COMO LOS GRIEGOS
Queso frito
De pronto volvía a ser yo, es decir, nada, nadie, una persona por hacer junto a mamá, que me acariciaba la nuca. Tenía la cintura esbelta que yo le robé y su sonrisa en blanco y negro, desde la que iluminaba el centro de todas las fotografías
Guillem Martínez 15/02/2025
Un halloumi frito, desde su lado bueno. / G.M
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-LA MAGDALENA DE PROUST Y SU CONTRARIO. Proust hace que su personaje padezca insomnio, por lo que, para relajarse, toma en la noche una taza de té con una magdalena. Al mezclar esos dos sabores en su boca se produce una explosión imprevista en su mente. Concretamente, este festival: “En el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí (…). Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo ello del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa. Mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan densa? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho. ¿Cuál era su origen y qué significaba?”. Y aquí, el personaje busca el significado de esa sensación. Y lo encuentra. Se trata de un prodigio. Descubre que aquel sabor, y su terremoto, surgían del recuerdo del “gusto del pedacito de magdalena mojado en té que me daba mi tía”. Al saberlo, “enseguida la vieja casa que daba a la calle, donde estaba su habitación, vino como un decorado de teatro a sumarse al pequeño pabellón que daba al jardín (…). Y la casa, la ciudad, la plaza donde me mandaban antes de almorzar, las calles por donde iba a hacer los mandados, los caminos que tomaba si hacía buen tiempo. Y, como en ese juego en que los japoneses se entretienen metiendo en un bol de porcelana lleno de agua, pequeños pedacitos de papel hasta ese momento indistintos que, apenas sumergidos, se estiran, se retuercen, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, casas, personajes consistentes y reconocibles, lo mismo ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo y sus casitas y la iglesia y todo Combray y alrededores, todo lo que toma forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té”. Si han llegado hasta aquí, han leído Por el camino de Swann, de Marcel Proust. Concretamente un fragmento piso-muestra, en el que no sucede nada y, a la vez, sucede lo máximo, lo turbador, la construcción del alma, que acomete la gran novela con la que se iniciaba el fin de la novela, ese género que se arrastra, con dignidad, o sin ninguna en otras ocasiones, desde entonces. Hola. Bienvenidos a Como los griegos, una reivindicación de lo trascendente y sencillo. Que hoy pretende hacer, no lo difícil, sino lo imposible: intentar crear, con riesgo para el artista, lo contrario a lo que hizo Proust con su magdalena. No busco encontrar un recuerdo a partir del azar de un sabor, sino que, a partir de un recuerdo, intentaré encontrar un sabor preciso. Y, con ello, lograr revivir mi Combray, mi pasado, mis noches y días y olores que ya no existen, personas ya desaparecidas, recuerdos que son humo impreciso hasta que algo –té, magdalenas– le otorga su precisión. Deséenme suerte. No solo será un lío, sino que, como sucede con los recuerdos, habrá que abrir varias muñecas rusas. Y, quién dice muñecas rusas, dice paquetes.
-TE VA A CAER UN PAQUETE. DEL CIELO. Mi abuela era –si descontamos a los niños, que éramos kilómetro 0–, la adulta menos viajada de casa, una casa de inmigrantes y emigrantes, de personas más o menos alegremente desplazadas. Lo que es la casa-tipo más usual en gran parte del mundo, por cierto. La humanidad, en fin, se desplaza. No para desde hace cientos de miles de años. Quien quiera evitarlo quiere evitar un signo de identidad de la especie, por lo que es imposible erradicarlo sin erradicarnos. Mi abuela nació y se crió en la zona más desértica e inhóspita de Almería, donde no se cultivaba nada, salvo almendros. Lo que es determinante, si pensamos que los griegos decían que donde no se pudiera plantar nada debías plantar vid, que si moría plantaras olivos, que si morían plantaras almendros y que, si morían, abandonaras esa tierra, a la que nunca tendrías que haber ido. Pues bien, mi abuela abandonó esa tierra. Dejó allá una amiga del alma. Que, una vez al año, le enviaba un paquete, con una carta dictada a alguno de sus nietos. En ese paquete había, como en los textos bíblicos, tres ofrendas. A saber: almendras –la razón de la huida, pero también de la permanencia en aquella tierra; eran el grueso del paquete–, unos pimientos rarísimos –no los he vuelto a ver; eran atómicos; se asaban y se secaban al sol; al freírse dejaban de ser un objeto fofo y sin forma, para pasar a ser un pimiento estilizado, barroco, amarronado y crispy–, y, ojo, que entramos en materia, un queso. Cilíndrico. De cabra. Prensado en moldes de esparto. Y elaborado con las propias manos de la señora Morena, que era como se llamaba la amiga de mi abuela. Un día, por cierto, mi padre me llevó a aquel pueblo extraño, donde las almendras, los pimientos, el queso y la señora Morena. Y conocí a la señora Morena. No se llamaba Morena, sino que Morena era un apodo, más fuerte y determinante que su nombre. Era una gitana, ya sumamente anciana, si bien su cabello era aún tan oscuro que brillaba, fuerte y grueso, como la melena de la diosa Radha. Me emocionó ver a aquella mujer mítica, para la que había escrito decenas de cartas dictadas por mi abuelita, que empezaban siempre con un saludo desde otra época, más lejana aún que sus infancias: “Espero, por la presente, que estéis bien. Nosotros bien, a Dios gracias”. Ese Dios, que nos hacía estar bien–gracias, no podía ser otro que Krishna, amado y amante esposo de Radha. Bueno. Hemos llegado hasta el queso. Cierro esa muñeca rusa. Y abro otra. Mamá.
-MATER SEMPER CERTA. Mi mamá, como todos los padres, vivió a topos. Es decir, poseía tramos biográficos desaparecidos, que, como debe ser, desconocíamos. Esos tramos desaparecieron más aún en su infancia, en la que, siendo muy pequeña, realizó dos desplazamientos gigantescos y en solitario. Casi lo único que sé es que, finalmente, llegó a nosotros –cuando aún no existíamos nosotros, cuando ella era nosotros– en un barco cargado de soldados y de naranjas, al final de una guerra, ese momento en el que todo el mundo está tan cansado que, al contrario que en la guerra, le importa todo un pito. De hecho, los soldados del barco no dejaban de regalar naranjas, recién mangadas, a aquella niña divertida, de repente rica en naranjas. Sea como sea, mi mamá sabía y entendía al vuelo ese queso de cabra, que nos llegaba en un paquete. No le era ajeno. Lo que es un dato. Posiblemente, como Zeus, había sido criada, durante sus desapariciones, también por una cabra –la entrañable Amaltea, la prueba de que las mamás pueden estar en otros sitios, lejos de la palabra mamá–. Sea como sea, en la noche de –mis– tiempos, mamá había hecho algo curioso con aquel queso. Ejecutiva, presta, presa de movimientos antiguos, que la copaban, que no le pertenecían y que tan solo reproducía, lo había fileteado –creo que esa es la palabra exacta–, y lo había frito, como si fuera carne. A nadie le gustó esa opción. Salvo a mí, que me volvió majara. Por lo que mi mamá, mientras duraba el queso –lo que era muy poco tiempo–, cada noche me freía uno de esos entrecots de cabra sin cabra, obedeciendo la consigna del Sindicato de Mamás Planetario, que en su artículo 37-B fija y exige claramente que dediquen a los hijos, sin importar su número, atenciones personalizadas. Y aquí es preciso describir ya ese queso. Se trataba de un queso milenario de cabra, hecho con cuajo animal –absolutamente primario y hermoso: la primera leche de un cabrito sacrificado, al que se le arrancaba el estómago, gestado de leche, se le ataban los extremos y se dejaba secar al sol, fermentando–. Era un tipo de queso existente, con pocas variaciones, en todo el Mediterráneo. Era un queso tierno, que apuntaba maneras, y que hubiera podido madurar de manera sofisticada, si le hubiéramos dado el tiempo que nunca le dimos. Transportado desde Almería al cinturón de Barcelona en un paquete sometido al frío o al calor y al paso del tiempo, su aspecto era, aún así, como el de mi mamá: el de un superviviente hermoso y simpático e indestructible. Ese queso es importante pues, una vez frito por mi mamá, es el sabor y la singularidad que pretendo recuperar para crearme un Proust para mí solito. ¿Será posible?
Transportado desde Almería al cinturón de Barcelona, el aspecto del queso era como el de mi mamá: el de un superviviente hermoso y simpático e indestructible
-TEORÍA DEL QUESO FRITO. El consumo masivo de carne, como saben, arranca, a lo bestia, con el fin de la II GM y el inicio del desarrollismo. Antes de esas fechas, la carne era una leyenda urbana y rural, por lo que las proteínas venían por otro lado. Fundamentalmente de la casquería, del pescado, de las alubias y de la celebración religiosa, el único punto del año en el que caía –del cielo– algo raro en la dieta. Por todo ello, el consumo de queso frito no era una rareza. Se ha consumido en el Mediterráneo –de forma más reglada, con acopio de recetas y costumbres, en su Oriente– desde hace la tira. Por expansión o serendipia, hoy es popular en Centroamérica y Sudamérica, en Holanda, en algunos países eslavos y en Hungría. En Suiza lo hacen en bolitas, y se llama buñuelo de Vinzel. Y, en efecto, tiene forma de buñuelo cachondo y esférico. En Italia en ocasiones rebozan la mozzarella con pan rallado y la fríen, ya sea en palitos, ya sea en carrozza –entre dos panes, como un diminuto bocata para bebés–. Todo ello importa, entiéndanme, un comino, pues estas variantes suiza e italiana, en las que el queso –de vaca o de búfala– queda poco menos que fundido, no son las de mi mamá. Nos vamos acercando a esa poética maternal con el saganaki griego, un queso de cabra frito en sartén. Y nos aproximamos de pleno, si bien desde otra lógica, con el halloumi, un queso de cabra que se fríe y que, si bien es endémico de Chipre, donde es una locura, se consume a lo bestia en todo Oriente Medio –o lo que queda de él– y, por desplazamientos humanos, en UK. Se trata de un queso que, en el trance de freírse, no se deshace, sino que, simplemente, acepta, impávido, la transmutación de su color, textura y sabor. En la Península Ibérica tuvo que haber diversos accesos al queso frito. Me consta que es así y que, de alguna manera, sigue habiendo queso frito –por ejemplo, manchego– en puntos determinados. Lo que pretendo es recuperar uno en mi laboratorio, que antaño se producía en un punto determinado denominado mamá. No será nada fácil.
-EL PLANETA DE LOS NIMIOS. Empiezo buscando queso de cabra de Almería. Lo encuentro. Elaborado, además, en un municipio próximo al de mi abuelita. Lo adquiero. Cuando lo tengo en las manos le hablo de amor a través de su etiqueta, que es por donde hablan los alimentos cuando aún no hay confi. De repente leo en ella, completamente desazonado, que ese queso de cabra no es queso de cabra, sino mezcla de cabra y de vacuno. Intento disculpar el pasado de mi queso y lo intento freír. Pero el queso se deshace y desaparece en la sartén como un ninja. Brrrrrr. Otro día pruebo con queso de cabra de proximidad –elaborado, por cierto, como en Almería, con cabras murcianas, al parecer la cabra más I+D de entre todas las cabras; si hubiera un Proyecto Manhattan de cabras, lo hubieran liderado una cabra murciana–. Se trata, en este caso, de quesos un tanto enclenques que, zas, se desintegran, literalmente, al contacto con el aceite caliente. Unos días después pruebo, ya por probar, con queso de cabra aparentemente más meditado, adquirido en una tienda pija, una suerte de concesionario de Tesla, en el que te hablan raro, como los médicos o los camellos, pero todo lo contrario. El queso que adquiero es tan caro que no descarto que cure el Síndrome de Tourette. Su carácter, en todo caso, es débil, al punto de fundirse con el calor, como la mantequilla o los guiris. Es en ese momento cuando descubro que todos los quesos de cabra que voy probando –infructuosamente; mi piso, por otra parte, a estas alturas ya huele a sobaco de cabra, al punto que llaman a la puerta, la abro y es una cabra murciana que busca habitación en Barcelona; le pido 1000€ mensuales; traga; yupi–, tienen, sí, aquella textura del queso de mi infancia, si bien son siempre mezcla de cabra y de vaca. Lo que es un trile y la garantía de que nunca podré freír un queso. Finalmente, desesperado, voy a una tienda de productos griegos y adquiero una porción de halloumi chipriota, envasada al vacío –6€–. Algo hecho en el país de las olas en las que nació Afrodita no puede ser malo, me digo. Cuando abro el queso en casa, observo que se trata de una textura y de un olor parecido al queso idealizado. Mientras lo frío en abundante aceite, vuelvo a oler algo –poco; la puntita– de mi infancia. Para alargar el momento y dominar la pasión mientras espero que el blanco del halloumi se transforme en un marrón divertido, me leo los ingredientes del queso. “Pasteurized cow, sheep and goat milk”. Es entonces cuando tiro la toalla, caigo de rodillas en la cocina y grito, con los brazos levantados, en modo Charlton Heston: ¡Maniáticos, lo habéis destruido, y os maldigo a todos! El resultado final de ese queso frito es aceptablemente discreto, que es lo peor que puedes decir cuando pretendías resucitar, por unos segundos, el prodigio de la infancia. El queso conserva su textura gomosa, que es como queda el queso al freírse –eso no suena bien, pero en realidad mola mucho–, pero da poco más de sí. No hay explosión de sabor. No hay suspensión y pérdida del juicio. No hay Proust. No hay rodillas peladas, niñez.
-YO ESTUVE AHÍ. Y aquí acababa la historia. Hasta que hoy, que es el momento desde el que les escribo estas líneas, ha sucedido algo que ha provocado que concluya este artículo, que iba a dejar inconcluso, en la humillación y el olvido. Paseando por el Raval he visto una pequeña tienda regentada por desplazados de Oriente Medio. He entrado a comprar ganchitos y, de pronto, en una suerte de refrigerador, he visto un queso, otro, parecido al de mi infancia. He preguntado de dónde era. Me han contestado que muy bueno, momento en el que he decidido abandonar la conversación de besugos y tirarme a la piscina. He comprado un cacho. He vuelto a casa y lo he frito, sin fe alguna. Lo he probado escéptico. Y no puedo decirles nada más, salvo que “un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo ello del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa. Mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal”. De pronto volvía a ser yo, es decir, nada, nadie, una persona por hacer junto a mamá, que me acariciaba la nuca. Tenía la cintura esbelta que yo le robé y su sonrisa en blanco y negro, desde la que iluminaba el centro de todas las fotografías. En su otra mano, una naranja regalada por un soldado cansado y hoy también muerto.
-CODA. Es imposible intentar la inversa de la magdalena de Proust, pues es siempre el azar, y no la voluntad o el esfuerzo, quién da vida a los recuerdos. Frían queso, en todo caso. No lo olvidarán. Crearán un recuerdo.
-LA MAGDALENA DE PROUST Y SU CONTRARIO. Proust hace que su personaje padezca insomnio, por lo que, para relajarse, toma en la noche una taza de té con una magdalena. Al mezclar esos dos sabores en su boca se produce una explosión imprevista en su mente. Concretamente, este festival:...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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