan nunca en la vida y siguen ahí, haciendo un tilín extraño que no sabes qué es ni para qué sirve.
No tengo precisamente aspecto de estudiar o de haber estudiado ingeniería industrial. Y aun así, a veces, cuando me preguntan sobre qué me dedico a investigar –en una especie de anticipación a decepcionar– me da vergüenza decir que sobre poesía. Ocurre lo mismo cuando alguien se interesa por saber qué es lo que...
Autor >
Juanpe Sánchez López
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