Tribuna
Alergia al otro: la UE no quiere refugiados
La llamada ‘crisis de los refugiados’ presenta no sólo el lacerante componente de un fracaso humanitario de grandes proporciones, sino que además obliga a la constatación de lo que a través de ella se comprueba como fracaso europeo
José Antonio Pérez Tapias 17/02/2016
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El éxodo de refugiados que llegan a Europa --en muchos casos no pasan de pretender llegar-- no cesa. Incluso en invierno se cuentan por decenas de miles los que arriesgan sus vidas cruzando las aguas del Egeo. Se calcula que de nuevo sobrepasarán con creces el millón a lo largo del presente año. Y mientras, los distintos países europeos andan enredados cada uno en su laberinto. Si en España tenemos la difícil papeleta de cómo resolver, en recorrido más que zigzagueante, el llegar a una sesión de investidura en la que un candidato obtenga mayoría suficiente para formar gobierno, en Alemania, por ejemplo, tienen que afrontar una inocultable crisis del Deutsche Bank que no sólo arroja tupidas sombras sobre el sistema bancario germano, sino que también induce el cuestionar de una vez la política económica, y por ende social, que el gobierno presidido por la canciller Merkel ha obligado a aplicar en toda Europa. Siendo así, estando cada cual enfangado en su propio barro, ¿quién de verdad está pensando en una política europea coherente en relación a los refugiados y, junto con ello, una política seria y justa sobre inmigración?
Si Alemania, de manera sorprendente, empezó a desplegar actuaciones ciertamente solidarias con los refugiados que llegaban a sus ciudades, las reacciones xenófobas que de manera creciente se han ido dando en su sociedad, y la presión demagógica que en los países de su entorno se ha generado contra una política en verdad hospitalaria, han hecho que las iniciales actuaciones de acogida se vean drásticamente frenadas y la política hacia los refugiados reenfocada en dirección totalmente distinta. Por lo demás, las ya cortas cuotas de acogida establecidas desde las instancias de la UE para los diferentes Estados quedan en realidades muy menguadas respecto a ellas, situadas a veces en lo ridículo, como es el caso de España. Ante ello, en vez de afrontar la cuestión en serio, desde la Comisión Europea no se tomó mejor medida que presionar a Grecia, el eslabón más débil, sobre el que recae el peso de atender a los centenares de miles de refugiados que arriban a sus costas huyendo de la guerra de Siria, del maltrecho Irak o de la devastada realidad afgana, para que el país heleno soportara toda la carga del control de unas fronteras que no son sólo suyas, sino de Europa. Antes, la misma Merkel se encargó de retomar la promesa de integración de Turquía en la UE para así endulzarle la tarea de frenar los flujos de refugiados que tienen en Alemania la meta de su sueño. Para colmo, a falta de una acción política eficaz, desde los Estados europeos no se recurre a mejor expediente que acudir a la OTAN para que controle, frene e impida los flujos de refugiados por el Egeo, so pretexto de acabar con las mafias que se enriquecen con el tráfico de personas.
A la postre, estamos ante la utilización de fuerzas militares para funciones policiales, en su peor versión. Entre tanto, la guerra en Siria continúa, incrementando los centenares de miles de muertos y los más de cuatro millones de desplazados dentro y fuera de sus fronteras. Reunida en Múnich una Conferencia de Seguridad con más de un centenar de mandatarios, en ella no se pasa del anuncio de la entrada en una nueva guerra fría entre Rusia y Occidente, por más que en días previos EE.UU. y la misma Rusia se presentaran ante el mundo declarando una especie de alto el fuego. Indecente teatro para encubrir una realidad de destrucción y muerte que se ceba inmisericorde sobre la población civil. A la incapacidad para dar solución a tan cruento conflicto se suma la impotencia para dar adecuada respuesta a la tragedia que supone el éxodo de refugiados que genera.
Visto todo, la llamada crisis de los refugiados presenta no sólo el lacerante componente de un fracaso humanitario de grandes proporciones, sino que además obliga a la constatación de lo que a través de ella se comprueba como fracaso de Europa. La Unión Europea, con la corroborada impotencia ante esa crisis, se sitúa en una vía muerta que puede suponer su defunción, y no sólo por la liquidación del espacio Schengen de libre circulación, sucesivamente acotado por muros que se levantan y fronteras que se cierran. Lo que se está evidenciando en una Unión Europea que no hace frente ni siquiera a sus responsabilidades, vinculadas también a lo que ella misma ha tenido que ver en el corto y en el largo plazo hacia atrás en el conflicto sirio --y de Oriente Medio en general--, es su propio resquebrajamiento como proyecto supranacional no meramente monetario y económico, sino político y de convivencia. Sin duda que en ello tiene que ver el hecho de que ese proyecto haya nacido muy pendiente de lo económico y siga desequilibrado en torno al euro como moneda común sin instituciones aptas para sostenerla y gestionarla. Mas junto a eso, con lo que supone de déficit político, patente en las actuaciones antidemocráticas que recientemente hemos visto y padecido, tenemos la realidad de unos Estados nacionales que, si bien sometidos a los poderes financieros transnacionales, siguen actuando desde las claves de una soberanía desenfocada, que se empeña en excluir, y si hace falta deportar, como es el caso con los refugiados, si se tercia, cuando es la soberanía de Estados en total declive como centros de poder.
Como recordaba Hannah Arendt en su imprescindible obra sobre Los orígenes del totalitarismo, la práctica del derecho de asilo prueba la vigencia efectiva de derechos humanos reconocidos como tales, con su correspondiente pretensión de validez universal. Hoy por hoy, la mezquindad de Europa a la hora de ser consecuente con ese derecho atendiendo a quienes lo solicitan muestra la hipocresía de su ordenamiento jurídico y el cinismo de sus actuaciones políticas. Llegar al extremo de confiscar los bienes de quienes llaman a las puertas como refugiados, tal como en algunos países se ha decretado so pretexto de atender a su sostenimiento, es no sólo indignante injusticia hacia ellos, sino lamentable claudicación moral de la ciudadanía europea si no lo impide. Sólo falta, como ocurrió en el tumultuoso periodo de entreguerras en Europa, negar a los refugiados hasta la condición de apátridas para así poder devolverlos a sus lugares de origen, donde serán acosados de nuevo o masacrados del todo.
No vamos a negar que hacer frente a la llegada de millones de refugiados no es tarea fácil. No se puede acometer con liviandad irresponsable ni se puede dejar sobre los hombros de un solo país, sea la potente Alemania, sea, aún menos, la empobrecida Grecia. La solidaridad con los refugiados reclama la solidaridad de los europeos entre sí. Pero ninguna de las dos será posible si Europa no supera la "alergia al otro". Estando ya el otro entre nosotros, su rechazo alérgico provoca la deshumanizante, e incluso autodestructiva, patología de la xenofobia. Salir de ella implica, como señala el filósofo Emmanuel Levinas con el rigor que le es propio, "encontrar al otro sin alergia, es decir, en la justicia", reconociéndolo en su humanidad y tratándole como su dignidad exige. Podemos concluir, pues, que la humanidad del otro ser humano es la clave para la construcción de sociedades y de todo orden político que se pretenda conforme con exigencias éticas insoslayables. O Europa se construye así o acabó como proyecto.
El éxodo de refugiados que llegan a Europa --en muchos casos no pasan de pretender llegar-- no cesa. Incluso en invierno se cuentan por decenas de miles los que arriesgan sus vidas cruzando las aguas del Egeo. Se calcula que de nuevo sobrepasarán con creces el millón a lo largo del presente año. Y mientras, los...
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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