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Habían echado a un compi del diario. Por una crítica literaria. Una originalidad absoluta. No son muchos los países del hemisferio en los que se despide a periodistas por lo que escriben. Países en los que se expulse por una crítica, sólo conozco uno. Lo que indica que aquí existe un problema con la crítica. A lo bestia. Es decir, con lo crítico. Un indicio de que existe una oficialidad sobredimensionada. Sus dimensiones lo son todo. Ocupan demasiados oficios. O, al menos, en aquel momento, llegaba incluso hasta una crítica. Por supuesto, a mi amigo no se le despidió por hacer una crítica, sino por violar un código deontológico, primar puntos de vista personales, por hacerlo mal y no estar a la altura. Por no estar lo suficientemente preparado. Mi amigo publicó la carta en la que se le comunicaba todo ello, enviada por un superior. En síntesis, creo recordar, se le despedía por no entender que "la cultura ha dejado de ser un arma de destrucción masiva". Y, claro, por hacer una mala crítica. Cualquier acto de censura, por aquí abajo, viene acompañado por una valoración estética de lo censurado. Siempre, por suerte, se censuran cosas feas, de mal gusto, o mal hechas. Categorías que, como ha quedado claro, existen sin el género de la crítica. Sobre la frase de las armas de destrucción masiva: a nadie le gustan las armas de destrucción masiva. Es, por tanto, una buena frase, que denota astucia e inteligencia. La frase, supongo, era no obstante un eufemismo para decir que la cultura no debe de ser beligerante. Es decir, no tener otras funciones o puntos de vista que los oficiales. Lo oficial nunca es beligerante. Es normal. Explica lo que es bueno o malo con esa autoridad que da la normalidad. Es imposible hacer eso desde la subnormalidad. Bueno. Anyway. Habían echado a un compi. Una crítica hizo una carta. Nos reunimos una noche, en un café, para darle vidilla y recoger firmas. Costó mucho recogerlas. Era evidente que firmarla supondría el despido, en caso de trabajar en aquel diario, o la expulsión definitiva a las tinieblas exteriores, en caso de quererlo hacer. Las culturas oficiales tienen eso. Son de una violencia extrema. La parroquia tendía al escaqueo. Recuerdo a un colega que la firmó, y luego llamó para retirar su firma. Recuerdo a otro que se negó a firmarla. Se pasó una semana llamando a quien coordinaba la recogida de firmas dándole la vara, para defender que era tan radical que no podía firmar, cabe pensar, un objeto tan poco radical. Hoy, aquel valiente es una estrella de la izquierda local. O, al menos, habla desde ese punto de vista, y se le escucha. En total, sólo tres personas vinculadas al diario firmamos. No es mucho. No es nada. Pero esto es un spoiler. Les decía que costaba un huevo recoger las firmas. Todo cambió a eso de la media noche. Un académico firmó. Posteriormente empezaron a firmar escritores. No muchos, pero determinantes. Un pequeño gran staff de autores que nunca habían firmado artículos vergonzosamente gubernamentales, por ejemplo. Los menos o los nada vinculados al extremo-constitucionalismo del momento, la oficialidad cultural asfixiante de aquellos días. La sorpresa fue que, a las tantas de la madrugada, firmó un premio Nobel. Entonces empezó la catarata. Había quedado claro que el acto no tendría penalización. Un autor, al que se le pidió la firma antes que el Nobel se estirara, no firmó, sino que llamó a jefatura para informar de la recogida de firmas. Posteriormente supimos que a los firmantes, durante un tiempo, se les leían sus artículos con atención antes de ser publicados. Incluso al Nobel. Que tiene guasa. Al no firmante pero informante se le ampliaron las colaboraciones, que se publicaban sin lectura previa. Al día siguiente de aquella noche, cuando la carta y las firmas se hicieron públicas, tuve que ir a la redacción. Nadie se levantó o me saludó. Tan solo un maquetista, que me caía muy bien. Nunca se había levantado a saludarme. Creo que era anarquista. Vivía en un barco. Me dio la mano. Le dije: "¿Cómo estás?". Se rio. Me contestó: "Mejor que tú". En las siguientes semanas aparecieron dos artículos de opinión en el diario, sobre el caso de la cosa. Un escritor, no firmante, tildaba a mi compi de trepa. El despido, como su nombre indica, había sido una operación para medrar. Sólo puedes escribir esas críticas, y montar esos pitotes, si, lo dicho, no tienes formación, o posees algún tipo de patología ética. En otro artículo una escritora defendía la cultura española post-78 como una edad de oro, sólo posible porque habíamos dejado de discutir. Recoger firmas era, por tanto, antiespañol. Cuando esos autores mueran se dejarán de leer, como sucede con todos los autores vinculados a esta edad de oro, consistente en no discutir. Es su legado. Carece de transmisión. Morirá. No se pueden transmitir a otras generaciones cosas no dichas.
Creo que los palabros importantes de este artículo son crítica, oficialidad, despido, chivarse, arma, beligerancia, violencia y mejor que tú. Explican una cultura, que hoy languidece. Y que fue la normalidad, esa otra palabra importante.
Habían echado a un compi del diario. Por una crítica literaria. Una originalidad absoluta. No son muchos los países del hemisferio en los que se despide a periodistas por lo que escriben. Países en los que se expulse por una crítica, sólo conozco uno. Lo que indica que aquí existe un problema con...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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