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LITERATURA

Novela proletaria y política del afecto en un salón de uñas del extrarradio

‘Pasión Nails’, de Rosario Izquierdo, permite sacar algunas conclusiones sobre qué esperar hoy de una novela proletaria española

Rubén A. Arribas 7/01/2025

<p><em>The City from Greenwich Village</em> (1922), de John Sloan. / <strong>National Gallery of Art</strong></p>

The City from Greenwich Village (1922), de John Sloan. / National Gallery of Art

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Hace tiempo que la ficción literaria reproduce sin empacho esa ideología invisible que, según Slavoj Žižek, funciona como motor del pensamiento capitalista: el fin justifica los medios, el beneficio económico importa más que las personas, la competitividad nos hace una sociedad mejor, querer es poder, etcétera. O al menos esa impresión saqué yo mientras leía No tan incendiario (Periférica, 2014), de Marta Sanz.

Son tiempos difíciles para la literatura política, decía la escritora madrileña en su ensayo, porque vivimos en “una sociedad cada vez más infantilizada”, rápida a la ira ante el paradigma discriminatorio de La bella durmiente y rica en clemencia ante el “modelo belicista de las historietas de los videojuegos” (por no hablar del cine o de la tele). En consecuencia –y esto es ya cosa mía–, hoy resulta más sencillo censurar al fallecido Roald Dahl por su racismo que criticar el pornocapitalismo que emana de la multipremiada Succession. Cuestión de sesgos.

Quizá por esa razón me sobresalté cuando, hacia el final de la presentación de Pasión Nails (Alianza, 2024), de la onubense Rosario Izquierdo, la librera intervino desde el público para subrayar que le había parecido “una novela proletaria”, en sintonía con Tea rooms. Mujeres obreras (Hoja de Lata, 2016) de Luisa Carnés. Lo normal es escuchar formas retóricas más diluidas, como novela social, comprometida o política, más que nada por no asustar al comprador potencial, pues, según la lista de los libros más vendidos, lo usual es que busque algo para entretenerse y no pensar, autoayudarse a encontrar el mejor yo, fortalecer la fe en la existencia de la meritocracia, etcétera. Por tanto, casi sonó como un gopeguiano disparo en mitad de un concierto que Rosario Izquierdo agradeciera el elogio de Lola Larumbe y, a continuación, agregara: “Yo también escribo novelas proletarias”.

Vencer el síndrome de la impostora

Constantino Bértolo, a la sazón crítico marxista y editor de Diario de campo –la primera novela de Izquierdo–, ha escrito abundantemente sobre qué es la literatura obrera o de qué modo esta puede oponerse al imaginario burgués dominante. Entre sus muchas reflexiones, elijo quedarme con una que leí hace poco en su ensayo La crítica como combate (UDP, 2024). Más allá del habitual enfoque de clase social o conflicto trabajo-dinero, Constantino Bértolo señala allí que la literatura proletaria u obrera debe estimular “nuestra habilidad para intervenir en la construcción de un futuro común”. Es más: debería ayudarnos a “crear formas de vida y convivencia donde el valor de lo público y común se fomente, donde las condiciones económicas sean lo menos desiguales posibles”.

Leída desde ese ángulo, Pasión Nails permite sacar algunas conclusiones sobre qué esperar hoy de una novela proletaria española. Una primera pista al respecto la aportó la editora Pilar Álvarez durante la presentación en la madrileña librería Alberti, cuando señaló que en la colección Alianza Voces buscan historias que prescindan de tanto yo narcisista y que nos incluyan a los demás. Además, a propósito de lo que dijo Lola Larumbe, Álvarez subrayó que se necesitan más novelas que contesten a la pregunta “¿de qué viven estos personajes?”. Y es que, como escribió Bértolo, “la vida es del color del sueldo con que se mira”. También en la ficción, claro. 

En Pasión Nails se nos da el punto de vista de Pepa –la narradora–, una mujer de cincuenta años, socióloga de formación, en paro desde hace unos meses y que escribe novelas con las que apenas gana dinero. Ni siquiera haber sido reseñada elogiosamente en Babelia le ha aportado la anhelada estabilidad económica. Como explicaron o escribieron alguna vez Elena Medel o Remedios Zafra, ser portada de un suplemento cultural ya no sirve para pagarse la cuota de autónomo (del alquiler o de la hipoteca mejor no hablemos). De ahí al síndrome de impostora hay un paso muy pequeño, y Pepa lo da casi a diario.

Ahora bien, en vez de claudicar o entregarse a la novela comercial, ella elige persistir y contar una historia protagonizada por tres mujeres gitanas: la Fany, la Conso y la Hortensia. Las tres trabajan en un modesto salón de uñas llamado Pasión Nails –propiedad de la última–, que luce como un “pastel de fresa” en un típico barrio de periferia de reconocible “textura masculina”, aislado por una autovía del resto de la ciudad. Uno de esos sitios a los que difícilmente se llega por casualidad, vamos.

A fin de superar su crisis laboral y vital, Pepa camina regularmente hasta allí y se gasta en hacerse las uñas el dinero que antes se gastaba en tabaco. Mientras tanto, charla de lo que surja y va tejiendo lazos de afecto, en especial con la Fany, con quien desarrollará una amistad profunda. Inspirada por la teoría de Ursula K. Le Guin sobre la novela como bolsa de aprendizajes, Pepa decide escribir más sobre la transformación de su mirada respecto de ciertas cuestiones sociales que sobre su batalla –perdida– contra la plataforma Infrajobs.

¿Un hijo drogadicto o uno maricón?

Durante la presentación de la novela, al margen de reivindicar lo barrial, Izquierdo puso el acento en reivindicar la fortaleza de las mujeres en barrios de periferia. Y, ojo, no solo en materia laboral, sino también en su capacidad para romper a su manera esos moldes sociales que, vistos desde fuera, parecen rígidos e inmutables. En la comunidad gitana, viene a contarnos Pasión Nails, hay mujeres que cuestionan el machismo transmitido por vía materna, la obligación de casarse tan jóvenes o la ceremonia del pañuelo. Eso sí, quizá tenemos que esforzarnos más en conocerlas y escucharlas. 

En ese sentido, Izquierdo muestra que una novela proletaria debe servir para hablar con calma de asuntos espinosos. Aquí, por ejemplo, las protagonistas discuten acaloradamente cuando alguien en el salón de uñas suelta esta perla: “Te digo una cosa: prefiero un hijo drogadicto a un hijo maricón”. Pese al desacuerdo general, todas las mujeres –gitanas, entreverás o payas– expresan su opinión sin que ello implique que se falten al respeto o pongan en peligro la relación comercial o el afecto que se tienen. Aunque tienen bagajes culturales distintos, todas son capaces de imaginar que no lo saben todo, que hay más ángulos para analizar una cuestión que el suyo. 

Pasión Nails refleja que narrar al proletariado no está reñido con el sentido del humor o la alegría

Asimismo, Pasión Nails refleja que narrar al proletariado no está reñido con el sentido del humor o la alegría. De hecho, en la presentación de la novela, la escritora Elvira Navarro destacó el estilo desenfadado que la recorre –y que está ausente en obras anteriores de Izquierdo como El hijo zurdo o Lejana y rosa–, a lo que la autora contestó: “Estoy hastiada de saber cómo de bien se lo pasan los ricos; mi reto era contar lo bien que se lo pasan los pobres”. Sin querer desvelar demasiado de la trama, digamos que la novela tiene mucho de celebratorio: se invita a gente a comer a casa, se brinda, se disfruta de la compañía ajena, etcétera. Bastante pesa la cruz de la precariedad como para, encima, amargarse más de la cuenta. 

Más humanos, más permeables al otro

Si bien Pasión Nails no menciona el concepto conciencia política, es evidente que está presente. Es más: yo diría que lo está de acuerdo con el sentido que le da Edurne Portela en su conferencia “Afectos e imaginación ética en Ramón J. Sender, o de cómo su literatura despertó mi conciencia política”. Según la novelista y ensayista vasca, la conciencia política tiene mucho más que ver con la “perspectiva de lo que piensas y sientes, el compromiso según el que te mueves en lo privado y en lo público, la forma en la que intervienes en la realidad” que con “una afinidad partidista” o una lealtad a “ciertos principios políticos inamovibles o de dogma”.

Llevando un paso más allá su razonamiento, a partir de la lectura de Baruj Spinoza, afirma que “la acción política surge de los afectos”, y no tanto de “la confrontación entre el deseo interior y la realidad exterior”. Sin empatía por el prójimo, asegura Portela, le resulta “imposible participar en lo público, es decir, en lo político”. Por eso, en la vida como en la literatura, elige el compromiso profundo con la humanidad como divisa.

Y ya hablando de su admirado Ramón J. Sender, anota lo siguiente: “Su obra me sirve de ejemplo de cómo la imaginación literaria es, de hecho, capaz de elaborar lo político al nivel más profundo. Para mí no hay literatura más comprometida que aquella que despierta nuestra imaginación y nuestra empatía, que remueve nuestros afectos, porque solo así se consigue transformar la mirada, nutrir la inteligencia, hacernos más sensibles, más permeables”.

Ensanchar el entendimiento

De fondo, en ese trasvase entre ficción y realidad, resuena el concepto imaginación ética que Portela desarrolló en su ensayo El eco de los disparos (Galaxia Gutenberg, 2016). Si bien allí lo aplicó a su análisis de la ficción producida alrededor del “nacionalismo étnico violento” y su relación con el llamado conflicto vasco, diría que puede extenderse a otros temas literarios complejos, como el antigitanismo, la homofobia o las relaciones interclase (por citar solo tres que aborda Pasión Nails). Al fin y al cabo, lo que se pregunta Portela es si la ficción puede movernos de la indiferencia hacia una actitud de compromiso ante un problema que nos aqueja como comunidad; si puede ayudarnos a percibir a nuestras vecinas y vecinos de otro modo. 

Para responderse a eso, Portela acude a muchas citas y fuentes valiosas, pero voy a quedarme con unas palabras de Aurelio Arteta que aparecen tanto en la conferencia sobre Sender como en El eco de los disparos. Según este catedrático de Filosofía Moral y Política, lo fundamental es evitar que “se derrumbe la imaginación del semejante”, es decir, “ese espacio común que sostiene la humanidad y por ende la comunidad política”. No es solo que haya que combatir la maldad, sostiene Arteta, sino que también hay que ponerle remedio a la estupidez “entendida como falta de imaginación”. 

Imaginar es mucho más que construir mundos de fantasía o delirantes

Visto así, imaginar es mucho más que construir mundos de fantasía o delirantes; es algo relacionado con saber tender puentes con el prójimo. Y es lo contrario de la despersonalización que promueven quienes quieren pescar en el río revuelto del odio, el racismo o la discriminación. Convivir, sugiere Portela, consiste en saber imaginar a las demás personas con la misma riqueza de matices y detalles con que nos imaginamos a nosotros. Dicho en términos de su admirado Milan Kundera en El arte de la novela, eso debería traducirse en que las buenas novelas nos recuerden que “las cosas son más complicadas” de lo que creemos. Lo demás es mala literatura.

Una literatura contra el lector

Quizá podría leerse en ese sentido una afirmación tan rotunda como “Quiero escuchar a alguien que tenga algo que decirme”, incluida en No tan incendiario, de Marta Sanz. Para la autora de Farándula o Pequeñas mujeres rojas, está genial lo de cuestionar los límites de los géneros literarios o construir una literatura que se esfuerce por hacer que el lector “viva la lectura como desafío o incertidumbre –incomodidad, mota en el ojo, china en el zapato–”. Ahora bien, el problema surge, según ella, cuando la literatura se atrinchera en el elitismo estético y se olvida de dialogar con la realidad. Al fin y al cabo, los objetos culturales nacen de ella y vuelven a ella.

Por muy de izquierda que se pretenda cierta literatura, razona Sanz, si esta quiere incidir políticamente en la sociedad, no puede olvidarse de asuntos básicos para la mayoría, como el precio de los alimentos, las migraciones, la precariedad o la condición femenina, y menos aún de la economía. El riesgo de lo que ella llama endoliteratura –de seguir la estela, por ejemplo, de Damián Tabarovsky– es terminar dándole al lector el gato de la revolución del lenguaje por la liebre del lenguaje de la revolución. Dicho de otro modo: reducir la literatura a un juego de palabras. 

En cualquier caso, el mayor depredador de la literatura política está en la derecha. Como argumenta Sanz, el capitalismo ejerce una presión enorme para que cualquiera que escriba se transforme en un bufón al servicio del lector, devenido hoy en mero consumidor al que entretener, seducir y complacer a toda costa, pues, como dice el eslogan, “el cliente siempre tiene la razón”. ¿Cómo producir entonces una literatura destinada a quitarle la razón al rey del negocio, a discutir o conversar con él? En consecuencia, lo normal es que abunden los discursos centrados en “problematizar el detalle chorra” y que dejen “aparcado el problema de peso”.

Bien pensado, y a la vista de cómo está el patio literario, quizá alcance con recordar esa última reflexión si se quiere escribir hoy una novela proletaria: hay que elegir temas estructurales y meterse a fondo con ellos. Bueno, tampoco está de más, como señalaba doña Luisa Carnés en Tea Rooms. Mujeres obreras, escribir con “la alegría de aportar el granito de arena personal a la causa de la clase a la que se pertenece”. 

Hace tiempo que la ficción literaria reproduce sin empacho esa ideología invisible que, según Slavoj Žižek, funciona como motor del pensamiento capitalista: el fin justifica los medios, el beneficio económico importa más que las personas, la competitividad nos hace una sociedad mejor, querer es poder, etcétera. O...

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