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Tiene algo de especial la Milán-San Remo, la carrera que todo los años inaugura los cinco Monumentos del ciclismo. Tiene algo de especial una prueba que recorre la llanura lombarda para bajar después hasta el mar, que empieza con las montañas en fondo de postal y termina en un largo paseo junto a las olas del Mediterráneo. Tiene algo de especial, sí, una carretera que comunica dos Italias a través de un túnel, el del Passo Turchino, aquel por el que Coppi pasó como una exhalación en 1946, arriva Coppi, arriva, dando metafóricamente a luz a un nuevo Estado italiano tras la Segunda Guerra Mundial. Una carrera que llega casi a la frontera con Francia, hasta esa línea trazada en 1860 por las armas del Segundo Imperio Francés, sangre en el recuerdo de Garibaldi, unificador que nunca pudo unificar su Niza natal. Tiene algo de especial, claro, esta epopeya que llaman la Primavera y que en no pocas ocasiones es mordida por el invierno más cruel.
No es, no solo, un palmarés trufado de grandes campeones. No es, no puede serlo, el hecho de suponer el inicio de la gran temporada ciclista. Tampoco su venerable antigüedad. No, algo más. Es la leyenda, es el llenar la retina de imágenes icónicas, de historias que justifican todo un siglo de deportistas compitiendo encima de una bici por ver quién llega el primero. Eso es.
Tiempos heroicos en el norte de la recién nacida Italia. Un año antes de la primera edición una carrera automovilística de parecido recorrido se había celebrado con resultados escalofriantes: solo dos de los participantes llegan a la meta. Es 1906 y nunca sabremos qué llevó a los organizadores a pensar que unos simples ciclistas podrían tener más aguante, más resistencia, que los coches, pero lo cierto es que en 1907 la Milán-San Remo conoce en la figura de Lucien Petit-Breton a su primer ganador. Otro día habrá que hablar sobre este formidable ciclista, bretón obstinado que competía con pseudónimo debido a la oposición paterna (su verdadero apellido era Mazan), ganó dos Tours de Francia, se nacionalizó argentino, batió el récord de la hora y finalmente encontró la muerte en 1917, en el frente de las Ardenas…
La competición había sido un éxito, un suceso formidable con mucha animación, escribe el semanario católico L´Armonia. Hasta 14 de los 33 corredores que tomaron la salida (sobre 62 inscritos) alcanzaron la meta, lo que convendremos que supone un tanto a favor de los ciclistas frente a los automóviles. Solo una pega: Giovanni Gerbi, segundo clasificado, era rebajado a la tercera plaza acusado de irregularidades. Pero sobre esto el periódico no se queja demasiado: Gerbi era de izquierdas y ateo, así que tampoco vamos a hacer un escándalo por alguien tan poco recomendable.
Días de vino y rosas. Buena organización, buenos premios, un palmarés que se prestigia año a año. Y al fondo, la cálida caricia del sol primaveral. La carrera perfecta, la del rostro amable, la de la sonrisa franca. Al menos hasta 1910.
El 3 de abril de ese año se va a disputar la edición más dantesca de esta clásica. Al salir los 71 participantes de Milán el frío es intenso, pero el cielo aun luce azul y será en la larga llanura hasta Pavía cuando torne a un intenso gris perla, y los primeros copos de nieve empiecen a caer. El Turchino está cerrado, escuchan los ciclistas, no podremos subir. No importa, la carretera sigue sin detenerse, esto es ciclismo. Al llegar al puerto de montaña que comunica la llanura ligur y la costa mediterránea la situación se pone dramática. Nieva, nieva tanto que apenas se ve un puñado de metros más allá, ciclistas abandonando en un constante goteo, más de veinte centímetros de nieve mordisqueada por finas ruedas sobre un camino que apenas recuerda su nombre. Y allí, en ese espanto, surge él.
Él es Eugène Christophe, le vieux Gaulois, el Cricri que adoran las masas. Llegará segundo a la cima del Turchino, ese paso infernal, a unos diez minutos del líder Van Hauwaert, pero pronto la carrera se convierte en cuestión de supervivencia. La tempestad arrecia sobre Christophe, cubriendo su figura de nieve, una esfinge como la del Arthur Gordon Pym encima de la bicicleta. Pasa junto a un bulto de mantas al borde de la carretera. Es Cyrille Van Hauwaert. No puedo más, abandono, dice, y ahora es el galo el líder. Pero ahí todo empieza a ir mal, todo comienza a hacerse borroso en su mente. Pedaleaba, me bajaba de la bicicleta, corría, volvía a subirme a la bicicleta, pedaleaba y a los pocos metros estaba congelado y tenía que desistir. Entonces volvía a correr. Un poco más allá siento calambres en el estómago y avanzo con una mano en el manillar y otra sobre la barriga. Me detengo y me tumbo apoyado en una roca, al borde del camino. El frio me paraliza, tan solo puedo mover ligeramente la cabeza a los lados. El resto del cuerpo está congelado. Pienso que me muero allí mismo.
Entonces escucha unas palabras, signore, signore, casa, casa. Apenas logra comprenderlas, apenas siente cuando lo cogen en brazos y lo llevan hasta un albergue cercano. Agua caliente, un par de vasos de licor hirviendo, ropas y ropas sobre él. Algún masaje vigorizante aquí y allá. Y los ojos, siempre los ojos del ciclista, fijos en la ruta. El hombre que hace unos minutos estaba a punto de desvanecerse sobre la nieve lucha ahora por volver a ella. Está mirando por la ventana y no ha visto pasar ningún corredor, aún puede vencer esa carrera si sus salvadores dejan de atenderlo, si le permiten que vuelva allí afuera a hacerse daño. Porque de eso se trata al final, de la decisión consciente de hacerse daño, de llegar hasta el límite de la resistencia humana y, sencillamente, superarlo. Intenta convencerlos, pero no le dejan, es un suicidio, no pueden cargar con eso sobre sus conciencias. Al final el galo se hace entender, pedaleará solamente unos kilómetros, hasta Voltri, y allí se subirá al tren. Embaucador. ¿Prometido?, prometido. Logra escaparse de aquel techo salvador con unos pantalones, largos y gruesos, que le han prestado. Al salir del albergue se cruza con Edouard Paul y Van Hauwaert, que, quién puede sorprenderse a estar alturas, ha resistido la tentación de abandonar. Ambos se abalanzan sobre la estufa, sin hacer caso a Christophe. Estás loco, le dicen.
Cuando retorna a la carrera se lanza al largo descenso hasta San Remo. Luego dirá que el cielo está casi despejado en aquella vertiente de las montañas, que la nieve ha creado paisajes maravillosos, que apenas llega a pasar miedo porque estaba acostumbrado a correr en ciclocross con condiciones similares. Apenas… Devora kilómetros sin pensar en nada, con la meta como único objetivo. A poca distancia de San Remo vuelve a bajar de la bicicleta y corta con unas tijeras sus pantalones, un ciclista no puede entrar vencedor de una carrera como esta en pantalón largo.
Eugéne Christophe vence en la marinera San Remo. Ha tardado casi doce horas y media en recorrer los 289 kilómetros que lo separan de Milán. Unos minutos después cruza la línea de meta Luigi Ganna, un segundo clasificado que nunca será recogido por los libros de Historia. ¿La razón? Hizo casi la mitad del recorrido subido en un automóvil. Así la estadística contará que tras Christophe, y más de una hora después, entró el italiano Giovanni Cocchi. Marchese fue tercero y Enrico Sala cuarto…y último.
Christophe llega así al Gotha, pero lo hace con unas consecuencias terribles para su salud. Ingresado durante un mes en un hospital transalpino para recuperarse de la hipotermia y la pulmonía posterior, tardará casi dos años en volver a mostrarse competitivo encima de una bicicleta. No importa, está en la leyenda. En esa que seguirá escribiendo años después, cuando sea el primer hombre en vestir el maillot amarillo del Tour de Francia. O cuando arregle a mano, en una fragua de Saint-Marie de Campan, la horquilla que ha roto bajando el Tourmalet. O antes, cuando descienda este mismo puerto campo a través, bicicleta al hombro, llorando por la oportunidad perdida. Ese era Eugéne Christophe, le vieux Gaulois, el viejo galo, aquel que dejó la mitad de su vida en una gélida jornada de 1910 entre Milán y San Remo.
Tiene algo de especial la Milán-San Remo, la carrera que todo los años inaugura los cinco Monumentos del ciclismo. Tiene algo de especial una prueba que recorre la llanura lombarda para bajar después hasta el mar, que empieza con las montañas en fondo de postal y termina en un largo paseo junto a las...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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