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Europa (para nosotros)
“Oropa” es descubrir que nuestra roca es un deseo y una frustración: todo a la vez, todo dentro de un cuerpo que quiere siempre, ante todo, vivir
Karima Ziali 24/02/2025
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Estrecho de Gibraltar, en una imagen tomada en 2006. / Gaspar Serrano
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¿Qué es Europa? Mi abuela decía “Oropa”, una mujer rifeña que apenas había salido de su aduar para casarse. Recorrió unos escasos kilómetros, cruzó un río a lomos de una mula y llegó a la casa que dirigiría, primero con maternidad y luego con mano de suegra. Mi abuela vivió bajo dominio español y vio caer la tormenta mostaza del cielo antes de aprender a creer en Dios. Desconozco la guerra que se libró en el corazón de mi abuela. Tan solo la intuyo.
Es cierto que cuando ella decía “Oropa”, España todavía no era lo suficientemente “Oropa”. Era un país casi, a punto de, en la brevedad de devenir un Estado miembro, como si fuera un brazo perdido a la deriva y de repente encontrara el cuerpo al que pertenecía. España empezó a ser “Oropa” para mi abuela cuando mis padres bajaban con el coche ahogado de cajas y maletas, y otros tantos subían a contracorriente tratando de no ahogar sus vidas en el mar. El Mediterráneo es el tránsito de una cloaca, y su podredumbre se disimula a base de perfume. “Oropa” era un deseo, una promesa de horizonte rectilíneo después de una vida curva. Para mi abuela, “Oropa” no podía ser sino una herida y un remedio: todo a la vez.
Me pregunto cómo debió ser para ella separarse de sus hijos: todos ellos buscando en Europa a una madre y dejando otra atrás, en una aridez insostenible. Mi abuela, amputada de maternidad, recuperaba sus miembros en el mes de agosto cuando todos hacían acto de presencia. En este viaje, se deja la tierra, se gana el mar y se pierde, siempre se pierde, la cotidianidad de decir “madre”.
Ella, mi abuela rifeña, decía “Oropa” como quien dice “sueño”
Ella, mi abuela rifeña, decía “Oropa” como quien dice “sueño”. Jamás conoció a sus hijos vestidos con botas negras de seguridad, ni con el mono gris de fábrica, tampoco conoció de ellos el olor a hierro, a cadena de montaje, a pintura industrial. Los sueños, abuela, también huelen a obrero. Ella por supuesto, sabía muy bien lo que pretendía desconocer: la vida que se sostiene sobre la delgada línea de la alegría frente al dolor.
¿Qué es “Oropa”? Mi padre desfilando a las seis de la mañana, el sonido del café en un vaso de cristal, la sincronía del rifeño, con el catalán y el castellano, mi madre envolviendo bocadillos en papel de aluminio. “Oropa” es un legado que se adhiere a la piel con la grasa de una vieja maquinaria. “Oropa” suena a oro, pero abuela, tan solo es oropel.
Fue de oro cuando busqué sin saberlo una forma de no ser otra. Entonces, los Derechos Humanos eran un libro sagrado. Palabra humana, sobre hojas blancas. Yo los reclamé míos y lo retuve sobre mi piel para que me traspasasen: con esto, dije, soy europea. Pero, ¿cómo pedir algo que siempre ha sido mío? Estos Derechos que parece que de repente me alisen el pelo, me conviertan en una rubia de tez clara y conviertan mi nariz norteafricana en un guisante digno de la corte secular francesa, son míos con toda mi africanidad y mi amazighidad. No reclamo, solo heredo lo que me pertenece.
Durante la carrera leí a Albert Camus como si mi vida dependiera de ello. Y me decía a mí misma: un francés que quiere ser argelino. En ese tránsito, siempre he pensado que Camus olvidó que su deseo era prerrogativa de su privilegio: pretendió tomar algo que contrarrestara su posición, solo para encontrar un sentido al lugar que ocupaba en esa sociedad colonial. De Camus retengo a su Sísifo en la memoria.
De este mito, de Sísifo, conocemos mejor su condena que sus actos condenatorios. Su castigo le sirvió a Camus para poner el dedo en la llaga o lo que es lo mismo, para señalar la absurdidad de la vida. Sísifo agota a Zeus, dios (auto)escogido del Olimpo, y como expiación debe cargar una roca hasta la cima de una montaña, pero justo antes de culminar su ascenso, justo cuando se cierra la línea recta sobre sí misma, una fuerza incontrolable la atrae de nueva cuesta abajo. Sísifo está condenado al sinsentido, cierto, pero Zeus, también: por su ausencia de tacto y contacto con la humanidad sabe muy bien cómo castigar.
De este mito, lo que siempre quise entender, lo que realmente me mantenía en el absurdo, no era la vida áspera y fútil de Sísifo, sino esa fuerza que atraía una y otra vez la roca hacia la cima y de nuevo, y sin remedio, hacia la falda misma de la montaña. El absurdo no es el gesto, sino la fuerza que nos condena a repetir una y otra vez el mismo acto.
Esta fuerza que sostiene el absurdo es la que mantiene la polaridad necesaria para que los dioses sean dioses y Sísifo, una anomalía en el orden divino. Esta fuerza es la tensión que mantiene el deseo, que para Sísifo es alcanzar la cima y, para los dioses asegurarse de que no ocurra. Europa es por sí misma esta fuerza absurda. Es una fuerza de atracción y un rechazo, un amor y un odio que convergen sobre la solidez de los cuerpos. Sísifo y Zeus habitando Europa.
Para mí, Europa ha sido durante mucho tiempo una fuerza de atracción y de amor
Para mí, Europa ha sido durante mucho tiempo una fuerza de atracción y de amor. De esta forma, Europa empujaba en la misma dirección ascendente que la mía. A pesar de la pesadez del Rif, de mi amazighidad, del pelo afro, de la piel que nunca se pone blanca, del NIE, la oficina de extranjería y la huella dactilar en un rectángulo oficial, del limbo auditivo de mi nombre, del apellido hecho pedazos en un deletreo automático, del grado de adherencia, simpatía o rebote visceral contra el islam, de la tolerancia al jamón, al alcohol y a toda la ristra de atentados bajo nombres, que entonces sí, son pronunciables… Y aún el peso, la fuerza de Europa me mantenía en una ligereza onírica. El ascenso, entonces, no es solo un deseo, sino que es un acto de hacer cima: Europa aparece a la distancia alcanzable de un parpadeo.
Pero entonces, ¿qué sentido tiene el descenso?, ¿soy yo la que desciende?, ¿por qué hay algo que me expulsa del preludio del paraíso? Por mucho que busque una sujeción, solo encuentro tierra en mis uñas. Y, en todo caso, ¿dónde agarrarse? Europa es una fuerza y no se la puede arañar. Es una fuerza que escupe todo aquello que no puede digerir, aun cuando en su carta fundacional parecía que el menú rebosaba de tolerancia alimentaria.
La piedra empieza a descender, en un movimiento sísmico y difuso que empuja hacia la horizontalidad. En esta inclinación repentina, la roca arrastra consigo a la Europa de los refugiados selectivos, de la tolerancia a la excepcionalidad aceptable pero no a la diferencia, de la colonialidad inasumible, de la guerra lejos, aunque sea con armas made in UE, de los billetes bilaterales sellados con cooperación Norte-Sur global. Pero quizás, más que nunca, la Europa que termina por movilizar la roca, mi roca, colina abajo, es la fuerza que llora un Holocausto y financia, respalda y promueve un genocidio.
No se trata de hipocresía, ni de una doble vara de medir. Son parámetros tan calculables, que no alcanzan a dar razón del absurdo. “Oropa”, para nosotros, es descubrir que nuestra roca es un deseo y una frustración: todo a la vez, todo dentro de un cuerpo que quiere siempre, ante todo, vivir.
¿Qué es Europa? Mi abuela decía “Oropa”, una mujer rifeña que apenas había salido de su aduar para casarse. Recorrió unos escasos kilómetros, cruzó un río a lomos de una mula y llegó a la casa que dirigiría, primero con maternidad y luego con mano de suegra. Mi abuela vivió bajo dominio español y vio...
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Karima Ziali
Escritora, filósofa y antropóloga. Nacida en Marruecos y criada en Catalunya, se dedicó a la docencia hasta que decidió tomarse en serio como escritora e investigadora. Colabora con diferentes publicaciones y con una escuela feminista. Instalada en Granada desde hace unos meses, se dedica a la investigación sobre sexualidad e Islam.
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