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Voy a confesar algo ominoso: la Roja, incluso desde antes de que se llamara así, me resulta algo bastante ajeno. En los tiempos en que caía sistemáticamente eliminada me negaba a hacer la inversión de ilusión que se le demandaba al españolito para dejarlo una y otra vez frustrado y abatido. En el Mundial del 74, sin ir más lejos, cuando en nuestra liga infantil de chapas otros se peleaban por llevar la selección patria, yo me pedí sin pestañear la selección polaca: la de Lato, Boniek y compañía. Por cierto: la chapa de Lato era la mejor que tuve nunca. En el Mundial del 82, el de Naranjito, cuando todo el país asistía por la 1, con el aliento contenido, a la inexorable eliminación del combinado nacional en su propio torneo, yo admiraba boquiabierto, en la 2, junto a mi amigo Carlos, el sublime espectáculo cinematográfico de Siberiada, de Konchalovski, y mientras lo hacía no podía dejar de preguntarme cómo era posible que tantos millones de seres prefirieran la decepción a la belleza.
Luego vino lo que vino y ustedes ya saben. La Roja, propiamente dicha. Esa que empezó a ganar torneos, permitiéndoles a sus seguidores reemplazar el viejo muermo post-eliminación por la borrachera de las celebraciones karaoke interminables. Que si se me permite el sacrilegio, no sé muy bien lo que es peor.
Soy, en uno y otro contexto, el de entonces y el de ahora, uno de esos españoles a los que no les importa especialmente que la selección no pase de la fase clasificatoria. Ítem más, y me expongo a la lapidación: de esos que incluso contemplan con una secreta complacencia la posibilidad del apeamiento anticipado y la cesación de la borrachera informativa que trae aparejada la permanencia del equipo en competición, con esas ruedas de prensa atiborradas de lugares comunes, esos días de la marmota de los prolegómenos y los pospartidos, las celebraciones a golpe de claxon en las ciudades y los fatigosos oé oé oé.
Y sin embargo… Naturalmente, cuando uno empieza así va a haber tarde o temprano un ‘sin embargo’, y esta vez, aunque haya tardado algo más, aquí está. Sin haber logrado comprometerme emocionalmente con esa apuesta por la redención del país a patadas que parece embargar a mis compatriotas, hay dos detalles que en esta ocasión me hacen ver con más simpatía, y hasta rozar el apoyo, a esta Roja que compite en Francia y que ha comenzado con mal pie, con feas sospechas hacia uno de sus porteros (quede a salvo su presunción de inocencia) y unos muy antiestéticos guasaps. Uno es que sus seguidores se vean agredidos en Barcelona por el movimiento matonil que los desnortados apóstoles del procés han acabado auspiciando; el otro, que juegue Iniesta. Un tipo pequeñito, que habla poco, que sabe que es mejor callar cuando es preciso (como decía Radio Futura en aquella gran canción, La vida en la frontera), y que lo mismo mueve la pelota hasta lograr burlar el autobús que ha plantado el contrario ante su portería que marca un gol decisivo.
Algo pequeñito que ahí, en el centro del campo, le da a esta Roja, junto al odio de los enemigos de los españoles y de su convivencia, el mejor argumento para alcanzar alguna grandeza.
Voy a confesar algo ominoso: la Roja, incluso desde antes de que se llamara así, me resulta algo bastante ajeno. En los tiempos en que caía sistemáticamente eliminada me negaba a hacer la inversión de ilusión que se le demandaba al españolito para dejarlo una y otra vez frustrado y abatido. En el...
Autor >
Lorenzo Silva
1966. Escritor. Nada mejor que ser y sentirse un poco extranjero doquiera que uno va.
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