Retinoblastoma
Parte de vida 8
CTXT publica hoy el octavo 'parte de vida' de Alain-Paul Mallard. El escritor cede a este medio las cartas sobre el cáncer de su hijo
Alain-Paul Mallard 21/08/2016
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Barcelona, 1° de mayo del 2016
Queridas, queridos,
¿Dónde se van los días? El calendario (que tuve que mirar para fechar mi carta) me sorprende con que arranca la primera semana de mayo. Hace tiempo que no brindo noticias. Pierdan cuidado: Darío va bien. Va, dentro de lo que cabe, muy, muy bien. Superó el primer ciclo de quimioterapia sin excesivas molestias y —lo crucial— sin atrapar infecciones. Gozamos de una tregua de siete días de paz mientras su médula ósea trabaja contra reloj en la regeneración de plaquetas, glóbulos rojos, anticuerpos. El viernes que viene, muy de mañana, volvemos al «Hospital de día» para que reciba nuevamente su tratamiento y damos inicio al nuevo ciclo, el segundo, de quimioterapia sistémica.
Mucho ha sucedido que me he quedado sin compartirles. No quisiera abrumarlos con información que, me imagino, resulta excesivamente técnica, inquietante, opaca. Ante el cáncer uno preferiría siempre, de ser posible, no saber. Para Matiana y para mí la llamada curva de aprendizaje en lo que a la enfermedad se refiere ha sido vertiginosa: palabras que hace un mes simple y llanamente no existían en el vocabulario (neutrófilo, heparina, retinograma...) hoy dominan nuestra conversación; conceptos que eran meras abstracciones resultan ahora prácticamente tangibles; pequeños rituales antes desconocidos organizan nuestra cotidianeidad, puntúan nuestra jornada.
Del Parte médico apuro lo esencial. Se llevó a cabo, al terminar el primer ciclo, un somero examen de fondo de ojo y los tumores parecen haber disminuido. En un ojo aparentan estar ya inactivos. En el otro lucen poco envalentonados, venidos a menos. El tratamiento sistémico parece, pues, estar funcionando. Una futura exploración en quirófano (no invasiva, bajo anestesia general) permitirá medir los tumores y confirmarlo. Para que el mal vuelva a ser cuantificable —y ergo comparable con el registro de sus estadíos previos— debemos, pues, esperar. Pero los resultados de esta primera observación pintan positivos. Los médicos se muestran optimistas. Y de un médico se espera siempre la verdad, ¿no es así?
La enfermedad de Darío es asintomática. Para Matiana y para mí, aunque terrorífica, resulta bastante inasible. Por el contrario, los efectos secundarios del tratamiento imponen de tal modo su presencia en nuestras preocupaciones diarias que el ansia por paliarlos nos hace perder de vista el objetivo esencial: matar al cáncer.
Simplifico bastante las cosas: los fármacos oncológicos destruyen las células con división celular más acelerada. Atacan, por supuesto, al tumor, de crecimiento aberrante, pero vulneran también la médula ósea, que está constantemente produciendo células sanguíneas. Entre las células sanguíneas decrece el número de glóbulos rojos —que transportan el oxígeno—, por lo que sobreviene algo de anemia. (La anemia se traduce en fatiga o falta de energía.) Decrecen también las plaquetas, por lo que coagulación y cicatrización se tornan perezosas. Y se debilita el sistema inmunológico: glóbulos blancos o anticuerpos. De éstos, los que de momento importan son los neutrófilos, que nos protegen de las infecciones bacterianas.
El estado llamado neutropenia define un umbral crítico en la cuenta de neutrófilos, a partir del cual el organismo queda practicamente inerme y la más banal infección puede, muy, muy pronto, volverse sistémica —lo cual es serio y sumamente riesgoso. No únicamente preocupa el contagio. Las mismas bacterias que llevamos encima (en la piel, en las mucosas bucales, en el tracto digestivo), al ver que nada las mantiene a raya, pueden proliferar y colonizar el organismo. El momento del ciclo en que Darío queda más desprotegido, el llamado nadir, cae entre el día 8 y el día 10 después de administrados los fármacos. Luego, el número de neutrófilos se estabiliza y comienza poco a poco a subir. Aunque sube cada vez más tímidamente de un ciclo al otro.
La cuenta de anticuerpos ha de seguirse de cerca. Vamos por ello al «Hospital de día» un par de veces por semana a hacer análisis sanguíneos. Son días largos, pues comienzan temprano, antes de que Darío despierte. Debemos, todavía dormido, ponerle en el hombrito una pomada anestésica y cubrirla con plástico para alimentos. Tarda una hora en hacer efecto y permitirá que lo «pinchen» sin causarle dolor. Y nos vamos corriendo al hospital tratando de evitar el tráfico.
Cuando en el hospital, Darío debe llevar siempre su mascarilla filtrante. Al principio le fue difícil. Se la arrancaba. Hasta que Matiana lo miró en los ojos y le dijo con firmeza que no era negociable. Lloró un poquito, luego bajó la mirada, se dejó chiquear, y... paró de arrancarse la mascarilla. Desde entonces la tolera bastante bien. Se pone, eso sí, furioso cuando hay que someterlo para «pincharlo», extraerle sangre, auscultarlo, ponerle las gotas de dilatación pupilar. Pero nunca —¡nunca!— guarda rencor. Se deja consolar, y al poco está ya, acalorado y rubicundo, jugando por el consultorio. Explorándolo todo. Un valiente. Un tierno valiente.
«Pinchar» a Darío es conectar una vía, por medio de una aguja en forma de L, al catéter que lleva implantado en el hombro, bajo la piel. Aunque sencillo, el procedimiento es sumamente delicado: ofrece entrada directa (y riesgosa) al torrente sanguíneo de un niño con el sistema inmune debilitado. Las delicadas, precisas manos de Montse, de Cris, de Ade, de Saray, de Rocío —ángeles disfrazados de enfermeras que corren de acá para allá en el «Hospital de día»— realizan la operación. Se sigue un protocolo particular. Implica un campo estéril, un par de cambios de guantes, sprays antisépticos, jeringas varias, un «sellado» con heparina, esparadrapos, gasas. Darío se asusta, claro, y llora, sí, pero al entrar la aguja el llanto no cambia de modulación: no siente dolor. Poco a poco hemos ido buscando el modo de aligerar la experiencia. Lo que mejor funciona de momento es tenerlo sentadito en la cama con nosotros conteniéndolo. «Pon, pon, pon gallinita un huevo / pon, pon, pon que no caiga al suelo», le cantamos para distraerlo. Las oscuras e impresionantes jeringas de sangre, etiquetadas con el nombre de nuestro niño, se van para el laboratorio. Disponemos de dos largas horas de espera en las que Darío desayuna y juega mientras aguardamos los resultados. Ocurre a veces que charlemos con otros padres. Cada caso de cáncer infantil genera una penosa narrativa de desenlace incierto. Mientras —sus mascarillas puestas— los pequeños juegan, los padres nos asomamos a otras vidas puestas a prueba. Ya con los resultados de la analítica listos, nos puede visitar la doctora. Y si los valores sanguíneos están medianamente en orden, un ángel en Crocs «despincha» a Darío y podemos volver a casa.
En casa y en la calle nos organizamos con miras a evitar posibles fuentes de contagio. Afortunadamente, ya el invierno catalán se ha marchado. Darío puede salir, pero siempre a espacios abiertos y sin gente. En cuanto haya tocado algún objeto de higiene sospechosa —una banca en el parque, por ejemplo—, hay que interceptarle las manos y limpiárselas con gel desinfectante antes de que se las lleve la boca. Preferimos, por principio de precaución con dos gotas de paranoia, no salir mucho ni recibir visitas. Un ataque de tos en la acera opuesta nos crispa los nervios al punto de escapar empujando el cochecito a toda velocidad. Tal estado de alerta perpetua nos deja rendidos. Así que llevamos una vida bastante recogida. Darío sufre el encierro bastante menos que nosotros.
Al releer, en afán de no repetirme, mis correos previos, me percaté de que he privilegiado cierto registro de información y —sin duda doblegado por el desánimo—he eludido lo esencial. Así que pido disculpas y, del Parte de vida, les comparto ahora un par de estampas y situaciones.
¿Dónde se van los días? —me preguntaba al comenzar mi correo. No únicamente en aguardar en salas de espera de hospital o en tomarle a Darío (en un acecho obsesivo de la fiebre) la temperatura cada veinte minutos.... Darío, cuando está en forma, está muy, muy en forma: es todo alegría, todo sonrisas, todo curiosidad, todo entusiasmo. Resulta a la vez prodigioso y conmovedor verlo día a día aprender a navegar por su pequeño mundo. Y al navegar ese mundo menudo nos va revelando su carácter, sus singularidades.
Descubrir que los libros de la mesa de noche quepan por la ranura del cajón se convierte, para Darío, en un motivo de azoro. Pasado el pasmo del descubrimiento, transforma el hecho en misión de primera importancia: hay que deslizarlos dentro, meterlos todos cueste lo que cueste y tome el tiempo que tome. Y así, concentradísimo, calladito, con gran empeño, se pasa media hora o más. No les cuento cómo quedan los libros... Les cuento lo satisfecho que queda Darío cuando decide al fin que ya con eso basta y que es hora de pasar a otra cosa. Hasta el día siguiente. Porque sabe que, en su rutina diaria, tiene cita con Camus, con Naipaul, con Marco Polo, para ir a meterlos donde deben ir. En la cajonera.
En otro momento de su rutina diaria se apoya contra la cama frente a la grabadora y señala. «¡Ugggh!», dice. Pide que le pongan sus discos. Le ponemos un CD. A veces sólo escucha. Serio. Misteriosamente ensimismado. A veces baila solo meneando los bracitos y doblando las rodillas. Y otras pide bailar con nosotros por el cuarto: «Yo con las pulgas me enojo de repente, porque me pican delante de la gente. / ¡Ay cuántos piojos! ¡Ay cuántas pulgas! / ¡Ay, mi chata, qué pulgas tan ingratas! » ¡Qué alegría la suya! ¡Qué dicha la nuestra!
Un bazar chino de esos que venden todo y más proponía, al lado de la caja, una canasta con huevos. Tomé uno. En todo —tamaño, color, textura— parecía un huevo de verdad. Acaso fuera sólo un poco más pesado... Lo compré, para Darío: un genuino objeto dadaista. Un huevo de goma. Uno lo arroja al suelo y, donde esperaría ver un cascarón estrellado y babas resbalosas, pega el huevo un brinco absolutamente impredecible. Y esa es su gracia: imposible saber para dónde va a saltar (un deporte entero, el rugby, se funda en ese principio.) Pues a Darío, su huevo de goma lo divierte enormemente. Intuye que el huevo se porta mal. O que se comporta de manera distinta que una pelota... A veces llevamos el huevo de goma al hospital. En Oftalmología hay un pasillo ciego (involuntario, el juego de palabras) en el que el inquieto Darío puede entretenerse durante las horas de espera. Por ese pasillo arroja el huevo irrompible y, riendo a carcajadas ante los veleidosos rebotes, corre, asido de mi dedo, a perseguirlo. Nadie que lo mire logra contener una sonrisa.
Darío está hecho un gran platicador. Perturbado sin duda por su entrada bilingüe al mundo del lenguaje —Laise, su nana, le habla en portugués del Amazonas—, Darío dice aún muy, muy poco en nuestro idioma. Prefiere conversar en una extraña lengua de su invención, en la que el flexible y versátil vocablo central, tundata-tundata, es sometido a una cascada de variantes... Aunque sí, hay una palabra de nuestro idioma que dice de manera clara e indubitable: «¡papá!». Matiana, algo celosa, arguye desganada que es un balbuceo más, carente de todo contenido simbólico... Yo entonces le hago a Darío una simple pregunta: «¿a quién quieres más, a tu papá o a tu papá?» Y radiante responde: «¡papá!».
Nada me gusta más que ver a Darío jugar con su mamá en el cuadrilátero de la cama. Luchitas cosquillosas, riqui-rán, la almohada atómica, la croqueta humana... Juegos brutales en los que todas las tretas están permitidas. Cuando la cosa se pone ruda también entro yo al quite. Jugamos hasta que las mejillas de Darío resplandecen y él, la respiración agitada, pide tregua.
El sábado por la tarde, ya un esplendoroso día de primavera (y en un momento favorable del ciclo terapéutico, con buena cuenta de neutrófilos), nos atrevimos a salir de paseo. Estuvimos en el laberinto vegetal de los jardines de Horta. Es un parque neoclásico en las alturas de Barcelona. Hay grandes diferencias de nivel, deliciosas escaleras que subir. Ya en el laberinto, los setos de ciprés están lo suficientemente ralos como para orquestar con precisión encuentros inesperados, seguidos de jubilosas corretizas. Por ahí lo estuvimos sorprendiendo, persiguiendo. Pocas cosas disfruta Darío más que el esconderse, o que el escondido salte de pronto del escondite. No cabía en sí de gozo de vernos aparecer y desaparecer en los verdosos requiebros de los corredores.
Asido del dedo de mamá, Darío corre entusiasmado por el pasillo. Luego levanta los brazos y pide que lo carguen. Ordena, apuntando, que se accionen una y otra vez los interruptores y disfruta de ver cómo se prende y se apaga y se prende y se apaga y se prende y se apaga la luz. ¿Dónde se van los días? En estos dos últimos meses, obnubilados por tantos tratamientos, no nos dimos cuenta del momento en que Darío dejó de ser bebé. Y sí... Se nos volvió niño.
El viernes, pues, la tregua termina. Seguiremos cuidándolo mucho.
Les mandamos mucho cariño y les agradecemos su apoyo y solidaridad.
Alain-Paul (y Matiana y Darío que, de momento, duermen.)
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Barcelona, 1° de mayo del 2016
Queridas, queridos,
¿Dónde se van los días? El calendario (que tuve que...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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