Cholo Simeone.
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“Puede que no parezcan campeones, pero lo son”. Desde el primer día de colegio de Simeone, ídolo de la afición, tuvo que ganarse el respeto desde el banquillo. Lo hizo recuperando la autoestima del grupo. El objetivo: fusionar escudo, equipo y afición. Un reguero de triunfos y títulos (cinco en cuatro años) rearmó la moral atlética. Respeto y memoria: los datos no mienten. Recibió un equipo de cadáveres y lo transformó en un campeón. Su Atlético pisoteó, partido a partido, la prótesis diseñada, durante años, por corifeos de la prensa, ágrafos de poca monta y supuestos atléticos de ética variable. Su Atleti ya no se arrastraba, ya no palidecía ante la adversidad, ya no temblaba ante los grandes, ya no renunciaba sin pelear, ya no se revolcaba, como un marrano en una charca, en aquella soberana memez de la estética del perdedor. El Atlético de Simeone, religión más que equipo, misión más que club, fe más que razón, canalizó la energía negativa que rodeaba al club y, después de años de conformismo y resultados de comparsa, construyó su discurso: “Si se trabaja y se cree, se puede”. Se trabajó y se pudo. Contra viento y marea. Con partidos buenos y malos, pero se pudo. Y más allá de rachas negativas y partidos horrorosos, que los ha habido, durante estos cuatro últimos años, el Atlético ha seguido compitiendo como si no hubiese mañana, convencido de que no hay un premio más estimulante que demostrar a los que no creen que sí, que siempre se puede.
No hay nada más reconfortante que hacer aquello que los demás te repiten que no puedes hacer. El Atlético lleva cuatro años en eso. Ahora no quiere ser un equipo simpático, sino uno serio. Ya no se conforma con una colleja cariñosa, ahora suele repartirlas él. Ya no recoge las migajas que se le caen del suelo al Madrid y al Barça, sino que ahora reivindica su derecho a sentarse en la mesa junto a ellos. Ese nuevo estatus, forjado con camiseta, pertenencia y sudor, se ha construido latido a latido. Y ahí, en esa tarea, al tener éxito, Simeone ha chocado con un enemigo exterior. Uno que no tolera que el equipo sea alternativa de poder. Uno que no transige con la felicidad atlética. Uno que no está dispuesto a permitir que el que no podía hacer nada siga demostrando que puede. Cruyff lo llamaba entorno. Simeone, que tiene una intuición poderosa, estudió el método de sus fiscales: a cada victoria, una pega; a cada título, un descrédito; a cada temporada, una nueva campaña. Cuando ganó la Europa League, se dijo que era el campeón de la Copa de Orcasitas. Cuando logró la Supercopa de Europa, que Falcao se iría al Madrid. Cuando ganó la Copa, se dijo que jugaba a pelotazos. Cuando fue campeón de Liga, que era un equipo violento. Cuando llegó a la final de la Champions roto por las bajas y se quedó a un minuto de ganarla, que había puesto un autobús. Cuando ganó la Supercopa de España, que era un equipo cicatero y rácano. Por cada título, un pero. Por cada temporada en la élite, un palo en la rueda. Simeone advirtió: “No consuman”.
Hoy, con el equipo en obras (no es una sopa instantánea, no funciona así), con un presupuesto de rico respecto a 17 equipos y de pordiosero respecto a Madrid y Barça (más de 400 millones de euros de diferencia y subiendo), Simeone sigue combatiendo, en soledad y sin ayuda de sus superiores, a los que le niegan el pan y la sal a su equipo. Año nuevo, palo nuevo, han sacado la artillería: le colocan el papel de favorito para ganar la Liga (curioso, son los mismos que antes se reían de las posibilidades del Atleti), le presionan con el mantra de “la mejor plantilla de la historia del club” (su calidad se demostrará a final de temporada, nadie creía que los que ganaron la Liga eran los mejores y lo fueron), le condicionan el estilo (es kafkiano que, después de cuatro años, el Cholo tenga que justificar la genética del Atlético y su historia), cuestionan su relación con la grada (dicen que se pitan sus cambios, pero silencian que toda la grada corea su nombre en cada partido), le buscan sustitutos cada semana (que si se va al City, que si a Argentina, que si vendrá Mourinho --risas enlatadas--, que si se marchará al Inter) y ahora, la última moda pasa por afearle a Simeone festejar, desaforadamente, un gol en el último minuto al digno Sporting de Gijón, un equipo valiente, con menos presupuesto que los colchoneros y que vendió muy cara su piel.
"¿Cómo se atreve el Cholo a celebrar un gol así, de manera tan exagerada?". Es muy simple. Está enamorado de la camiseta que defiende, siente como un hincha y lleva al Atleti en lo más profundo de su alma. Su grito fue una liberación. El modo de exteriorizar la rabia que produce ver cómo una y otra vez se miente sobre el equipo. Fue una rebelión ante los que eran felices cuando el Atlético se arrastraba por los campos de Segunda. Fue un grito para sacar toda la frustración de un equipo que trabaja, pero que parece negado y se rebela contra su destino. Fue la descarga de quien vive presionado, por tierra, mar y aire, para que abandone una casa que siente suya. Fue el grito desesperado de un hombre que se equivoca, como todos, pero que trabaja para levantar títulos y no para contentar oídos. Su grito fue el del Calderón. El del hincha que, después de años de abandono y maltrato mediático, no pide que hablen bien de su equipo, ni de su entrenador. Sólo pide que, de una vez por todas y para siempre, les dejen en paz.
“Puede que no parezcan campeones, pero lo son”. Desde el primer día de colegio de Simeone, ídolo de la afición, tuvo que ganarse el respeto desde el banquillo. Lo hizo recuperando la autoestima del grupo. El objetivo: fusionar escudo, equipo y afición. Un reguero de triunfos y títulos (cinco en cuatro años)...
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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