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Gismonti llevaba encima una seriedad sepulcral y a Milton le pareció que estaba bajando hacia algún rincón remoto de su estómago para hacer las paces consigo mismo. Pensó: vaya lío en el que se ha metido con la colgada de Ana en casa. Y ahora pasar a recogerla para llevárnosla junto a Kelvin a Francia. Menudo panorama.
Pero Milton miraba a su amigo tan desesperadito que le producía ternura. Meterse en ese viaje solo con Kelvin hubiera sido, por otro lado, un completo horror. ¡Qué bien que Gismonti hubiera aceptado acompañarlo! Andaba tan fuera de casi todo que resultaba perfecto para desengrasar. Aun así, le inquietaba verlo tan reconcentrado, casi lívido, bajando por la pendiente.
--¡Coño, Gismonti, que nos vamos a Francia!--, exclamó, y soltó el brazo para darle un golpe cariñoso en el hombro.
--A Francia, a Francia--, respondió su amigo sin inmutarse.
Tenía las manos sujetando contra sus piernas la bolsa de El Corte Inglés con los paquetes. Había subido un momento a la oficina para anunciar que se sentía indispuesto y que se iba a casa. Tuvieron que creerle con esa palidez. Ahora rodaban en el Mercedes por Madrid, primero iban a recoger a Ana, luego pasarían por Kelvin.
--Está bien, vamos a Francia, pero yo no me muevo de aquí si no me entero de lo que está pasando.
--¿Vamos a empezar de nuevo?--, le preguntó Milton.
--Lo único que sé es que esta mañana salí de casa y cogí esta bolsa para devolvértela. Y no me gusta andar por Madrid paseando con estos paquetes. Mírame, los sigo llevando encima y ahora resulta que nos vamos al extranjero. No entiendo nada.
Milton se concentró en la conducción, como si no hubiera escuchado ni una sola palabra. Ahora va a resultar que este capullo tiene miedo, pensó.
--¿No lo entiendes?--, le preguntó Gismonti, estaba dispuesto a seguir en sus trece. --No puedo tener a Ana y a esta mierda en la misma habitación. Si se ignoran, no va a pasar nada. Pero si ella un día se pone a curiosear y abre la bolsa y se encuentra los caramelos, ¿qué va a ocurrir? ¿Sabes lo que va a ocurrir? ¿Quieres que te lo diga?
--Que se va poner muy ciega--, dijo Milton.
--Justo. Tan ciega, tan ciega, tanto, que yo de eso no quiero saber nada.
Milton hizo en ese instante una brusca maniobra con el coche y se salió de la línea recta en la que circulaba para acercarse a una acera. Frenó, apagó el contacto. Miró a su amigo con contundencia, alargó la mano y cogió la bolsa que Gismonti llevaba agarrada como si, efectivamente, alguien se la fuera a arrancar. Y eso fue lo que Milton hizo: arrancársela. Luego la arrojó hacia el asiento de atrás.
--Fin--, le dijo. --Se acabó tanta monserga, quedas liberado, ya no me digas ni una palabra de todo esto, olvídalo, la bolsa es mía y tú no tienes ni la más remota idea de nada.
Milton volvió a encender el motor, apretó el acelerador y soltó muy rápido el embrague: sonó a revolución, salieron disparados. Aceleró un poco más, había sitio, saltó de un carril a otro. Las dos manos de Gismonti se agarraron a su asiento. Si no resultara un tanto exagerado, casi podría decirse que mordieron el asiento, como si sus dedos fueran los dientes y apretaran con fuerza, no fueran a soltarse.
--Está bien, está bien, disculpa--. Gismonti se atrevió a salir un poco de su ensimismamiento.
--¿Qué quieres saber?--, le preguntó Milton, ahora conducía más despacio, sin prisa.
--¿Qué pasa con Kelvin?
--Que lo van a matar. Salvo que nos lo llevemos a Francia. Digo yo que allí estará a salvo. Y espero que no se le ocurra volver.
--¿Y él lo sabe?
--¡Cómo no va a saberlo! Debe una pasta, se lo ha gastado todo. Y llevan ya dándole tiempo durante mucho tiempo, ¿entiendes?
--Sí, claro--, dijo Gismonti. Estaba ya empezando a arrepentirse, pero no sabía muy bien de qué.
--He estado varias veces con la señora Quintanilla, tú la conoces.
Gismonti asintió moviendo la cabeza, iba mirando todo serio al frente, muy concentrado. Ya no estaba pálido. Empezaba a tener otro color.
--El otro día me presentó a un tal Kaukonen. Un tipo bajito, no exactamente regordete. Mal vestido aunque fuera con traje, le quedaba descompensado, como si no fuera de su número. Amable, sonriente, de eso no me puedo quejar. Bastante moreno de piel. Moreno indio, diría yo. ¿Se dice moreno indio?
--No sé--, contestó Gismonti. --Si es realmente moreno indio me imagino que estará bien decir moreno indio. Pero igual no te fijaste bien, y era moreno árabe o moreno playa, yo qué sé, yo no conozco a ese Kaukonen. Vaya nombre.
--La señora Quintanilla me dijo: ha venido a resolver los asuntos pendientes.
--¿Quieres decir que es ese Kaukonen el que ha venido a liquidar a Kelvin?
--No, joder, no he dicho eso. Sólo te he contado que me lo presentó. Luego la señora Quintanilla me preguntó si sabía algo de Moritz, ya sabes, el colega de Kelvin, al que le hacíamos algunos trabajos, el del bar.
--Conozco perfectamente a Moritz, Milton, podrías ir al grano.
--Se ha muerto. De una manera terrible. Se quemó.
A Gismonti le pareció que estaba fisgoneando desde fuera y que veía, ahí dentro de un patio, a algunas personas haciendo cosas, y que luego desaparecían. Tampoco sabía si era bueno asomarse más.
--El tipo llegó con su coche a una gasolinera. Se bajó, cogió la manguera, empezó a repostar. Luego ya no se sabe muy bien lo que sucedió. Terminó rociándose el cuerpo, alguien prendió una cerilla. Murió como a los dos días. Dicen que se sufre de cojones con las quemaduras.
--¿Y cómo sabes que fue Kaukonen?
--¿Ves por qué prefiero no contarte las cosas? Yo qué sé, Gismonti, el mundo no es como tú crees. Hay cosas que pasan que no se pueden explicar. O que no te las van a explicar mejor. O que alguien se las inventó. Lo único que quería decirte es que la señora Quintanilla me dijo ese día: Sé que le tienes cariño a Kelvin, no quiero saber nada de él.
Gismonti llevaba encima una seriedad sepulcral y a Milton le pareció que estaba bajando hacia algún rincón remoto de su estómago para hacer las paces consigo mismo. Pensó: vaya lío en el que se ha metido con la colgada de Ana en casa. Y ahora pasar a recogerla para llevárnosla junto a Kelvin a...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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