FONDE DE ARMARIO
De niños a monstruos
Raúl Gay 6/01/2016
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Agota Kristof
El gran cuaderno - Trilogía Claus y Lucas
El Aleph, 2014
Traducción: Ana Herrera
158 páginas
No me considero un lector especialmente impresionable. Por muy duro que sea lo que cuenta un libro, pocas veces me he apartado de él para tomar un respiro antes de proseguir; la única que ahora recuerdo fue mientras leía El pianista del gueto de Varsovia, cuando el narrador muestra la fría crueldad de los oficiales nazis. Estamos acostumbrados al audiovisual y parece difícil estremecernos sin la imagen, sin el plano escogido a conciencia y sin la música que acentúa la escena. Sin embargo, también es posible estremecerse con un texto, y más si escoge el camino opuesto: la sequedad total. Es lo que sucede con El gran cuaderno, la primera parte de la trilogía escrita por Agota Kristof hace 30 años.
La novela comienza cuando una madre deja a sus hijos, dos gemelos preadolescentes, en casa de su abuela, a la que nunca han visto. La guerra arrecia y espera que sobrevivan en el pueblo, lejos de las grandes batallas y los constantes bombardeos. La abuela no los quiere, lo primero que dice a su hija define bien su carácter:
—¿Mis nietos? Ni siquiera los conozco. ¿Cuántos son?
—Dos. Dos chicos. Unos gemelos.
La otra voz dice:
—¿Qué has hecho con los otros?
Nuestra madre pregunta:
—¿Qué otros?
—Las perras tienen cuatro o cinco cachorros cada vez. Se guardan uno o dos y los demás se ahogan.
La otra voz se ríe muy fuerte. Nuestra madre no dice nada y la otra voz pregunta:
—¿Tienen padre, al menos? No estás casada, que yo sepa. No me has invitado a tu boda.
—Sí que estoy casada. Su padre está en el frente. No tengo noticias de él desde hace seis meses.
—Entonces ya puedes ponerle una cruz.
Toda la novela narra la transformación de los gemelos, que pasan de ser unos niños indefensos a unos auténticos monstruos. La relación con la abuela no es propia de una familia; parece más bien la que se crea en una cárcel o un campo de concentración.
La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre todavía tenía madre.
Nosotros la llamamos abuela.
La gente la llama la Bruja.
Ella nos llama «hijos de perra».
Los niños trabajan, ella da órdenes y les insulta y, a cambio, reciben comida mediocre. La casa está llena de suciedad, nadie se lava y los gemelos duermen en un banco de la cocina.
Al principio ni siquiera nos apetecía comer, sobre todo cuando veíamos cómo preparaba la abuela la comida, sin lavarse las manos y limpiándose los mocos con la manga. Después ya no hacemos caso. [...]
Cada vez estamos más sucios, y nuestra ropa también. [...]
La letrina está al fondo del jardín. Nunca hay papel. Nos limpiamos con las hojas más grandes de determinadas plantas. [...]
Ahora tenemos un olor mezcla de estiércol, pescado, hierba, setas, humo, leche, queso, barro, porquería, tierra, sudor, orina y moho.
Ahora olemos mal, como la abuela.
Los castigos corporales son frecuentes; para soportarlos, entrenan su cuerpo.
Vamos desnudos. Nos golpeamos el uno al otro con un cinturón. Nos vamos diciendo, a cada golpe:
—No ha dolido.
Nos golpeamos fuerte, cada vez más y más fuerte.
Pasamos las manos por encima de una llama. Nos cortamos con un cuchillo el muslo, el brazo, el pecho, y nos echamos alcohol en las heridas. Cada vez, nos decimos:
—No ha dolido.
Al cabo de un cierto tiempo, efectivamente, ya no sentimos nada. Es otro quien siente dolor, otro el que se quema, el que se corta, el que sufre.
Nosotros ya no lloramos.
Ponen en práctica de diferentes formas este entrenamiento para hacer frente a la realidad. Se insultan mutuamente para que las palabras no duelan; así, la abuela o la gente del pueblo puede insultarlos y no les afecta. También practican lo que ven. Una mujer es ciega y sorda y tratan de sentir lo mismo. Si se encuentran con un hombre que no ha comido en días, ellos ayunan. Pero en esa imitación siempre hay un punto de crueldad, de endurecimiento del espíritu. El día que ayunan, la abuela mata un pollo y lo asa; nunca antes había cocinado tan bien. Por fin, idean un ejercicio para practicar la crueldad y matan un animal tras otro de diferentes formas. Ya no son niños.
Una clave de la novela es que está narrada en primera persona del plural, una técnica muy poco habitual. Los protagonistas actúan y piensan como uno, casi parecen una sola persona. En esta situación de sufrimiento e inseguridad, se aferran a lo que es verdad; rechazan los sentimientos, quieren hechos. Esta forma de pensar (que se percibe en el estilo de la novela), queda clara en el modo en que utilizan un cuaderno, en el que escriben su día a día:
Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.
Por ejemplo, está prohibido escribir: «la abuela se parece a una bruja». Pero sí está permitido escribir: «la gente llama a la abuela “la Bruja”». [...]
Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.
Un ambiente de degradación moral empapa toda la novela. Los personajes están destruidos física y mentalmente, la guerra los ha aplastado y se vuelven miserables y crueles. Una vecina, adolescente, vive de robar; es pobre y está sucia, a veces ofrece sexo a cambio de comida. Los niños rechazan una felación y le tienden una fruta:
Ella se pone a gritar:
—¡No quiero vuestra fruta, vuestro pescado, vuestra leche! Todo eso lo puedo robar. Lo que quiero es que me queráis. Nadie me quiere. Ni siquiera mi madre. Pero yo tampoco quiero a nadie. ¡Ni a mi madre ni a vosotros! ¡Os odio!
El estilo frío y seco hace que toda la narración suceda a una cierta distancia. No hay adjetivos apenas, no hay descripciones, la autora no se detiene en un punto de la historia. Chantaje, robo, palizas, violaciones.. todo aparece casi enunciado, con la misma importancia que otras acciones. A medida que avanzaba la novela, me recordaba a La cinta blanca, de Michael Haneke, donde el dolor y la crueldad se muestran también de un modo muy particular.
Hambre, frío, palizas, violencia, sexo no consentido... Los niños ven, experimentan y aprenden; utilizarán lo vivido en el futuro ya que, como repiten, “nunca olvidamos nada”.
Un mundo duro endurece a las personas y lo que antes era cruel e inhumano se convierte en habitual. En el último tramo, los hermanos aplican a situaciones reales los ejercicios practicados durante los meses anteriores. Definitivamente, se vuelven monstruos. Es durante la lectura de estas páginas cuando es imposible no estremecerse, no apartar la vista y respirar hondo...
El gran cuaderno es un libro poderoso, duro, no apto para todos ni para cualquier momento. Iba a escribir que es necesario para despertar de la anestesia a la que nos someten los informativos y pensar en lo que sufren aquellos que hoy viven una guerra, pero no. La literatura no sólo debe “servir”. El gran cuaderno puede ser leído así pero, ante todo, es un gran ejercicio literario, en el que somos testigos de una profunda y dolorosa transformación de los protagonistas. Y esa sí es una buena razón para leerlo.
Autor >
Raúl Gay
Periodista. Ha trabajado en Aragón TV, ha escrito reseñas en Artes y Letras y ha sido coeditor del blog De retrones y hombres en eldiario.es. Sus amigos le decían que para ser feliz sólo necesitaba un libro, una tostada de Nutella y una cocacola. No se equivocaban.
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