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Lo de Nueva Política sonaba ilusionante, era una expresión que prendía los ánimos de los electores desencantados, los que en el 15-M sintieron un calorcito en el estómago, acudieran a las plazas o no. Por eso, esta etiqueta se ha sometido a toda clase de vapuleos. El objetivo era descuajeringarla, vaciarla de contenido, pervertirla y, sobre todo, usurparla.
De la Nueva Política apenas se hablaba antes de las elecciones europeas de 2014: sólo hay que hacer una búsqueda en Google definiendo un intervalo de fechas anterior. “Nueva política” era simplemente un adjetivo y un sustantivo que definían las leyes o normas recién paridas. Entonces apareció Podemos, Iglesias y Monedero con las gafas de Gramsci, y surgió un guion entre las dos palabras. Se creó un marco o, más bien, una diana a la que apuntar todas las armas del poder.
Conscientes del poder publicitario de ‘nuevo’, los partidos de la restauración borbónica del 78, que de marketing saben lo suyo, temieron que esa palabrilla se asociara a un movimiento político que se empecinaba en no constituirse como muleta del sistema y reivindicaba a las claras un papel protagonista. Además, había un caldo de cultivo, esa cara de vino picado que se les ponía a los electores cuando metían su papeleta en la urna. “El vino estaba cascado, pero era el único que había”, eso tranquilizaba al PP y al PSOE, dueños de bodegas hermanas. De repente, saltaron los morados con la etiqueta de ‘nuevos’ y la cara de Errejón que lo confirmaba, y en Ferraz y en Génova se hicieron unas colas terribles en la puerta del baño.
Pronto lanzaron las ofensivas. La nueva política era, en realidad, rancia, acorchada, bolchevique, bolivariana… “Ni los de Podemos son tan castos ni yo soy tan casto”, que dijo Pedro Sánchez, aplaudiéndose a sí mismo, loco de entusiasmo. El zarandeo a eso de la Nueva Política corrió a cuenta del PSOE, del PP y de los medios afines, o sea, todos. El objetivo era estallar la semilla sentimental o la idea originaria que había convencido a tantos electores. Se empezó a hablar de “desenmascarar” a la Nueva Política. Daba igual que se consiguiera o no, lo importante del verbo “desenmascarar” es que inocula la idea de que existe una máscara.
Quizás el método más efectivo fue sobresaturar el concepto. Cada agente político o periodístico metió en ella el significado que se le antojó hasta que se convirtió en una masa viscosa y sin forma. La Nueva Política se usó como objeto arrojadizo contra sus impulsores, que se encontraron con su propia creación envenenada y plagada de connotaciones que nunca le habrían imaginado.
Entonces, en medio de la confusión, Sánchez se arremangó la camisa y dijo que la Nueva Política era echar a Rajoy, Pablo Casado estiró el cuello en plan suricato y Albert Rivera, que vio una rendijita abierta, se coló en la fiesta. El de Ciudadanos se arrogó más que nadie el derecho a pontificar con eso de la Nueva Política, lo hacía (y lo hace) con la típica cara condescendiente y samaritana de esos hombres (los pobres) que se avienen a explicar a las mujeres cómo debe ser el feminismo-de-verdad. Desde entonces, la Nueva Política es lo que le apetezca cada día a Rivera, él lo sabe mejor que nadie, para eso lleva diez años en las instituciones.
Lo de Nueva Política sonaba ilusionante, era una expresión que prendía los ánimos de los electores desencantados, los que en el 15-M sintieron un calorcito en el estómago, acudieran a las plazas o no. Por eso, esta etiqueta se ha sometido a toda clase de vapuleos. El objetivo era descuajeringarla,...
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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