Rugby
Meraviglioso
Julio Ocampo 2/03/2016
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Una crónica sobre un Tercer Tiempo de rugby es extrapolable a cualquier afición, lugar y momento; un reportaje sobre cómo operan unos ultras antes o después de un partido de fútbol corre el riesgo serio de perder actualidad para terminar muriendo en décimas de segundo, antes de ser estampado en sala de impresión. No vaya a ser que aparezca algún hincha con pistola de noche que, tras robar un Rolex y 800 euros en metálico a Lorenzo Insigne delante de su mujer y amigos, le pida la dedicación de algún gol con el Nápoles. Nadie es perfecto.
Es en el lado opuesto a esa mugre e impudicia donde se ubica el mecano que alicata el balón oval, un deporte que, como diría Pasolini, aún no está contaminado --o no del todo-- por el consumismo; aún preserva ese aura mágica de naturaleza virgen que el poeta y director sólo conseguía encontrar en los suburbios romanos del dopoguerra, repletos de miserables inocentes condenados a la ignominia por parte del poder. Una injusticia que, contradictoriamente, les reportaba el honor de vivir con la conciencia tranquila. Inmersos en la ingenuidad y espontaneidad.
Hay algo de toda esa mística en un Tercer Tiempo de un Seis Naciones cualquiera, incluso si el lugar (Italia) no está tan arraigado a esta tradición como Gran Bretaña. No es óbice para que el Estadio Olímpico consiguiera aglutinar a 70.000 personas en un apasionante Italia-Escocia, algo que no ocurre ni sumando los hinchas que acaparan Roma y Lazio juntos en un partido de Serie A. La ocasión lo merecía: en juego todos los números para obtener la cuchara de madera, un título honorífico e irónico (la ironía, para los inteligentes y pasionales, es subjetiva) inventado en la Universidad de Cambridge en tiempos pretéritos.
Los italianos, con su capitán Sergio Parisse al frente, cayeron dignamente frente a unos escoceses liderados por Laidlaw. Antes y después, en un Foro Itálico repleto de estatuas grecorromanas --herencia del Fascismo-- deseosas de albergar otros Juegos Olímpicos (tras 1960, podría celebrarlos en 2024), un vaivén de cerveza Peroni, hamburguesas, entrenamientos gratuitos de melés, orquesta, música céltica en directo y bibliotecas itinerantes para profundizar en un deporte ideado en 1823 por el clérigo anglicano William Webb Ellis en una escuela de la ciudad inglesa de Rugby (condado de Warwickshire). Una disciplina purista practicada desde Gareth Bale hasta Gordon Brown, pasando por Richard Burton, Jacques Chirac o el Che Guevara. “Es pasión. Cada uno viene aquí para divertirse y animar a su selección, pero el respeto por el adversario es máximo. Es una fiesta”, argumenta un aficionado italiano abrazado a su némesis escocés, cuya única palabra que repite es “Enjoy” para definir una atmósfera detenida en un tiempo lejano, donde el individuo, salvaje y caballero, aún no concibe las plazas como lugar para exteriorizar los sinsabores de la vida, sino como agradecimiento de la existencia. “… ¿Cómo no te das cuenta de lo maravilloso que puede ser el mundo? Incluso su dolor… Mira en torno a ti, los dones que te han dado. ¡Te han inventado el mar!... Tú dices que no tienes nada, ¿te parece poco el sol?”, relataba el cantautor Domenico Modugno a finales de los años sesenta.
Y es justo ahí, en esos renglones torcidos, donde se encuentra la esencia de la vida, y de la gran fiesta que supone el rugby. Sin banderas ni colores impuestos, con pasión y deportividad, con lluvia, sol o viento. Con alma y elegancia envuelta en un tropel de músculos que se visten con esmoquin. Esta vez tocó el turno a estetas italianos y vikingos con barba roja cuidada, pero poco habría cambiado, quizás a mejor, si fueran Francia, Gales, Irlanda (defiende corona) o Inglaterra, la gran favorita para este año.
El mundo se derrumba, y el XV de la Rosa camina con paso firme y esbelto mientras que la Italia del mister Brunel, en el que supuso su último partido en casa con la Nazionale (doce derrotas de las últimas trece en el Seis Naciones), sale igualmente honrada y agradecida. Fuera, ahora y siempre, les espera el clásico escenario para compartir derrotas y victorias con sus fieles, cerveza en mano, en lo que se dibuja como una íntima y mágica cercanía. La fiesta es eterna.
El rugby, al fin y al cabo, es algo mucho más serio que un deporte: es un juego. Y no debería ser imposible aplicar sus valores de purpurina a un balompié enfermo. Intentarlo, aunque sea para aplicar la máxima de Antonio Gramsci. “Prefiero el optimismo de la voluntad al pesimismo de la razón”.
Una crónica sobre un Tercer Tiempo de rugby es extrapolable a cualquier afición, lugar y momento; un reportaje sobre cómo operan unos ultras antes o después de un partido de fútbol corre el riesgo serio de perder actualidad para terminar muriendo en décimas de segundo, antes de ser estampado en sala de impresión....
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