La agonía del mediapunta
Magia
Emilio Muñoz 28/04/2016
Saúl celebra con Koke su gol frente al Bayern de Munich (1-0)
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Antes o después, todos nos acabamos dando cuenta de que ya no creemos en la magia. A la vuelta de cualquier recodo del camino uno se detiene y sabe que ya no habrá noches de Reyes como las de la infancia. Nunca volveremos a mirar debajo de la almohada para ver si el Ratón Pérez aceptó el trato dejándonos una moneda de cinco duros. Jamás experimentaremos de nuevo el hormigueo de tantas primeras veces. La magia se nos marchó a jirones a la vez que cambiábamos de talla de pantalón o de zapatos. Ahora nos dedicamos a buscar el truco de la vida sabiendo que no existe. Aun así, hay ocasiones, como la de este miércoles en las que aparcamos las miserias de la realidad y nos entregamos a la magia, que existe. A la orilla del Manzanares, para ser más exactos.
Un entrenador, once jugadores, cincuenta y cinco mil almas, cientos de miles y hasta millones de hombres y mujeres se transformaron de nuevo en niños y niñas durante dos horas. Dejaron a un lado preocupaciones, hipotecas y malabarismos para llegar a fin de mes y se sumergieron con los ojos abiertos como platos en el universo de magia que emanaba el Calderón. Notaron que todo era diferente. Nuevo. Volvieron a vivir cada sensación como la primera vez. El encantamiento empapaba corazones que latían expectantes y obligaba a animar hasta desgarrar la voz. Las palmas echaban humo. El pitido inicial no hizo sino reforzar el hechizo.
Durante los primeros minutos, incluso los jugadores y aficionados bávaros parecían aturdidos por la ilusión. No había chisteras ni pañuelos infinitos, pero comparecía un Atleti desatado. Mágico. Sin más preámbulos Saúl agarró un balón sin trampa ni cartón y lo convirtió en uno de los goles más maravillosos que se recuerdan. Rivales hipnotizados yacían en el camino del interior rojiblanco incapaces de llegar a adivinar el truco. Quizás no lo hubiera. Fue pura magia.
Siguió el equipo colchonero a lo suyo mientras el rival asistía desde la mejor localidad al espectáculo. Tras la cortina de todo balón dividido aparecían Koke, Gabi y, sobre todo, un inmenso Augusto para conquistarlo. La defensa ocultaba en un cajón cada ataque enemigo para posteriormente abrirlo y ver que dentro no quedaban migajas de peligro. Oblak, remangado, convertía la pelota en paloma prisionera entre sus guantes. Griezmann y Torres se evaporaban y volvían a hacerse carne en la vanguardia, obligando a los defensores del Bayern a andar con mil ojos. No hubo dobles fondos ni ilusiones ópticas. Fue trabajo y fútbol a partes iguales. Un derroche desplegado ante atónitas miradas llenas de inocencia.
El segundo acto del choque no fue a la zaga del primero. El número de ilusionismo se adaptó a las necesidades del ambiente. Las filas se cerraron y, ante la incredulidad del respetable, pudo constatarse que once hombres pueden levantar una muralla inexpugnable. Buscaban los germanos un resquicio que no existía para estrellarse una y otra vez en la tela que el gran prestidigitador Diego Pablo había tejido en su mente. Hubo tiempo incluso para que Torres, otra vez rejuvenecido, pudiera sellar la mitad del pasaporte a Milán en un remate que sacó del mazo de cartas que ocultaba en la manga del contraataque.
Terminado el encuentro nadie quiso moverse de su asiento. Levantarse y enfilar la salida, ponerse a hacer otras tareas, cualquier mínima perturbación podría romper el hechizo. Fuimos niñas y niños de nuevo por una noche. Creímos otra vez en los Magos de Oriente y en un superhéroe que se apellida Ñíguez. Nos pellizcamos y certificamos que fue real aunque formara parte de un sueño. No busquen el truco en el Atleti porque no lo hay. Es simplemente magia.
Antes o después, todos nos acabamos dando cuenta de que ya no creemos en la magia. A la vuelta de cualquier recodo del camino uno se detiene y sabe que ya no habrá noches de Reyes como las de la infancia. Nunca volveremos a mirar debajo de la almohada para ver si el Ratón Pérez aceptó el trato dejándonos una...
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