GITANOFOBIA
A treinta años del pogromo antigitano de Martos
Los ejercicios de memoria histórica deben incluir, con fines restaurativos y profilácticos, a colectivos estigmatizados, como el que conforman los aproximadamente 750.000 integrantes de la comunidad gitana española
Manuel Ángel Río Ruiz 13/07/2016
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El 14 de julio de 1986 ETA asesinaba a 12 jóvenes guardias civiles al hacer explosionar un coche bomba contra un autobús del cuerpo en Madrid. Treinta años después, este es uno de los atentados más recordados en el marco de la preservación de la memoria histórica, y del respeto, hacia las víctimas del terrorismo en España. Aquellos días de verano coincidían con otro grave suceso también nutriente del lado oscuro de la democracia española; pero sobre el que venimos demostrando escasa memoria. Dos noches antes de aquel atentado se producía el incendio de las viviendas de una treintena de familias gitanas de Martos, localidad jienense de 20.000 habitantes entonces y con una comunidad gitana formada por alrededor de 150 personas. Este vecindario, segregado en la zona más paupérrima del pueblo, acabaría desterrado como producto de contumaces acciones vecinales reveladoras de una división de papeles entre grupos ejecutores de los daños y una amplia multitud. La misma demostró comulgar con los medios y propósitos de los más violentos al manifestarse bajo el grito “fuera los gitanos” alrededor del barrio finalmente saqueado e incendiado. Infructuosas fueron las apelaciones a la convivencia del alcalde socialista de la localidad. Este se vio desbordado por “no estar al lado del pueblo” después de que aquella tarde un joven vecino gitano agrediese a otro marteño causándole leves daños. El alcalde tampoco pudo evitar la profusión de rumores sobre el suceso detonante del estallido vecinal, en sintonía con los peores prejuicios y estereotipos que recaen sin distingo sobre la población gitana.
La sujeción en aquellos críticos momentos del alcalde marteño al Derecho Constitucional, en lugar de doblegarse a la habitual sociometría electoral aplicada contra los estigmatizados, le costó meses después la mayoría absoluta bajo la que gobernaba el municipio. Desde la noche del 12 de julio de 1986, el mismo dejaría de ser conocido fundamentalmente por ser una de las principales localidades aceiteras del mundo. No obstante, a diferencia de lo que sucedería años más tarde tras los ataques a inmigrantes en El Ejido, ningún movimiento de izquierdas planteó entonces el boicot alguno a los productos marteños.
Aunque sobre los municipios donde se producen disturbios etnicistas suele desplegarse otro injusto prejuicio a la inversa –similar al que lleva a todo un pueblo como el gitano a ser culpado y penar por algunos actos execrables de algunos de sus integrantes–, lo cierto es que la tímida sentencia dictada años después de los sucesos calculaba en “cerca de cien” los ejecutores de los daños y “en alrededor de 2.000” los participantes en las protestas que desembocaron en este festival de violencia etnicista sin parangón en la historia reciente del antigitanismo en España. Y no sólo eso. Aunque los medios de comunicación hicieron del bochornoso julio marteño de 1986 su agosto informativo, afanándose en la sobreexposición de los testimonios más exaltados y perfiles más marginales de las poblaciones en conflicto, meses después nuevamente miles de habitantes protagonizaban protestas contra el proceso judicial que desembocó finalmente en la condena de solo dos individuos. “Ha sido el pueblo”, fue la pancarta y uno de los lemas más extendidos entonces.
Los poderes públicos, que en estos casos tienden a trasladarse la patata caliente dejando el horno encendido a la máxima potencia hasta que explota, tampoco estuvieron a la altura. Las familias gitanas fueron dispersadas entre otros pueblos andaluces conformándose con indemnizaciones no sufragadas por los causantes de los daños. Se materializarían apenas cinco años después los demoledores efectos de la miopía de las instituciones al no imponer la recomposición de la convivencia destrozada, algo sabiamente reclamado por algunos sectores del entonces incipiente movimiento asociativo gitano. En la primavera de 1991, bajo el referente de la a la postre efectiva expulsión vecinal de los gitanos en Martos, en el cercano pueblo de Mancha Real fueron saqueadas otras cinco viviendas gitanas en el curso de otra manifestación ilegalmente convocada tras el homicidio de un vecino a manos de otro, de etnia gitana. Los ataques contaron en este caso con la destacada “colaboración mediata” de otro alcalde socialista que, a diferencia de su correligionario marteño, proclamó que él mismo se encargaría de “señalar” las viviendas de los gitanos que tendrían que abandonar su pueblo.
El de Martos junto con el de Mancha Real tal vez representen los dos casos más conocidos, de mayor magnitud, y de consecuencias más graves; pero no son los únicos. La geografía y la cronología de la violencia antigitana en España es variada y extensa. En pocos territorios del Estado no se han registrado similares episodios de terrorismo étnico de baja intensidad. Enterramos pronto sin embargo estos acontecimientos en las hemerotecas. Sin extraer las lecciones debidas que impidan su reproducción bajo dinámicas recurrentes identificadas en un anterior trabajo académico.
La repetición de estos casos revela que deben diversificarse los ejercicios de memoria histórica presentes y pendientes en la democracia española. Estos diversificados ejercicios de memoria histórica deben incluir, con fines restaurativos y profilácticos, a las tradicionalmente olvidadas otras víctimas de persecuciones, odios, hostigamientos y discriminaciones por pertenecer a colectivos estigmatizados, como el que conforman los aproximadamente 750.000 integrantes de la históricamente perseguida y aún hoy desigualmente tratada comunidad gitana española.
No debemos por ejemplo olvidar que, a pesar de la diversificación de las condiciones vitales y de las maneras de vivir la identidad étnica experimentada por gitanas y gitanos, la democracia ha constituido un hervidero incesante de movilizaciones antigitanas a las que tampoco hemos prestado suficiente atención. Buena parte de la izquierda política intelectual, por ejemplo, mitifica los movimientos vecinales y las luchas urbanas del posfranquismo; pero olvida que durante la década de los ochenta y buena parte de los noventa decenas de aquellas barriadas obreras abrazaron liderazgos, solidaridades y protestas etnicistas contra los tardíos realojos de familias gitanas, oponiéndose frecuentemente también a la escolarización de sus descendientes.
Estos casos tienden a reaparecer de su letargo o aparente clandestinidad social con fuerzas renovadas, representan sucesos demoledores para el día después de la convivencia étnica. Por donde trotan las marchas etnicistas tarda en crecer la yerba. Es hora de que actuemos decididamente. De no mirar para otro lado ante racismos cotidianos frecuentemente invisibilizados, cuando no reproducidos por los medios de comunicación. Es hora de alimentar la gran esperanza que representan muchas y muchos integrantes de las nuevas generaciones gitanas. De apoyar su coraje cívico y su esfuerzo de búsqueda y creación de redes para la recuperación de la autoestima frente a los estigmas y los deterioros en la identidad que históricamente han producido las miradas estereotipadas y aviesas de las mayorías culturalmente dominantes sobre minorías racializadas como los gitanos. Es hora de emular a estos jóvenes y a algunos de sus mayores, en su infatigable denuncia de la naturalización de la discriminación que, incluso desde nuestras universidades, siguen sufriendo decenas de miles de mujeres y hombres por el mero hecho de ser y querer seguir siendo gitanas y gitanos. Tendemos mucho a refregarles lo del Estado de Derecho a “otras culturas” a las que achacamos déficits y sometemos a miradas arcaizantes; pero sin aplicarnos a nosotros mismos las extirpaciones necesarias de ciertas tenebrosas costumbres patrias como las celebradas por un sector de la población mayoritaria de Martos hace treinta años.
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Manuel Ángel Río Ruiz es sociólogo, autor del libro Violencia étnica y destierro. Dinámicas de cuatro disturbios antigitanos en Andalucía, Maristán, 2003.
El 14 de julio de 1986 ETA asesinaba a 12 jóvenes guardias civiles al hacer explosionar un coche bomba contra un autobús del cuerpo en Madrid. Treinta años después, este es uno de los atentados más recordados en el marco de la preservación de la memoria histórica, y del respeto, hacia las víctimas del...
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