Como los griegos
Alcachofa, carxofa, carciofo
En mi cole, una pelea se solía iniciar con la frase “¿eres tonto o comes flores?”. Todo ese mundo de violencia gratuita hubiera caído en el ridículo y en el desuso si hubiéramos sabido este secreto que las alcachofas nos dicen a voces: que son flores
Guillem Martínez 6/02/2025
De izquierda a derecha: carciofi alla siciliana, carciofi alla giudia, carciofi alla romana y, last but not less, carxofes a la catalana, o amish. Es decir, a pelo, con sal y aceite. / G.M.
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LA LLAMADA DE LA SELVA. En la Edad Media lo peor que te podía pasar ocurría en la selva. La selva, claro, no era la selva, sino el bosque, que en aquellos momentos se llamaba selva y que era ese terreno sin urbanizar, espeso, oscuro, inhóspito, que había entre los núcleos urbanos y habitados, y en el que las bestias, lo extraño y lo fabuloso lo dominaban todo, al punto que una persona, debidamente abandonada en la selva, no tardaba en convertirse en bestia, en extraño, en fabuloso. Se da el caso de que la selva, esa espesura, en el Mediterráneo, podía ser el bosque, lo dicho, Mediterráneo, si bien su imprecisión, amenaza y peligro podía continuar en lo agreste aún careciendo de selva ni de bosque propiamente dicho. La selva era ahí era una suerte de selva para gnomos, algo de varios palmos de altura, seco, fabricado con plantas y arbustos, aquello que en Córcega se llamó maquis y que dio lugar a un oficio arriesgado, hoy olvidado y en desuso desde 1945. Esas selvas de plantas bajitas, leñosas y puntiagudas que te rasgaban el cuerpo cuando eras niño y, de adulto, las pantorrillas, demuestran que la selva, como casi todo, es una construcción mental, que no precisa de selva alguna. Pues bien, en esa selva mediterránea y retaca, posiblemente de manera muy tardía, y posiblemente en una zona que podría haber integrado Túnez y Sicilia, el inició el cultivo, la domesticación y la depuración de un cardo silvestre, puntiagudo y antipático, que con el paso del tiempo –tal vez a principio de nuestra era, tal vez algunos siglos después, cuando la comunicación entre África y Europa se vio parcialmente interrumpida por dos religiones a la greña–, dio lugar a un vegetal que se denominó harsafa –en árabe clásico–, harsufa –en árabe hispánico– y que fue convirtiéndose en distintas palabras romances, todas tamizadas por el bosque seco, el solano y de sonidos árabes, como alcachofa –castellano–, carxofa –catalán–, o carciofo –italiano; Italia es, por cierto, la cultura que, sin lugar a dudas, más ha dado a la alcachofa sin pedir nada a cambio, salvo otra alcachofa más–. Hola, bienvenidos a Como los griegos. Ya saben, comer cosas sencillas con las manos, para hablar de cosas complicadas con los amigos, mientras nos las comemos –vaya, acabo de releer esto y suena raro; anyway, prosigo–. Hoy, dos puntos, la alcachofa.
-¿ERES TONTO O COMES FLORES? En mi cole, una pelea –lo que era frecuente– se solía iniciar con la frase “¿eres tonto o comes flores?”, emitida por un matón, ante la que debías contestar algo no obvio, con cierto ingenio y relacionado con el padre del emisor de la frase. Todo ese mundo de violencia gratuita hubiera caído en el ridículo y en el desuso si hubiéramos sabido este secreto que las alcachofas nos dicen a voces: que son flores, más concretamente, el compendio de muchas flores, protegidas por una coraza. Como sucede en el corazón de los adultos, ya desde niños, cuando deben simular, construyendo una coraza, como la alcachofa, que frases como ¿eres tonto o comes flores? les indignan y les incitan a la pelea desmesurada. Gracias a las alcachofas, por lo tanto, sabemos no solo que somos tontos, sino que comemos flores, en contrapartida. Esas flores han triunfado en ambas orillas del Mediterráneo. Y han fracasado, en ocasiones estrepitosamente, en el norte de Europa, en Asia y en América. Supongo que por ser, precisamente, flores, esa cosa que solo comen los tontos, tal y como se nos enseñó en el cole. Supongo que el sabor de la alcachofa, su prolongación, a cobre, es decir, a sangre, no ha ayudado. La historia de esa flor de sangre es divertida. Si bien se habla de alcachofas, tan ricamente, en la Grecia clásica –a través de palabros como skolymos o cinara–, vete a saber lo que eran esas cosas. Es más que posible que no fueran alcachofas, sino su casilla anterior, cardos. Al parecer dotados de algún tipo de superpoder otorgado por Afrodita, de manera que eran valorados no como alimentos, sino como afrodisíaco o algo así. Algo de eso queda en la alcachofa. O, al menos, Marilyn Monroe obtuvo su primer curro remunerado con su acceso al cargo de Reina de la Alcachofa californiana, en 1946. Piensen en ello cuando aproximen su boca al suelo de flores que contiene el interior de una alcachofa. El primer documento escrito con el palabro y el concepto alcachofa es, en todo caso, árabe y del siglo XII –el Libro de agricultura, de Ibn-al-Awam. La alcachofa brilló con luz propia en la Europa musulmana y, por lo tanto, sensible al secreto de la invención de la alcachofa, como sucedió en Al-Andalus y en Sicilia. De Sicilia pasó a Italia, donde se perdió el decoro. Se supone que fue Catalina de Medicis –introductora en Francia de objetos novedosos, I+D y punteros, como la alcachofa y como el genocidio por motivos religiosos, un clásico que nunca pasa de moda–, fue quien llevó la flor comestible a la gastronomía francesa, donde también causó furor. Hay textos franceses, muy cartesianos, que hablan y clasifican chorrocientos tipos de alcachofas, hoy, me temo descatalogados. Entre ellos, la alcachofa azucarada de Génova, que al parecer se comía cruda, pétalo a pétalo, por el placer de su explosión de azúcar en la boca –¿existe aún esa alcachofa?; ¿hay algún genovés en la sala?–. En Italia, la capital mundial de la alcachofa, hay diversas alcachofas en activo, como la Romanesca, absolutamente romana, la Catanese, el carciofo violetto di Toscana, lila/una alcachofa en la mani del 8M, y el Spinoso sardo, junto con el ajo sardo –pequeñito, de dientes menudos y muy potente; un all-i-oli hecho con ese ajo precisa un equipo de personas vestidas con trajes antirradiación–, esa alcachofa es una rareza de esa isla mágica. Sabrosa, carnosa, sus pétalos son, literalmente, pinchos, que nos recuerdan que la alcachofa viene del cardo y nosotros del mono, un mono que siempre se pincha al coger una de esas alcachofas, para jurar luego en arameo. Las alcachofas italianas sin duda son las mejores, en tanto los vegetales italianos son, sencillamente, los mejores, debido todo ello al suelo predominante en la Península Itálica, una gentileza, fértil y única, de diversas erupciones volcánicas a lo largo de los tiempos. En España la cosa ha dado de sí diversas denominaciones de origen, como la alcachofa blanca de Tudela, ese sitio en el que todo es bueno, salvo las papayas y los cocos –por decir algo–, la de Benicarló, la del Prat. Como sucede con el Renacimiento, molan. Pero mola más en Italia.
-LAS RECETAS. De la alcachofa, como pasa con el cerdo, es bueno hasta la cola. De hecho, la cola, debidamente pelada y cocinada junto al cuerpo de la alcachofa, confirma que es la esencia y la metáfora del sabor de la alcachofa. Nunca la tiren, cocínenla. Es el solomillo de la alcachofa. Lo que sigue a continuación es un compendio, una selección all-stars de las mejores recetas de alcachofas que conozco. Solo faltaría una, que es de primavera, y que ya les endiñaré en un par de meses, cuando haga una receta para conmemorar, como cada año, el inicio de la primavera. Esa juerga de los animales, los vegetales y, por poco, de los minerales. Las alcachofas, en fin, son un fruto del invierno. Pero también las hay de primavera, ese invierno con tripis. También faltaría la receta más sencilla de alcachofas. La alcachofa frita. Que ahí va: se pelan y desnudan alcachofas, se cortan en filetes finísimos. Se salan. Se remojan en una mezcla densa de harina y agua. Se escurren. Se fríen en aceite. Se alucina.
-CARXOFES A LA CATALANA, O AMISH. Se trata de una receta tan sencilla que no precisa del carnet de manipulador de alimentos. Se agarran las alcachofas. Se desnudan y podan. Se abren ligeramente, si bien no mucho. Chorro de aceite y pellizco de sal. Horno por 20’-25’. Y a la XXXX calle. Se comen sin cubierto. Arrancando los pétalos en modo me-quiere-no-me-quiere, esa forma de hacer trampas, pues siempre sale que sí me quiere.
-CARCIOFI ALLA GIUDIA. Se trata de una creación anónima, inmemorial y sencilla de la comunidad judía de Roma, la más antigua de Europa. Hasta hace unos años, era frecuente acceder a ella en el ghetto de Roma. Hasta que el turismo y los apartamentos turísticos acabaron con el ghetto y buena parte de la gastronomía romana. Es una receta sencilla y rápida. Ahí va. Necesitarán alcachofas romanesco, pero no sean racistas y búsquense la vida con la alcachofa que tengan más a manos, descartando, claro, la de la ducha. Se desnudan y se corta la parte superior de los pétalos. Con maña y juego de deditos se abren, poco a poco y lo más que se puedan. Se agrega sal y pimienta. Se ponen, boca abajo, sobre una sartén, con un dedo de aceite hirviendo. Con ayuda de una espátula, se presiona la alcachofa contra la sartén, aplastándola. Pásense, que la alcachofa no sufre. Ténganlas en esa tesitura tres minutos. Sáquenlas. Déjenlas escurrir sobre un papel de cocina. Y, hala, vuelvan a repetir la misma operación en la sartén, durante siete minutos. Volver a dejar escurrir brevemente sobre papel, de manera que no chorreen aceite, ese paisaje ingrato. El resultado es incomprensible, docenas y docenas de generaciones de mamás judías meditando en la alcachofa a través de los tiempos.
-CARCIOFI ALLA ROMANA. Este plato es un signo de la identidad romana, sumamente importante y potente. Además, es bonito de ver, una vez hecho. Y divertido de hacer. En primer lugar se debe proceder con el relleno. Consiste en perejil, ajo y menta, todo muy picadito y bien mezclado. Se cogen entonces las alcachofas. Se pelan y se corta el tope de sus pétalos. Y, ojo, se mantiene intacta la cola de la alcachofa, a la que, simplemente, se pela. Hay algo de escultura en el resultado final de lo que haremos. Posteriormente se frota la alcachofa contra un rodaja de limón, que emblanquece el vegetal e impide que se oxide y que adquiera un color chungo y que desanime la mirada. Con los dedos, de manera astuta, sin uso de la fuerza, se abre ahora la alcachofa y se introduce, en su corazón, el relleno. Se sala el comprendió creado. En una cazuela con un dedo de aceite se dora la alcachofa, invertida, de manera que se selle el relleno y no se salga de madre. Luego se doran sus costados. Cuando eso haya sucedido, se vuelve a poner el alcachoferío cabeza abajo y se agrega un chorro llamativo de vino blanco. Se deja que se evapore el alcohol, a fuego alto, y se agrega agua hasta que el líquido llegue a la mitad de las alcachofas –que, les recuerdo, seguirán invertidas, como el papa decía que estaba Caravaggio all day long–. Se tapa la cazuela con una ídem. Y se olvida el contenido por media hora. Se sirven. Se comen. Se pide la nacionalidad italiana.
-CARCIOFI RIPIENI, O ALLA SICILIANA. Sencillamente, uno de los mejores accesos mundiales a la alcachofa. Necesitarán, claro, alcachofas. Y, para seis alcachofas, un limón, una cebolla, un diente de ajo –como siempre en Italia, sin su germen, sin su corazón–, perejil, un par de filetes de anchoa, pan rallado –tres o cuatro cucharadas, sin vergüenza– unos pocos piñones, pasas de corinto, sal, pepe. Y aceite. Se construye primero el relleno. Para ello se sofríe la cebolla cortada a la cojonésima, a trocitos pequeños, junto con el ajo. Cuando la cebolla ya se ha rendido a su destino, agregar las anchoas trituradas y el perejil, ambos dos objetos picados muy finos, a cuchillo de la marca ACME. Y, luego, el pan rallado –al final, que no se tueste–, la sal y la pimienta y las pasas. Amalgamar todos esos ingredientes, que en su vida nunca jamás habían sospechado encontrarse. Reservar y, en ese momento, centrar toda la atención del mundo en las alcachofas. Desnudar y cortar la parte superior de los pétalos de la alcachofa. Forzar, delicadamente, cada alcachofa, para crearles un espacio en el que meter el relleno. Meter el relleno. Colocar toda la alcachoferidad en una sartén, repleta de agua hasta alcanzar la mitad de la altura de las alcachofas –nunca más arriba, que el agua no acceda al relleno–, de manera que unas se aguanten a otras erectas. Si no se aguantan, apuntalarlas con trozos de patata, que luego se despreciarán. Echar un poco de aceite sobre cada alcachofa, para que caiga en su interior y haga su trabajo. Tapar la sartén. Dejar que hierva por 30’-35’. Retirar con mucho cuidado, que la cosa se desmonta con la mirada. Comer. Flores. Ser tonto. La selva. La sangre. Afrodita.
LA LLAMADA DE LA SELVA. En la Edad Media lo peor que te podía pasar ocurría en la selva. La selva, claro, no era la selva, sino el bosque, que en aquellos momentos se llamaba selva y que era ese terreno sin urbanizar, espeso, oscuro, inhóspito, que había entre los núcleos urbanos y habitados, y...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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