Mirada Sur
Ushuaia, donde no sólo DiCaprio puede renacer
Raquel Garzón Ushuaia (Argentina) , 17/02/2016
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¿Qué te lleva a dejar todo lo conocido y a mudarte al “fin del mundo”? ¿Por qué lo harías? ¿Amor? ¿Aventura? ¿Fe? ¿Dinero? Tierra del Fuego, la isla de 48 mil kilómetros cuadrados que comparten Argentina y Chile, ocupa el extremo sur de la Patagonia, une en su nombre casi mitológico dos de los cuatro elementos y te pone al borde de esa pregunta existencial en cada esquina, cuando hace sentir a todo el que la pisa que puede ser pionero.
Esa sensación se agudiza en Ushuaia, su capital, la “ciudad más austral del mundo” y una de las tres del lado argentino de la isla (las otras dos son Río Grande y Tolhuin), donde casi nadie, del taxista que te saca del aeropuerto en adelante, es lugareño. “Soy de Claypole, Buenos Aires, vine hace 30 años y me quedé”, cuenta Carlos, mientras revela uno de los secretos de su éxito con los turistas: “Tener un coche grande para que los gringos, que suelen ser enormes, vayan cómodos. Siempre eligen mi auto”. El combustible, caro en todas partes, está subsidiado en las provincias patagónicas y permite a los emprendedores ese tipo de iniciativas sin preocuparse por los litros de más que demanda un gran motor.
Sólo el viento, menor que en otras ciudades patagónicas pero que llega a besar la isla a 100 kilómetros por hora, compite con la belleza decisiva de sus paisajes, que en verano tienen luz hasta pasadas las 10 PM. Situada a nivel del mar y frente al Canal de Beagle, a lo largo de sus 131 años de historia, Ushuaia ha enamorado a misioneros, comerciantes, buscavidas, escritores, viajeros y turistas de los más diversos puntos del globo. “La ciudad que elegimos” es el lema de su municipalidad, haciendo honor al espíritu pionero que la anima. Las camisetas, en tanto, eligen para sus estampaciones un eslogan entre geográfico y místico: “Ushuaia, fin del mundo, principio de todo.”
Incluso para quienes sólo están de paso, anclar allí, a 3.068 km de Buenos Aires y a 1.000 de la Antártida, tiene un significado emblemático: esta semana atracó en su puerto el Queen Mary 2, “el transatlántico más magnífico de todos los tiempos”, según lo describe la empresa Cunard, cuya lujosa vuelta al mundo estaría incompleta sin sumar Ushuaia a sus escalas.
“Es una ciudad rara. Todos van por dos años y se terminan quedando”, dice Eduardo, veterano periodista que si bien nunca cedió al embrujo migratorio, la ha visitado “no menos de diez veces”, en varias ocasiones para asistir a su Bienal del Fin del Mundo, una convocatoria cultural que reúne a artistas de distintas disciplinas desde 2007.
A los casi 11 millones de resultados que Google arroja en menos de 50 segundos al buscar información sobre Ushuaia (“bahía que mira al poniente” en lengua de los yámanas, pueblo originario de la región), se sumó este invierno una apostilla con olor a Hollywood: un pequeño valle a orillas del Río Olivia, a diez minutos del centro, se convirtió en una de las locaciones de la película El renacido, un wéstern de Alejandro González Iñárritu, protagonizado por Leonardo DiCaprio, quien encarna a Hugh Glass, trampero y explorador de finales del siglo XIX en los Estados Unidos. El filme, que barrió en los Globos de Oro, suena entre las favoritas de la próxima entrega de los Premios Oscar, el jueves 18 de febrero.
“Lo más curioso”, se sorprende Ignacio, un guía turístico que frecuentaba la zona durante la filmación, “es que con los paisajes grandiosos que tiene este lugar –amaneceres que parecen de lava por la intensidad de sus rojos, glaciares y lagos de deshielo, montañas que pertenecen a la Cordillera de los Andes, bosques de lengas y una isla cercana, con una colonia de pingüinos que se puede visitar– eligieron un sitio de lo más común, con un río que les permitiera filmar una escena de pelea. Buscaban nieve y hasta hace pocos meses todavía quedaba algo por aquí”, resume. Mientras tanto, perfecciona los detalles del relato –“había carteles pidiendo silencio y más allá telas azules y verdes cercando la zona de filmación”– para enriquecer su anecdotario.
La presencia de DiCaprio –cuyo equipo se alojó en el Hotel Arakur, selecto resort situado en el Cerro Alarken, a 4 km de la ciudad, cuyas habitaciones revestidas en maderas de la zona te hacen sentir que vives en el bosque– le sumó glamour a la ciudad y matizó su marketing tradicional, que al cartel del fin del mundo anexa el de ser una bahía colonizada inicialmente por misioneros protestantes británicos y sede, entre 1886 y 1947, de una cárcel de reincidentes, que alojó desde asesinos seriales hasta presos políticos.
Quienes prefieran algo menos extremo también encontrarán su rincón entre el misticismo y el pecado: circuitos de trekking para caminantes con entrenamiento variado y distracciones culinarias considerables (el cóctel de centollo y el asado de cordero patagónico tienen sus forofos) e incluso una cerveza negra local. La Beagle, “rebajada con café”, aporta un camarero experto en maltas.
Para acercarse a las entrañas de la experiencia evangelizadora en la región y conocer el origen de un impresionante diccionario yámana-inglés es imperdible el libro El último confín de la Tierra (Sudamericana), de E. Lucas Bridges, hijo de Thomas Bridges, uno de aquellos pioneros. En cuanto a la cárcel, cuya intención original fue “colonizadora” (como costaba convencer a la gente de irse a vivir al sur, al mar y al frío, se la instaló allí y se usó la mano de obra de los internos para hacer caminos y sentar las bases de la ciudad), su impronta está por todas partes: en los murales que decoran la fachada de la oficina de correos, en los souvenirs (camisetas y gorros a rayas que emulan los del penal) y hasta en algunas excursiones que ofrecen una teatralización de la vida en prisión.
Construida por los propios presos, la cárcel puede visitarse; conserva algunas celdas con su fisonomía original y se ramifica en otras propuestas. A ella se vincula el hoy muy selecto paseo del Tren del Fin del Mundo: locomotora a vapor y un recorrido de 50 minutos en los vagones rojos de ese trencito de trocha angosta, que replica el recorrido diario que hacían los presos para buscar en el bosque del Cerro Susana la madera necesaria para la construcción de la cárcel y de distintas instalaciones de la ciudad (el valor del pasaje más económico cuesta $ 530, unos 32 euros).
Más cerca en el tiempo, la ciudad recibió un impulso decisivo en 1972 cuando un régimen de promoción industrial aún vigente fomentó mediante exenciones impositivas la radicación de empresas de ensamblaje (la mayoría de los móviles que tienen la estampilla de “hecho en Argentina” son ensamblados en la isla). Esa ola fue imparable.
“Yo vine en 1990. A pesar de lo caro que siempre ha sido todo aquí, los sueldos entonces eran tan buenos que podías ahorrar un 30 o un 40% de lo que ganabas”, recuerda Ignacio, quien llegó desde Mar del Plata, estudió Turismo en la ciudad, y ya tiene dos hijos nacidos en la isla. Para él, sin embargo, las cosas han cambiado: “Ushuaia le da la posibilidad a quien nunca tuvo nada de tener mucho en poco tiempo, por eso la gente sigue llegando. El último padrón electoral sumaba 80.000 personas, así que se calcula que ya somos unos 100.000. Pero la ciudad creció sin planificación y mucho de ese espíritu bohemio se ha transformado en ruido”, apunta.
El marketing de lo agreste y único goza de buena salud, sin embargo. Los mapas que se consiguen en la ciudad son “ecomapas” y lo verde se paga caro: el Automóvil Club vende un carretero muy completo a menos de $100; los mapas ecológicos salen a $230. Otro tic de esa tendencia es la reciente Anoka, una marca de agua de extrema pureza que comercializa la surgida del deshielo de glaciares de la región. Se la presenta en Tetra Paks de medio litro, “un envase 100% ecológico”.
Para subrayar sus singularidades, la isla expide incluso su propio “pasaporte”. El funcionario encargado es Carlos, “el cartero del fin del mundo”, otro emigrado que llegó en 1972 (“desde Flores, el barrio donde nació el papa Francisco”). Tiene incluso un sello postal con su foto, que ilustra el Pasaporte de Isla Redonda, una de las del archipiélago fueguino, que cualquier visitante se lleva a cambio de $30 o dos dólares. Trabaja en la estafeta postal más austral del planeta, la de Río Guaraní, situada en la Ensenada Saratiegui, y se sorprende al oír hablar castellano en su ventanilla: “La mayoría de los turistas que llegan acá son extranjeros. El costo de la aventura, supongo”.
Frente a la ciudad, desde la chilena Isla Navarino, Puerto Williams pelea cartel. Situada 5 kilómetros más al sur que Ushuaia, su eslogan es “más allá del fin del mundo”. Los ushuaienses contestan que Williams es un asentamiento militar, no una ciudad, y siguen defendiendo su orgullo de “finisterrenses”. Por ahora el argumento resiste y sigue imantando voluntades.
Mariano es biólogo, tucumano y vino por dos meses como becario con una pasantía en Acatushún, el Museo y Laboratorio para el Estudio de Aves y Mamíferos Marinos, que tiene casi 6.000 fósiles. Dice que tras la beca volverá a su tierra, bien al norte del país, pero la emoción con la que muestra la osamenta de un cachalote hallado en la región (“Moby Dick, la ballena blanca de la novela de Melville, era de esta especie…”) permite dudarlo. No sería la primera vez que el sur se le mete a alguien en la sangre y lo trae de regreso.
¿Qué te lleva a dejar todo lo conocido y a mudarte al “fin del mundo”? ¿Por qué lo harías? ¿Amor? ¿Aventura? ¿Fe? ¿Dinero? Tierra del Fuego, la isla de 48 mil kilómetros cuadrados que comparten Argentina y Chile, ocupa el extremo sur de la Patagonia, une en su nombre casi mitológico dos de los cuatro...
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Raquel Garzón
Raquel Garzón es poeta y periodista. Se especializa en cultura y opinión desde 1995 y ha publicado, entre otros libros de poemas, 'Monstruos privados' y 'Riesgos de la noche'. Actualmente es Editora Jefa de la Revista Ñ de diario Clarín (Buenos Aires) y Subdirectora de De Las Palabras, un centro de formación e investigación en periodismo, escritura creativa y humanidades.
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