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París-Dakar

El sueño del Ténéré

Sabine abandona su moto, huye de ella. Ha terminado con el agua, y la revelación se le aparece diáfana, tranquila, casi natural. Va a morir, claro que va a morir

Marcos Pereda 6/01/2016

<p>Thierry Sabine, el 4 de enero de 1986, apenas unos días antes de morir en un accidente de helicóptero durante el Rally París-Alger-Dakar </p>

Thierry Sabine, el 4 de enero de 1986, apenas unos días antes de morir en un accidente de helicóptero durante el Rally París-Alger-Dakar 

Wikipedia

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“La pista”, dice Michel Merel, “es como el mar. Si no lo crees, tienes un problema. La pista, la pista de arena, me aterroriza, como el mar a los marineros. No es tiempo de jugar con ella, no es tiempo de hacerse el artista. Respeto”.

Es 26 de diciembre de 1978 y hace frío en la plaza parisina del Trocadero. Quien más quien menos hace chistes con ello, se nos van a llenar las barbas de escarcha, yo no he venido aquí a helarme, para cuándo el calor, para cuándo. Thierry Sabine sonríe. Sabe lo que les espera a los pilotos de los 182 vehículos que se apiñan bajo la Torre Eiffel. Su sueño, nada menos que su sueño. Eso les espera.

Casi dos años antes, en enero de 1977, Thierry Sabine es un hombre condenado. Compite en el rally Abidjan-Niza, y ocupa una buena cuarta plaza a lomos de su Yamaha XT 500 cuando todo sucede. Sus habilidades de navegación le han jugado una mala pasada, y la ruta adecuada, la que sigue la competición, la que recorre un mundo civilizado, queda al este. Muy al este. Sabine se encuentra en las primeras estribaciones del Desierto del Ténéré, aquellas donde las piedras y las pequeñas colinas aún no han desaparecido y dado paso a inmensas dunas hasta donde alcanza la vista. Y la razón, sobre todo la razón. Sabine lo entiende. Está perdido, en todos los sentidos de la palabra. Sufre una caída que deja inservibles su brújula y su reloj. Cualquier anhelo de supervivencia se va con esos últimos lazos que lo atan al siglo XX. No hay esperanza. Y entonces ocurre. La epifanía. Siempre en el desierto.

Serán dos días y dos noches con Sabine moviéndose durante las horas de luz bajo un sol abrasador, inmenso, intangible. En un momento dado siente claustrofobia, nota cómo la ausencia de cualquier tipo de sombra en muchos horizontes a la redonda se pone a juguetear con su razón hasta retorcerla, hacerla inservible, dejarla maltrecha. Sabine abandona su moto, huye de ella, de esa máquina maligna, deja de ser centauro, vuelve a ser, solo, hombre. Se quita las botas y avanza por la arena en calcetines, chupando una piedra que ha tomado del suelo para seguir salivando. Ha terminado con el agua, y la revelación se le aparece diáfana, tranquila, casi natural. Va a morir, claro que va a morir. Va a morir allí, de sed, de agotamiento, de la misma locura. Y Sabine se sienta, deja a sus ojos vagar por una inmensidad llena de vacío, por aquella luz, la luz, sobre todo la luz. Es un paisaje feérico, es total y absolutamente ajeno, como de otro planeta. Sabine se hace una promesa: si sale con vida de allí eliminará todo lo superficial de su existencia. Y se levanta, camina unos pasos, poco a poco. Coge una piedra grande, luego otra, las va alineando. Es un trabajo de horas, una tortura de Tántalo cruel con un calor que se empeña en maltratarlo. Pero lo consigue, ha creado una cruz de varios metros que piensa podrá verse desde el aire. Entonces se tumba, se tumba a esperar. Algo, porque la muerte también es algo. El zumbido lejano de un avión pilotado por Jean Michel Siné apenas consigue sacarle de sus ensoñaciones. Cuando lo escucha una única idea se fija en su mirada: desea volver. Volver al desierto.

En Trocadero el viento gélido que viene del Sena se cuela entre las ropas de los participantes. Sabine, inquieto e hiperactivo, pasea entre motos y coches, saludando a todos, dejando una palabra de ánimo particular para cada cual. Al final, cuando ha tocado, sentido, amado a cada miembro de su caravana, se yergue ante esa figura amorfa hecha de máquinas y personas, y habla. Cuenta su historia, habla de quimeras, de descubrimientos, de la intensidad de estar y sentirse vivos. Habla de una leyenda que nace, de una prueba que será un reto para los que compiten y un sueño para los que se quedan. Sus expresión es casi extática. Un pionero, un poeta del aire. Pocos minutos después el Rally París-Argelia-Dakar vive su primera especial, un prólogo disputado en un terreno militar en Orléans. Apenas un detalle, pero suficientemente simbólico. Más tarde los participantes partirán en dirección a África la misteriosa, África la exótica, África la salvaje.

Por delante nada menos que 10.000 kilómetros hasta llegar al Lago Rosa de Dakar. Y, aunque de forma no reconocida, una catarsis de chovinismo y nostalgia colonial. El primer recorrido sale de Francia y entra en África por Argelia, para más tarde pasar a Chad, Mali, el Alto Volta y terminar en Senegal. Territorios de habla francesa, algunos, incluso, con un pasado sangriento reciente frente a la metrópolis, como Argelia. Pero nada de eso importaba. La magia de África, eso buscaba, eso decía que buscaba, Thierry Sabine. Y la luz del Ténéré. Y eso consiguió.

Pero todo era muy rústico, casi artesanal en aquel primer Dakar. Cyril Neveau, que será el vencedor final (la clasificación mezclaba coches y motos), recuerda cómo en 1978 no llevaba ni siquiera mochilas de cuero, y cómo en la primera etapa plenamente desértica, plenamente africana, todas sus herramientas cayeron entre las piedras y tuvo que meterlas dentro del mono, sobre su propia piel…

Habrá, claro, más problemas. Los dioses del desierto se irritan con aquellas máquinas tan ruidosas que rompen su silencio de piedras quebrándose y arenas mecidas por el viento, y atacan con fiereza al Dakar, dificultando sobremanera el avance de los automóviles, algunos verdaderas antiguallas que estaban perfectamente adaptadas a los rallies que se habían disputado hasta entonces, pero que se empequeñecían cuando la grandeza de las dunas se alzaba ante ellas.

No será, ni mucho menos, la última vez que las fuerzas de la naturaleza quieran vengarse de quienes hostigan al mismo aire. Seguramente uno de los sucesos más recordados tenga lugar en 1983, cuando aun todo es joven, inocente, casi, casi naïf. En aquel entonces el Ténéré, el espacio sagrado de Sabine, decide revolverse contra la prueba, sacudirse en un momento la caricia ronroneante de tantas ruedas. Y se desata allí una tormenta de arena apocalíptica, que ciega cualquier visibilidad. Cientos de personas están perdidas en el desierto, a merced de los elementos, pendiendo de un fino hilo de casualidad o fortuna. Serán cuatro días de pesadilla, cuatro jornadas inolvidables donde la figura de Thierry Sabine adquiere un aura legendaria, casi divina. “Parecía Dios sobrevolando su rebaño a lomos de aquel helicóptero que apenas se escuchaba entre la tormenta”, dijo Nicole Maitrot. “Una aparición, un milagro”. Durante aquel centenar de horas Sabine recorre el Ténéré en busca de los participantes, y cuando los ve da noticia de su posición para que vayan a auxiliarlos. Gracias a él, entre otros, no hubo que lamentar víctimas en aquel trance. Era su desierto, era su vida.

Años después, el 14 de enero de 1986 será su fin. Aquel día un helicóptero se estrella contra una duna de treinta metros de altura. El aparato estalla en ese mismo momento, y todos sus ocupantes fallecen en el acto. Son Daniel Balavoine, artista; Nathaly Odent, periodista; Jean-Paul Le Fur, técnico de radio; y François Xavier-Bagnoud, el piloto. Ellos, y Thierry Sabine, claro. Porque parecía que estaba escrito que el creador del Dakar tendría que rendir tributo de sangre a su propio hijo. Demasiado simbólico, demasiado “perfecto” como para no sospechar que acabaría ocurriendo, debieron pensar los hados. Y Sabine muere. La carrera continúa, pero es una mascarada. Nadie puede olvidar a quien era un referente para todos, un amigo para muchos, casi un hermano para un puñado. Sus cenizas se esparcen, dónde si no, en mitad del Ténéré. Será su padre, Gilbert Sabine, quien tome el legado del hijo y emprenda la aventura del Dakar al año siguiente. Pero algo ha cambiado. El espíritu, el espíritu no es el mismo. Y la luz, quizá la luz tampoco es igual.

“El desierto me marcó profundamente y desarrolló en mí un instinto y una sensibilidad muy particulares”, dijo de sí mismo Thierry Sabine. Y desde aquel día en que su alma fue arrebatada por mares de dunas y soles sin final, dedicó toda su vida a transmitir esa pasión a otros. Hasta hoy.

 

“La pista”, dice Michel Merel, “es como el mar. Si no lo crees, tienes un problema. La pista, la pista de arena, me aterroriza, como el mar a los marineros. No es tiempo de jugar con ella, no es tiempo de hacerse el artista. Respeto”.

Es 26 de diciembre de 1978 y hace frío en la plaza parisina del...

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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