
Fotograma de la serie El pingüino (2024). / HBO
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La primera y la última imagen de El pingüino (The Penguin, 2024), la serie limitada –no habrá más temporadas– que HBO ha estrenado desde septiembre a noviembre de este año, no pueden ser más elocuentes. No voy a decir cuál es la última, porque uno de los objetivos de esta pieza es que el lector, en cuanto termine de leerla, se ponga a ver esta serie. Pero sí cuál es la primera: la imagen del deforme y desmesurado protagonista recortada sobre el fondo de la gran ciudad. Apenas una sombra encorvada, rumiante, aletargada, como una bestia esperando el momento apropiado para dar su dentellada. Desde esa imagen hasta la última, ocho episodios densos, frenéticos, sorprendentes, que se perciben como una construcción compleja y milimetrada, como un camino, o mejor dicho una escalera de ocho escalones que nos llevan hacia un lugar al que no queremos ir, que no queremos presenciar, pero al que no vamos a tener más remedio que llegar.
The Penguin ha sido una sorpresa. En este caso lamentamos que dure tan solo ocho episodios, o que muchos espectadores no le dediquen el tiempo que merece
No hacía presagiar nada bueno el enésimo filme sobre el héroe enmascarado estrenado en 2022. Aquel The Batman, dirigido por Matt Reeves –el mismo que había logrado engarzar verdaderas virguerías visuales con la magnífica, y poco valorada, Cloverfield (2008), pero que fuera de eso no ha filmado más que nimiedades infladas–, tenía como misión indagar en territorios todavía no explorados por la famosa –y hay que decirlo: bastante sobrevalorada– trilogía de Christopher Nolan, sobre todo en lo relativo al atribulado personaje protagonista, pero por mucho que lo intentaba acababa cayendo en todos los lugares comunes que han convertido al hombre murciélago en un cliché en sí mismo. Ya contaba, además, con Colin Farrell interpretando al Pingüino, ese Oswald Cobb siempre grimoso y siempre poco de fiar, con una inteligencia enrevesada que le volvía un peligroso superviviente. Pero ya fuera por un guion poco inspirado, por una realización bastante plana, o por una simple cuestión de agotamiento, el filme de Reeves no conseguía volar alto en ningún momento. Incluso el trabajo de Farrell, incrustado en este filme, parecía poca cosa: mucha caracterización y poco más. Cuando HBO anunció que sería la encargada –dada su condición de canal de prestigio dentro del conglomerado de Warner Media– de llevar a cabo una serie limitada centrada en el propio Oswald ‘Oz’ Cobb, y que serviría de puente entre el primer filme y la secuela que todavía está por llegar –y que a lo mejor nunca llega–, muchos nos temimos lo peor, o por lo menos que sería una producción circunstancial sin más.
Porque estamos todos ya un poco cansados de tanto remake, secuela, spin-off… en los que siempre o casi siempre se trata de estirar una franquicia hasta el infinito, desdibujando los caracteres más poderosos para hacerlos, incluso, más accesibles al gran público. Pero el resultado ha sido bien diferente. Mientras que The Batman era incapaz de aportar nada sugerente, The Penguin ha sido una verdadera sorpresa. Si a menudo nos atrevemos a entrar en uno de estos títulos alimenticios y lamentamos mucho haberle seguido el juego a la cadena o productora de turno, en este caso lo que lamentamos es que dure tan solo ocho episodios, o que muchos espectadores no le dediquen el tiempo que merece, en lugar de ponerse con otras novedades mucho menos inteligentes que esta. Y además lo hace poniendo en el centro del relato un personaje a priori tan poco atractivo, visual y narrativamente, como este Pingüino que demasiadas veces ha sido uno de esos villanos de opereta, uno de esos malos de segunda categoría, que pese a todo conseguía transmitir un aura de malignidad y perfidia, aunque en versiones como la de la serie de televisión de los 60 tiraran más de su patetismo y deformidad. Creado en 1941 por Bob Kane y Bill Finger, conoció su debut en el número 58 de Detective Comics, en diciembre de aquel año, sus rasgos siempre han sido los de un hombre bajito, de rostro muy poco agraciado y tan deforme como sus andares, y a menudo vestido con frac y chistera. Cabría esperar –y por el filme de Matt Reeves nada indicaba lo contrario– que la serie acudiera a su semblante y personalidad más de guardarropa, pero por fortuna han optado por algo radicalmente inesperado.
Farrell es capaz de sobreponerse a todo eso, como si hubiera nacido para interpretarlo, como un cuerpo que no es el suyo se convirtieran en su misma piel
Colin Farrell/Oswald ‘Oz’ Cobb
Recordamos todos, porque era de lo mejor de aquel filme prácticamente fallido, el Cobblepot de Dany DeVito en Batman vuelve (Batman Returns, 1992), con sus manos con forma de aleta, sus dientes ennegrecidos y su voz que era todo crueldad y astucia. Y algunos seguro que aún se acuerdan del histriónico, casi paródico, Burgess Meredith de la serie de televisión. Pero de lo que seguro nos vamos a acordar con nitidez, así pasen las décadas, es de la inmensa creación que el irlandés Colin Farrell ha firmado con su Oz Cobb, que se aleja premeditadamente de todo lo que hayamos visto anteriormente del personaje y le dota de una humanidad y de una verdad que duele verlas. Este Pingüino, al que nadie llama así salvo para reírse de él, pues lo usan en forma de mote, es un carácter totalmente a ras de suelo, sin excentricidades ni extravagancias de ninguna clase, y que en todas las secuencias que aparece que son la mayoría de la serie– resulta extraordinariamente convincente, eludiendo cualquier línea de menor resistencia y llevando hasta sus últimas consecuencias una personalidad tan problemática como la suya. Se ha filtrado un vídeo de la fiesta fin de rodaje y de las palabras que Farrell, todavía caracterizado, dedica a sus compañeros, con las que agradece el trabajo de todos, pero lo que más agradece es quitarse de encima el maquillaje y el traje y la voz forzada, peajes indispensables para esta creación, de una maldita vez. No es para menos. Viéndola, resulta casi imposible reconocer a este actor salvo en pequeños detalles. Pero no se trata de una de esas caracterizaciones que le hacen el trabajo sucio al actor, sino que en realidad es capaz de sobreponerse a todo eso y hacer algo digno de todo elogio, como si hubiera nacido para interpretarlo, como si los kilos de maquillaje y de un cuerpo que no es el suyo se convirtieran en su misma piel.
Farrell, que ya es un veterano en esto de hacer películas y series, si por algo se ha caracterizado es por ser un actor valiente y arriesgado, que tiene poco que ver con el estrellato, y que se ha ganado su lugar a base de aceptar papeles difíciles de directores exigentes y poco comerciales. Así, en 2004 sorprendió a todo el mundo con su protagonismo en la infravalorada Alejandro Magno (Alexander, 2004), de Oliver Stone, y aún más, si cabe, con su maravilloso Smith de El nuevo mundo (The New World, 2005), de Terrence Malick, y su inolvidable Ray de Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008), de Martin McDonagh. Actor fetiche de Yorgos Lanthimos o Joel Schumacher, incluso en sus elecciones más erróneas ha sabido imprimir carácter, personalidad e imaginación. Pero probablemente sea en El Pingüino donde toda la experiencia y sabidurías acumuladas hayan confluido para crear por fin algo portentoso, en un personaje que bebe de Tony Soprano, pero que posee la suficiente fuerza y originalidad como para desembarazarse de esa abrumadora sombra para alcanzar autonomía y vigencia propias, hasta erigirse en una creación que se le puede situar a la par, o por lo menos muy cerca. Con el descaro y la astucia del propio personaje, no anda muy lejos de Rust Cohle (True Detective), de Walter White (Breaking Bad) o de Jax Teller (Sons of Anarchy) en cuanto a grandeza histórica y narrativa.
Esta Sophia Falcone, siempre en el límite de la locura, engrandece la experiencia de El Pingüino y ayuda a Farrell y él la ayuda a ella a ser todavía mejores actores
Son esos rasgos, ese descaro y esa astucia, son los que desde el minuto uno hacen de este personaje algo tan especial. Porque todo empieza con un arrebato visceral e inevitable: el de un hombre maltratado por la vida que dispara a otro mimado por la vida. El primero Oz, siempre un jefecillo de tres al cuarto a sueldo de los peces gordos, eternamente ridiculizado e infravalorado, y el segundo Alberto Falcone –interpretado por Randall Culver, quien por cierto ya hizo un breve pero crucial papel en The Walking Dead hace unos cuantos años– el heredero de los bajos fondos de Gotham City. Ese asesinato no premeditado, que Oswald va a tratar de ocultar gran parte de la historia, es la chispa a partir de cuyas consecuencias se construye todo lo demás, y que va a servir para que el perdedor/segundón patético que es Oswald decida que ya está bien de que todo el mundo se ría de él. En otras palabras: para que decida creer en sí mismo y arriesgarlo todo para llegar a lo más alto. Y Farrell, ya desde la primera secuencia, que no es otra que la del asesinato, cumple el requisito supremo de toda gran interpretación: no interpretar. No “hacer de”, sino convertirse, transformarse absolutamente, dejar de ser él mismo para ser otra persona, para vivir la secuencia a través de los ojos de esa ficción, desde la voz rota hasta ese andar descompensado con el que parece que va a caerse en cualquier momento. Un andar –escalofriante la escena en la que muestra sus pies atormentados y monstruosos– que es a la vez un truco formidable a través del cual sentir una culpable simpatía por este monstruo, y una metáfora de su frágil existencia, siempre en el filo de una muerte dolorosa, de la que escapa a base de labia y una suerte inmensa, la suerte de los desamparados que ya no tienen nada que perder.
Y no se puede decir que el portentoso Farrell esté solo, porque tiene como antagonista principal a una colosal Cristin Milioti (Nueva Jersey, 1985), una veterana de las tablas teatrales de Broadway que después de una miríada de pequeños papeles como el fugaz que tuvo en El lobo de Wall Street (Wolf of Wall Street, Scorsese, 2013) ha dado un paso adelante y ha creado una maravillosa femme fatale a la altura de las circunstancias y siendo capaz de trascender ese mito. Su Sophia Falcone, siempre en el límite de la locura, siempre a punto de explotar como un barril de dinamita, engrandece si cabe aún más la experiencia de El Pingüino y ayuda a Farrell y él la ayuda a ella a ser todavía mejores actores. La tormentosa, casi siempre tóxica y a veces incluso sórdida, relación entre ambos es una de las glorias de la serie, como también lo es la extraña y retorcida amistad que une a Oz con su improvisado chófer y chico para todo. Ese Victor ‘Vic’ Aguilar, al que da vida con gran acierto Rhenzy Feliz (New York, 1997), en quien no tendrá más remedio que confiar porque a fin de cuentas es otro despojo malherido de la pobreza de la gran urbe, cuyos padres murieron en la inundación provocada por Enigma en el filme de Matt Reeves –el agua, siempre el agua, una y otra vez en la serie, como elemento asociado a la tragedia y al mal–, y que será a la postre el tercer vórtice de este triángulo portentoso de personajes e itinerarios vitales.
Y para agua la que cae sobre Nueva York/Gotham –pues no necesitan “maquillar” la gran urbe al estilo burtoniano para darle personalidad–, que rodea a los personajes con una nitidez, una profundidad y una riqueza visual como pocas veces la habíamos visto. Hace pocos días comentábamos lo evocadora que es New York en manos de Coppola con su Megalópolis (2024), pero esta serie de HBO no se queda atrás. No podíamos escribir sobre esta serie sin poner en valor el enorme trabajo del equipo formado por Darran Tiernan, David Franco, Jonathan Freeman y Zoë White como conjuntados directores de fotografía y su departamento de cámara para conseguir que el New York nocturno –y también el diurno– luzca de manera extraordinaria y sea un personaje más en este crisol de ambiciones, mafias y violencia salvaje. Viendo la serie, los que conocemos la ciudad la vemos de un modo distinto, como si se tratase de otra siendo la misma, o como si nos hubiesen abierto los ojos a una metrópoli oculta a nuestra mirada que por fin se muestra tal cual es. Es decir, lo que toda ficción debe hacer.
La ya mítica HBO
Podríamos decir que la cadena propiedad de Warner Media, que empezó a demostrar de lo que es capaz hace ya un cuarto de siglo, no deja de dar lecciones y de dar puñetazos encima de la mesa cada pocos meses, como haciendo entender que nadie tiene razones para dudar de ella. Lo hizo hace unos pocos años cuando “se atrevió” a producir una miniserie sobre Watchmen (2019) que narraba eventos posteriores al cómic y a la película homónima, y con todo el mundo pensando que iba a ser un desastre absoluto. Lo hizo cuando “se tiró a la piscina” dando a luz a un remake de una serie tan mítica –y tan pasada de moda, todo hay que decirlo– como Perry Mason (2020/2023), y de nuevo cuando estrenó una serie sobre los años gloriosos de los Lakers con Tiempo de Victoria: La dinastía de los Lakers (Winning Time: The Rise of the Lakers Dynasty, 2022-2023), y con la continuación que acaba de hacer de Ciudad de Dios (Cidade de Deus, Fernando Meirelles, 2002). Y ahora mismo lo está haciendo con la nueva serie sobre Dune, y la sorprendente y portentosa Get Millie Black. Es decir, por mucho que algunos, entre los que alguna vez puede encontrarse el autor de estas líneas, arqueen la ceja y se pregunten por la pertinencia de una nueva serie, los de HBO suelen hacer las cosas bien. Y tal cosa ha sucedido con la que ahora nos ocupa. Casi parece que algunos están esperando a que cometa el error mayúsculo que haga que la cadena “se baje los humos”. Pero tal cosa rara vez sucede. No es cuestión tampoco de afirmar que está hecha a prueba de fallos, pero la serie protagonizada por un increíble Colin Farrell es la enésima prueba de que antes de cuestionar nada, lo mejor es verlo y certificarlo.
Los creadores de la serie lo tienen claro: no vamos a cometer la enorme estupidez de ponerle un lado bueno
Además, HBO acierta de pleno al no hacer algo en lo que otras muchas cadenas –no quiero mirar nadie…– habrían caído: edulcorar, blanquear al Pingüino. Lo hemos visto demasiadas veces en demasiadas producciones. Malo, pero no mucho. Cruel, pero sin pasarse. Explicando el pasado de villanos que, oh mala suerte, sufrieron mucho hace años y por eso se han vuelto así. No es el caso, afortunadamente. El Pingüino es un cabronazo sin salvación. Y se regocija en ello. Tiene momentos de compasión, como cualquier ser humano, y nosotros sentimos compasión por él en determinadas circunstancias, pero eso no impide que veamos las cosas como son: es un cabrón despiadado, que hace lo que tiene que hacer para poder sobrevivir y medrar en un mundo despiadado como este. Más aún: podemos llegar a entender –nunca a perdonar– que cometa ciertas barbaridades. Más aún: dado que es el protagonista, y en una ficción sigues al protagonista aunque te pese, terminas queriendo que de una manera u otra triunfe pese a que sabes que es un mal bicho. Pero los creadores de la serie lo tienen claro: no vamos a cometer la enorme estupidez de ponerle un lado bueno.
Por eso, pese a su cojera espantosa, pese a su tormentosa relación con su madre, pese a la mala suerte que le ha vuelto un apestado incluso para aquellos para quienes trabaja, porque no posee el menor atractivo, le dejamos que campe a sus anchas y le concedemos la oportunidad de vengarse de todo y de todos. Pero no con ese final, no con esa despedida. Eso era ya demasiado. Y los creadores lo saben, y el propio Pingüino lo sabe. Tiene que situarse más allá del perdón a los actos más malvados, y allí que se sitúa, sin ningún problema, casi regocijándose en ello. Porque en el fondo, Oz ha aprendido a odiarse a sí mismo, a despreciarse a sí mismo. Y ya está cansado de eso. Si va a despreciarse, que sea por cosas verdaderas, y no del pasado remoto –que a fin de cuentas puede ser manipulado y/o alterado por la cualidad mentirosa de los recuerdos–, sino del más acuciante presente. El final de la serie se nos pega a la retina de manera despiadada, pegajosa, pestilente. Es el triunfo final de una serie con la que HBO vuelve a situarse en lo más alto de las factorías de ficción televisiva de la historia del cine –porque el cine, hay que decirlo ya, no son solamente los largometrajes de ficción proyectados en una sala– y a plantear la posibilidad, nada remota, de que en un futuro la solución se encuentre en un punto medio entre una serie y una película tradicional.
El Pingüino no inventa nada. Ni falta que le hace. Vuelve a contarnos otra historia de familias mafiosas enfrentadas, y del tipo con más labia y más caradura del mundo traicionándoles a diestra y siniestra, siendo más listo y más despiadado que ellos, caminando siempre sobre el filo de una hoja de afeitar, tirando los dados a cada movimiento y resignándose a las vueltas del dios del azar. Pero lo que cuenta la serie lo cuenta tan bien que parece que no lo hemos visto nunca antes, y con dos actores, Farrell y Milioti, para la historia. En 2014, 2017 y 2019 la HBO ya había asombrado a los más veteranos con True Detective, Heridas abiertas (Sharp Objects) y Euphoria, respectivamente. Con esas ficciones, la cadena había llegado más lejos, quizá, de lo que antes nadie llegó, proponiendo para la evolución del cine como arte algo parecido a lo que en literatura propusieron, hace ya casi un siglo, figuras como William Faulkner, Virginia Woolf, Hermann Broch o Thomas Mann. Pero probablemente eso es materia para otro momento y otro texto. Por ahora, limitémonos a terminar este y a volver a ver, entera, The Penguin.
La primera y la última imagen de El pingüino (The Penguin, 2024), la serie limitada –no habrá más temporadas– que HBO ha estrenado desde septiembre a noviembre de este año, no pueden ser más elocuentes. No voy a decir cuál es la última, porque uno de los objetivos de esta pieza es que el lector,...
Autor >
Adrián Masanet
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí