PINTURA
Carlos Torres: plenitud de color y luz
El autor mexicano, nacido en Chihuahua, juega con la magia y la “insolencia juvenil”
Vilma Fuentes (La Jornada) 19/04/2016
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Al abrir los ojos a cada despertar, así sea en la semioscuridad de la madrugada, veo tiritar el fulgor que, semejante al de una veladora, brota de una tela colgada de la pared junto a mi cama. La visión de este cuadro, que llamo familiarmente El autobús, tela del pintor Carlos Torres, me devuelve los fragmentos dispersos por el sueño de los millares de recuerdos que soy. Reconciliada con mi entorno y conmigo, sonrío a ese mañana oscuro hacia donde avanza el camión escolar: camino que augura encuentros y sorpresas, lo desconocido está a mi alcance. Dejar atrás lo ya conocido es, acaso, la única condición cuando se desean nuevos hallazgos.
El camioncito no cesa de avanzar hacia el exterior del cuadro. Cada mañana emprende su recorrido por la ciudad de México, de una colonia a otra, de la casa de Carmen a la de Laura, de la esquina donde esperan las gemelas Bodet, ya cerca del colegio que es nuestro diario destino. Un vistazo hacia esa tela basta para devolverme a mi infancia y a esas horas del amanecer cuando recorríamos una ciudad aún despoblada entre terrenos baldíos y zonas desérticas para acceder a islotes de edificios y casas donde el camión recogía a otras alumnas.
La luz emana del centro de la tela: un túnel iluminado en contraste con su entorno oscuro, donde la negritud aumenta entre las pinceladas del oleaje nocturno alrededor de un camión escolar, llamarada rojiza que avanza hacia las tinieblas del futuro dejando atrás la luminosa infancia de sus pequeñas viajeras. El vehículo obstruye la visión del fondo de ese túnel: el misterio de los orígenes de la luz queda velado. ¿Cómo podría ser de otra manera cuando se trata de la aparición del ser? Eclosión de la mirada que vuelve visible lo invisible.
La pintura de Carlos Torres está hecha de la oposición entre el vacío y lo lleno. Ausencia y presencia, tan angustiantes una y otra, ambas jubilatorias. Silencio apacible o murmullo acariciador de otras voces. Cada una de sus telas calla y habla. Es enigma y revelación. De esos contrastes se alimenta el arte de Torres y a través de ellos se expresa su genio.
La pintura está hecha de la oposición entre el vacío y lo lleno. Ausencia y presencia, tan angustiantes una y otra, ambas jubilatorias
La creación, para Carlos, es un juego de escondidillas, pero también de apariciones. Si se pretendiese hablar de un método en la obra de Torres, habría tal vez una palabra más adecuada que la de juego, acaso la de magia. A semejanza de un mago, aunque sin necesidad de un sombrero de copa, Carlos Torres desaparece objetos y, en el mismo pase de magia, aparece otros, acaso los mismos pero que, situados en otro lugar, se vuelven otros. ¿Seríamos la misma persona de haber nacido en el siglo XII y no en el XX, en Argel o en México? Somos el mismo y somos otro: “Yo es otro”, escribe Arthur Rimbaud con la claridad de la revelación. Su destello hiere la vista. La identidad se desvanece fragmentada sólo para reaparecer, aún más luminosa, en una nueva aglutinación de esos restos vueltos polvo, reanimados por el soplo de una creación perpetua.
Carlos Torres, de una insolencia juvenil, parece flotar en vez de caminar. Lo tiene uno enfrente y aparece de lado, atrás, lejos, peligrosamente cerca. Sus desplazamientos de una ciudad a otra, de un continente a otro, han sido decisivos en la evolución de su obra. Aunque él insiste que, como señaló Matisse, siempre se hace el mismo cuadro, hay cambios en esa mismidad.
¿Cómo se es el mismo a través de la metamorfosis con que los años nos forman y deforman? ¿Qué tiene que ver el pequeño Carlos, nacido en Peña Blanca, un pueblo perdido en la sierra de Chihuahua, provisto como se debe de un burdel, pero no de electricidad? ¿O con el chamaco que descubre los semáforos a los diez años cuando llega a la capital del Estado? Lejos también el joven Carlos Torres que llega a estudiar pintura en la Esmeralda en la laberíntica ciudad de México, donde sueña con ir aún más lejos. En 1974, Carlos llega a París, ciudad mítica. No sabe aún que ha llegado a su meta.
Una tarde, de pie en el centro del Pont-des-Arts, tiene la impresión de encontrarse en la parte más alta del planeta, en su cima. Deja de soñar en otras ciudades. Se siente, al fin en su lugar: “Mi luna de miel con París dura ya cuarenta y dos años”.
Torres atribuye esta obsesión por el color a un viaje a la India, donde el colorido de sus calles, sus mercados, su cielo, las vestimentas de la gente fue un estallido de tintes
Sus primeros trabajos son claroscuros. El color, ahora un misterio que lo obsesiona, no le interesaba. Para Carlos, lo esencial era entonces la luz. Torres atribuye esta obsesión por el color a un viaje a la India donde el colorido de sus calles, sus mercados, su cielo, las vestimentas de la gente fue un estallido de tintes.
De esa época, anterior a la revelación del color, datan una serie de piezas que llamó “cache” (escondido): una escultura era en parte enterrada en un bloque, una pintura en otra. En 1988, Severo Sarduy escribe sobre la aventura pictórica de Carlos Torres un texto titulado Luz fósil, del cual extraigo algunos párrafos significativos:
Al principio era la luz. Transparente, unánime: invisible. Luego, como si quisiera desfrutar de sí misma, o contemplar su reflejo especular, la luz creó el iris… En su exceso, el color perdía su significación y su fuerza. Para que revelara su intensidad, para que deslumbrara con el puro yang de su energía, era necesario ocultarlo, obturarlo, cegarlo en parte. [...] Carlos Torres recorre las secuencias y reconstituye las escenas de esta posible cosmogonía del color, de esta verosímil historia del iris. [...] Ocultar, obturar, tachar, borrar, para recuperar e la mirada el impacto del cromatismo original, la percepción adánica: las islas de la luz nueva.
Ocultar, borrar para ver mejor. “Entre menos se ve, más se ve”. Aislar un fragmento de la tela para verlo más, mirar lo esencial, tal cual, recuperado al extraviarlo. Hacer el vacío para crear lo lleno.
Sus dípticos son el resultado de una línea blanca, trazada al azar por el artista en cualquier parte de la tela. Moverla hacia uno u otro lado para desparecer el fragmento recorrido y desplazarlo a otra tela. El centro toma el lugar del entorno y el derredor ocupa el lugar vaciado del centro.
La plenitud estalla en las telas de Torres y se derrama de ellas.
Esta pieza se publicó originalmente en El Semanal, el suplemento de cultura del diario mexicano La Jornada.
Al abrir los ojos a cada despertar, así sea en la semioscuridad de la madrugada, veo tiritar el fulgor que, semejante al de una veladora, brota de una tela colgada de la pared junto a mi cama. La visión de este cuadro, que llamo familiarmente El autobús, tela del pintor Carlos Torres, me devuelve los...
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