MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Costra Fleming
Los madrileños encontraban en la zona el espejismo de una modernidad ajena que solo se veía por la tele, mientras la clientela yanki tenía sus necesidades. Corrimos a atenderlas
Ricardo Aguilera 4/01/2025
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“Americanos, vienen a España gordos y sanos”. Lolita Sevilla en Bienvenido Mr. Marshall. 1953. Ese mismo año, Franco-Franco-Franco firmó un tratado con EEUU: una base en Torrejón de Ardoz a cambio de 258 millones de pesetas. Calderilla. Además, el dinero debía usarse para comprar ferralla militar “made in USA”, sobrantes de la Segunda Guerra Mundial. Unos linces: gordos y sanos. Vistos de cerca, no estaban gordos, más bien cuadrados. Marines curtidos en la guerra de Corea con una tableta de chocolate en la tripa y otra en la mano. Sanos… más bien bebedores y puteros. En comparación, los españolitos eran famélicos de cartilla y tuberculosos de frío. Una diferencia. El caso es que vinieron. Y como vinieron, hubo que buscarles acomodo. Los próceres de la patria les destinaron un arrabal de Madrid para ellos solos. Aquello acabó llamándose Costa Fleming. Su historia, en dos palabras: infamia y servilismo.
Ganándole terreno a las ovejas, a principios de los cincuenta se empezó a construir el imponente edificio Corea. Neoclasicismo residencial de alto standing con un leve toque racionalista. La denominación de origen se la puso la chispa madrileña: resultó ser el lugar donde estabularon a marines y aviadores llegados del lejano oriente. Estaba a un paso de plaza de Castilla, aún sin la corbata de Calvo Sotelo. Ocupaba una manzana entera entre avda. del Generalisisísimo, Félix Bóix, Dr. Fleming y Carlos Maurrás. Alrededor, descampados. Hacia el sur, nada hasta el Bernabéu. Hacia el norte, pastores hasta “Los Nichos” de Secundino Zuazu. Al oeste, Tetuán de las Victorias y La Ventilla: miseria. Al este, más pastos. Perfectamente aislada, la soldadesca gozaba de todas las comodidades del “american way of life”. El Ejército USA siempre tiene en cuenta estos detalles cuando manda a sus chicos a territorio apache. El Corea, además de viviendas espaciosas, disponía de gimnasio, piscina, colegio, garaje para “haigas”, campo de béisbol, iglesia para las distintas confusiones de los milicos y, muy importante, un economato.
Al calor de los dólares, la zona se fue urbanizando. Edificios exentos, de buen empaque, zonas ajardinadas, diez o doce plantas, primeras calidades, portero físico y químico, hall de entrada con muebles nórdicos. Un lujo. Los favorecidos por el régimen se fueron mudando allí. Y allí siguen. El economato surtió con ligereza el mercado negro entre los afortunados vecinos. Neveras, tabaco rubio, whisky, rosquillas y costumbres bárbaras: halloween, thanksgiving… Los madrileños encontraban en la zona el espejismo de una modernidad ajena que solo se veía por la tele. Por su parte, la clientela yanki tenía sus necesidades. Corrimos a atenderlas. En el barrio se instaló la primera hamburguesería de Madrid: Knight’n Squire, alias “El Nait”. Sigue en su sitio. También perdura la camisería que tomaba medidas a las espaldas tarzanescas de los americanos: Sastrería Langa. Hoy proporciona fachalecos a su distinguida clientela. Un tal Sánchez Romero acertó a abrir un supermercado igual que cualquier otro, solo que más caro. Le funcionó. Sigue funcionando. En los bares, más picaresca: un botellín a un español, un duro; a un yanki, un dólar. Los restaurantes de tronío no tardaron en llegar. El mejor, Sacha, todavía en activo. En sus mesas urdieron Polanco y Cebrián el manual de estilo aspiracional para los españolitos modernos: “Gordos y sanos”… y vestidos de diseño. Poco más.
En los bares, más picaresca: un botellín a un español, un duro; a un yanki, un dólar
Las necesidades de los nuevos colonos no acababan en el gaznate y la barriga. Había más, y más urgentes, en la entrepierna. Con esas prisas, florecieron en el barrio discotecas, boîtes y clubes de alterne. Además, los pisos de chorrocientos metros se adaptaban perfectamente a su uso como burdeles y casinos domésticos. Los adelantados de la sociedad madrileña también gozaron de estos parabienes. Raúl del Pozo, periodista de Pueblo por aquel entonces, afirmaba veranear en la Costa Fleming. Había bautizado al barrio haciendo gala de sus debilidades. Por aquel entonces, decir estas cosas no daba vergüenza, ni propia ni ajena. Otros nombres ilustres se afincaron en la zona, no para veranear, sino para vivir. Allí tenía su casa el maestro Gordillo, pigmalión de Raphael, que vivía al lado. Todavía resuenan sus teclas y gorgoritos. Grima. Desde su ático, Francisco Umbral derramaba lírica sobre la ignominia que se desarrollaba a pie de calle. Y desde su piso, Antonio Herrero redactaba los libelos ultraderechistas que luego regurgitaba en las ondas. El pueblo de Madrid, agradecido, le ha regalado una placa en Dr. Fleming como “defensor de la libertad en la radio”. Debajo encontramos el restaurante La Querencia, que acoge a su clientela bajo un orgulloso banderón “despaña”. Se come regulín, advierto.
Lo cierto es que con la alegría de los whiskies y las putas, nadie se paró nunca a pensar en el triste papel que nos reservaban a los indios en esta película de vaqueros. Nuestras “squaws” vendían el trasero a propios y extraños. Las más avispadas se llevaron una boda por delante con el material extranjero. Un inciso. En 1940, en plena Guerra Mundial, los yanquis se asentaron en la caribeña isla de Trinidad. Misión: control del petróleo y del tráfico marítimo. Establecieron su base en Cumaná. Un cantor de la zona, Lord Invader, se acercó a ver qué se cocía por allí. Al poco, escribió el calypso más famoso de la historia: Rum and Coca Cola. Lo cantaron las Andrew Sisters con gran desparpajo. El estribillo dejaba todo claro: “Bebiendo ron y coca cola / camino de Point Cumaná / tanto la madre como la hija / trabajando para el dólar yanqui”. Eso mismo, pero sin palmeras: Costra Fleming.
Este nuevo Madrid con ínfulas de modernidad internacional se fue poblando de edificios singulares. Alrededor de la plaza de Cuzco están los más interesantes. El primero en brotar fue el Eurobuilding (1965, Eleuterio Población Knappe), un hotel con la impersonal impronta de sus semejantes en cualquier otra parte del mundo. Dos enormes pastillas verticales ancladas sobre una base horizontal. Todo revestido de piedra artificial blanca. Parece un monumento megalítico. De similar factura es el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo (1972, Antonio Perpiñá Sebria), solo que sustituyendo la piedra por piezas prefabricadas de hormigón. Parece una cárcel. Industria, comercio, turismo… Todo junto da que pensar sobre las bases económicas de este país cuya mayor industria es comerciar con el turismo. Fue buena idea instalarlo en Costra Fleming: allí se vendía de todo en dólares, hasta el papo. En plena plaza, una alegría, el edificio Cuzco IV (1975, Mariano García Benito). Es el típico trasto acristalado de oficinas, pero con clase. Dividido en tres crujías, la de en medio más alta y ancha que las dos laterales. Parece un sándwich al que se le saliera el jamón york por los bordes. Sin embargo, tiene estilo y ligereza. Entrando por Alberto Alcocer (alcalde de Madrid durante las dictaduras de Primo de Rivera y Franco: un especialista), encontramos el parque de San Fernando. Allí recibe el kiosco-restaurante Nouba, solaz del agradecido vecindario con sus veladas musicales. Detrás, la iglesia de San Fernando (1969, Luis Cubillo de Arteaga): una sucesión de paralelepípedos cuya torre-campanario asemeja una chimenea. Tiene aspecto de factoría. De fanáticos.
Volvamos al Corea, núcleo irradiador de los fastos y las costras. En 1991, la empresa propietaria del edificio decidió que tenía aluminosis. Los vecinos temieron lo peor. Acertaron. Aunque hicieron sus propios análisis demostrando que el problema aluminoso era mínimo y fácilmente solucionable, no coló. Criaturitas: lo importante no era la calidad del cemento, sino la ubicación del paquebote de 600 viviendas. El metro cuadrado en la zona había subido como la espuma del champán falso de las whiskerías. Hubo batalla judicial y ganó la especulación. ¿Quién si no? 24 mil millones de pesetas se pagó por la mole coreana. En 2003 la demolieron. Tras ocho años de obras, surgió el nuevo edificio: Castellana 200 (Emilio Dhal y Fernando Antolín). Delirios de grandeza postmoderna llevados al límite: un paredón ondulante de cristal azul, cual mar encabritado, acoge oficinas, plazas de hotel y demás bienes y servicios. Tranquilidad: el vecindario tenía los posibles suficientes para buscarse apropiadas soluciones habitacionales. De hecho, los datos de las últimas elecciones muestran que el 90% de los habitantes de la costra ha votado a las distintas extremas derechas del país. Así se entiende la profusión de banderas con lo de Txapote que se avistan por allí. Pero, ojo: no es la España de los balcones, sino la de las terrazas de 25 metros cuadrados. Siempre ha habido clases.
“Americanos, vienen a España gordos y sanos”. Lolita Sevilla en Bienvenido Mr. Marshall. 1953. Ese mismo año, Franco-Franco-Franco firmó un tratado con EEUU: una base en Torrejón de Ardoz a cambio de 258 millones de pesetas. Calderilla. Además, el dinero debía usarse para comprar ferralla militar...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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